LUIS MANUEL RUIZ | Son malos tiempos para la imaginación. Equiparada con la fantasía, se la supone esa facultad irresponsable que se deleita en encontrar combinaciones absurdas y disfruta puerilmente inventando reinos de golosina y criaturas que la evolución ha prohibido. Lo serio, lo literario, lo de verdad, es el testimonio. El reflejo directo de la realidad, sea psicológica, biográfica o social; la autoficción, la autorreferencia, el texto como espejo periodístico del contexto que le ha visto nacer y le da sustancia, porque todo es eso, contexto: inventar no sólo resulta imposible, sino obsceno, si tomamos en cuenta la cualidad dramática de todo cuanto sucede ahí fuera, guerras, crisis económicas y personales, internet, la televisión, esos lugares donde no paran de suceder cosas, esa actualidad tan difícil de aprehender porque antes de que podamos capturarla entre los dedos ya resulta ser otra cosa. Por eso viene a ser tan escandaloso, tan liberador, que existan todavía autores que desafíen toda esa aridez de nueva hora, la mediocridad creativa de un mundo que, agotado, proclama que no hay mitos en los que creer ni historias que volver a recorrer desde los sótanos. Siempre nos quedarán los cuentos, las leyendas; los animales que hablan, temen y conspiran; los castillos en la noche, los espejos, las cámaras secretas; nos queda, entre otros, la enorme Angela Carter.
También Carter inició su carrera engañada por la misma, mostrenca superstición: que el escritor es embajador de las circunstancias y que debe legar al futuro una Polaroid de su entorno inmediato. Lo huidizo, lo episódico, lo banal, el programa de televisión y la marca de teléfono móvil serían la materia bruta de la literatura según esa corriente que, para empezar, comprende poco o mal que antes de retratar la realidad hay que tener una, que hacerla. Carter optó más bien por esa segunda vía, la del creador de mitos, la del fabulista, el banquete opíparo de la imaginación. “Aunque me llevó un tiempo descubrir por qué me gustaban —revela en su escrito teórico más importante, el epílogo a Fuegos de artificio (1974)—, yo siempre había sentido predilección por Poe, y Hoffmann, los cuentos góticos, cuentos crueles, cuentos de magia, cuentos de terror, narraciones fabulosas que abordan directamente la imaginería del subconsciente; espejos; la exteriorización del yo; castillos en ruinas; bosques encantados; objetos sexuales prohibidos. Formalmente, el cuento difiere de la short story en que renuncia a sus pretensiones de imitar la vida. El cuento no se compone de experiencias cotidianas, como la short story; más bien interpreta las experiencias cotidianas a través de un sistema de imágenes derivadas de áreas subterráneas más allá de la experiencia diaria”. Más que entretenerse en tediosos recuentos de la vida del tendero y la modista, del bróker y el padre de familia, el cuento apunta al arquetipo: el modelo ideal, eterno, imaginario (o imaginal, que diría Henry Corbin), que conforma las trazas del héroe y del villano y que ha servido a la humanidad durante milenios para armar el andamio de sus historias. Las cuitas de los personajes de Flaubert o Dickens sucedieron un día, en el siglo que les tocó en suerte; las de los personajes de Carter (Caperucita Roja, Barbazul, el hombre lobo y el vampiro, el rey de los elfos) no sucedieron: siguen sucediendo.
Quemar las naves reúne en un masivo e imprescindible volumen toda la narrativa breve de Carter, comenzando por piezas de juventud de los años sesenta, pasando por inéditos o relatos publicados en revistas en los setenta y ochenta, hasta su última recopilación, Fantasmas americanos y maravillas del viejo mundo, de 1993. En el sentido prólogo que antecede a la recopilación, Salman Rushdie aventura que la Carter más nuclear y verdadera está antes en estos títulos breves que en sus novelas (las de cualquier modo abrumadoras Noche en el circo, La juguetería mágica, y sobre todo Las infernales máquinas del deseo del doctor Hoffman), y parece fácil darle la razón. Incluso sus novelas son racimos o constelaciones de personajes de leyenda, pequeñas anécdotas, detalles de bibelot que quedarían bien en el escaparate de una juguetería y que tal vez sus libros de cuentos, con su variedad de museo, jardín o gabinete de rarezas, recogen con mayor precisión y maestría. En cualquier caso, no difieren mucho unas de otros: la misma atmósfera surreal, delirante, de cuadro de Remedios Varo o Leonora Carrington, de escenario de ópera (un tema recurrente en su imaginario), de función circense o baile de máscaras, envuelve cualquiera de sus textos prestándoles un aire inconfundible, y convirtiéndola en una de las narradoras, de los narradores, más originales del siglo pasado y de los que tengan que venir.
Para colmo, no sólo es que Carter posea una imaginación envidiable (en el sentido literal: capacidad de evocar imágenes), sino que además sabe escribir. Se trata, seguramente, de una de las escritoras (escritores) inglesas menos inglesas que hay: evidencia de que el fondo literario o cultural de que se nutre es más continental (el decadentismo francés de fin-de-siècle, el cuento romántico y filosófico alemán) que isleño. Esto se hace patente en su estilo, barroco, alambicado, desbordante, una verdadera fiesta para el amante de las palabras. Y el envoltorio más que adecuado para otra fiesta, la más importante de todas, aquella de cuya fuente brota el torrente de la literatura: las historias que nunca fueron porque siguen siendo, porque seguirán por los siglos de los siglos. Amén.
Quemar las naves (Sexto piso, 2017), de Angela Carter | 704 páginas | 26,90 euros | Traducción de Rubén Martín Giráldez
Un libro maravilloso de la maravillosa señora Carter. Estupenda reseña.