LEONOR RUIZ | La memoria del aire fue el segundo título de Tránsito, editorial nacida en 2018 y que, golpe a golpe, está lanzando ante nuestros ojos un catálogo personalísimo y de notable interés. Fue asimismo la primera obra de Lamarche (poeta y novelista francófona) traducida al español, aunque hemos oído que Nórdica publicará este 2020 El día del perro.
Dos partes perfectamente engarzadas componen este poético —y duro— relato autobiográfico. La primera, la historia de un brazo amoratado, se estructura en dieciséis piezas breves. La segunda, algo menos extensa, es la historia de una violación; una violación previa al cárdeno brazo.
Uno de los valores de este texto, reflexivo e indagador, a ratos onírico, reside en la presencia de lo que no puede explicarse. Ese aire destacado en el título, y que opera como fiel testigo de lo impalpable (aunque real): «La memoria del aire conserva todos nuestros gestos, todas nuestras palabras y hasta los gestos y las palabras a los cuales terminamos por renunciar».
Lo vital es complejo, viene a decir la autora, y esta complejidad sustenta —y enmaraña— la totalidad de lo que nos sucede. Con un ritmo y una melodía fluctuosos, adecuándose a la intensidad que el relato reclama, Lamarche nos introduce en sus «siete años de amor boderline» con un ex que cada poco tiempo dice querer matarse.
La narración tarda en mostrar el punto cumbre, estrategia que nos fuerza a recorrer las sutiles entrañas del abuso y del maltrato presentes en (esta es una pregunta que me hago) ¿cualquier relación? El protagonista es un narciso, un ególatra frustrado y un manipulador, de acuerdo. Pero la narradora es una mujer madura, culta, inteligente, con una carga no escasa de experiencias.
Los libros no nos salvan de la infelicidad, ni de la desigualdad, ni de la violencia. O mejor dicho: su poder es limitado, no bastan, no evitan lo peor. Incluso tienen su cara oculta y peligrosa, plasmada en estas palabras de la autora: «Deantes era para mí, la literatura. Lo que yo sé de la literatura».
A partir de cierto momento, Lamarche deja de pronunciar el nombre de su ex y avanza: «El amor ya no es para mí una droga, ya no es ese agujero en el que caemos, ya no es la maravilla y el terror, la obsesión de cada instante». Y lo hace, y esto es muy loable, sin dejar de reconocer el placer: «la pequeña muerte, que a mí siempre me ha parecido muy grande, mucho más grande que esa otra que un día vendrá insidiosamente y dejará mi cuerpo rígido».
Los cambios verdaderos requieren transformaciones sísmicas, a nivel celular y nuclear. Trascender lo que la humanidad ha vivido y experimentado hasta ahora. Mirar de nuevo. Sentir y tomar postura desde desconocidas dimensiones.
Quedan muchas formas de violencia por resolver. La desigual distribución de los cuidados y el trabajo doméstico es tan importante como todas las demás, por tratarse de la primera y más básica de las discriminaciones. El tiempo es vida, posibilidades de disfrute, de descanso, de ocio, además de la mano derecha de la creatividad.
Construir una relación de pareja con hombres educados como hombres perjudica en muchos sentidos a las mujeres. Una forma de evitar ese abuso debe pasar por cuestionar una de las situaciones que sin duda lo favorecen, es decir, la convivencia. Abrirse a otras formas de unión. Rechazar la injusticia. Defenderse. Autoprotegerse.
La autora cree haberse encontrado en el lugar y momento equivocados. Que su falta de poder en ese instante, combinada con el poder absoluto del otro, explican su experiencia. Hay que hacer algo por modificar la base que alimenta esta explicación, imaginar un nuevo marco para nuestros comportamientos.
«Siento que hay en mí una grieta donde el sol no penetra jamás, un lugar helado y frío del que ignoro hasta el nombre». Somos vulnerables. Herimos y nos hieren. Nuestro poder es, lamentablemente, nimio. El arte está ahí por algo y para algo: el intento, limitado, de expresar lo que explota. Lo que capta e impregna, de formas misteriosas, el aire.
La memoria del aire (Tránsito, 2018) | Caroline Lamarche | 108 páginas | 14,90 euros | Traducción de Raquel Vicedo