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Lo vivido: esa forma del olvido

ROSARIO PÉREZ CABAÑA | Leo con emoción estas emociones y voy de ellas a mí y emprendo el camino de vuelta. Imposible no pensar en el tiempo, en la memoria, en el olvido… La memoria, ese insistente, infructuoso y tramposo viaje hacia lo que fue y ya no es, o lo que es lo mismo, el retorno a la nada. “Comienzo a escribir historias que guardo en el recuerdo, antes de que el tiempo se encargue de borrar de mi memoria las cosas que no quiero olvidar, y antes de que, al mismo tiempo, ellas me olviden a mí”: esa es la declaración de intenciones de María Dolores Almeyda. Una confesión a bocajarro de quien conoce bien el peso y el paso del tiempo, esa dimensión cuya fórmula —y esto también lo dice la autora— no es otra cosa que la vida y la muerte. También la memoria conoce irremisiblemente a la una y a la otra: lo que es solo en el pasado y lo que ya no es. Por eso el recuerdo sanciona a la vida y celebra a la muerte con todo su renacimiento a cuestas. No hace mucho leía en el ensayo Las formas del olvido de Marc Augé sobre la exigencia mutua entre memoria y olvido, la imposibilidad de negarse entre sí, como la vida y la muerte. De algún modo, esto es lo que revelan las historias de El libro de las emociones de Almeyda. Lúcidamente, la autora sabe que el tiempo nos deja “la posibilidad de elegir entre el vacío y lo firme, entre la estabilidad del tedio o el desorden de la aventura”. Y como lo estable no existe porque el cambio lo impide, solo nos queda el caos, el devenir, la (a)ventura. Este libro tal vez fue en algún tiempo un cuaderno de emociones, retazos de lo vivido en las múltiples formas que tienen las cosas de ser vividas y, sobre todo, de ser recordadas. Con el tiempo, lo vivido no puede edificarse sobre datos o detalles sino que emerge íntegro y de golpe sobre los cimientos de la ficción. Los nombres, los rostros, los vientos, los lugares, los porqués y los para qué cobran una naturaleza ajena a lo real gracias al tiempo y a la emoción que borró, para nuestra fortuna, cualquier atisbo de certeza. Todo este embrollo en mi cabeza no es en el fondo más que un intento de justificación del porqué de las emociones que han despertado en mí los relatos de este libro. De modo que me disculpo por no haber advertido antes de que este párrafo inicial es absolutamente prescindible.

La primera vez que oí hablar de María Dolores Almeyda, un crítico la definió como «una mujer secreta», como secreta ha sido su escritura durante muchos años, hasta que hace algo de una década comenzó a dejar de serlo para convertirse en un secreto a voces para los que hemos seguido sus publicaciones. Y como pocas cosas hay que generen mayor fascinación que un secreto, les contaré que la autora nació a finales de los años cuarenta en Sotiel Coronada, un pequeño pueblo de la cuenca minera de Huelva. En aquel espacio donde lidiaba lo idílico del paraje con la dureza de la posguerra, aquella niña supo, para el desconcierto del lugar, que debían de haber muchas más cosas fuera de allí, y en efecto las había, pero ella las encontró primero dentro, en su peculiar forma de pensamiento y en su personalísima percepción de la realidad. Aquella revelación también se mantuvo oculta durante décadas y convirtió a la niña en una mujer que pasó la vida escribiendo secretamente hasta que la madurez le permitió al fin asumir visiblemente su independencia intelectual. Fue en aquello que algunos han llamado la edad tardía cuando Almeyda se lanzó a compartir su escritura velada. Y nunca es tarde. Su prolijidad parece responde a una urgencia acuciante, a la necesidad de expresar todo aquello que estuvo oculto. Un simple vistazo a su bibliografía parece refrendarlo: sus poemarios Versos clandestinos (2011), La casa como un árbol (2013), Pequeños versos furiosos (2016), El valle inacabado (2017), El sol no arde mejor en primavera (2018), Entre el cielo y el cieno (2019), Instrucciones para cuando anochezca (2016), Apuntes del natural (2021) y este El libro de las emociones que nos ocupa; sus novelas Veintidós estaciones (2015) y Dos flores de loto (2018), y los libros de relatos Algunos van a morir (2013) y Mundos (2017). Ya desde sus primeras obras encontramos, como no podría ser de otro modo, un fértil diálogo entre la experiencia y la ficción, una peculiar forma de hacer transmigrar la realidad al espacio de la emoción, que, al fin y al cabo, define la literatura. Y he aquí uno de los grandes valores de El libro de las emociones, la naturaleza mestizada de lo real y lo imaginario. Sin duda encontramos aquí pasajes relatados que para espíritus no habituados a esto de las emociones pasarían desapercibidos. Relatar lo inadvertido, es, por tanto, el gran logro que consigue Almeyda. La intrascendencia devenida en sensaciones a partir de historias vividas por personajes que no suelen poblar los libros, personajes secretos, como ella misma. El paso del tiempo —o más prosaicamente la urgencia ante la vejez y sus secuelas en la memoria— es quizá el resorte que impele a registrar lo que alguna vez conmovió y ahora conmueve desde la revisitación literaria. De algún modo, las historias aquí reunidas se tamizan a través de tres espacios: el paso del tiempo, la soledad y la fragilidad del recuerdo. Lo caleidoscópico de las imágenes encuentra su unidad en un “yo” atomizado que narra el recuerdo desde la emoción. En “Leyre” encontramos un conmovedor ejemplo de ello: en un vagón de tren se encuentran casualmente dos soledades, una mujer que inicia el último tramo del viaje —léase en sentido recto o figurado— y una niña que, sin saberlo, comienza a vivir lo que el paso del tiempo le pondrá por delante. Un relato pleno de dolor y de ternura donde aparece otra constante, la despedida. Pero también el humor como resistencia a la soledad se cuela constantemente por las páginas, así ocurre en “Los sábados no son un buen día para morir”, un semanario razonado, irónico y doloroso que nos da algunos móviles para seguir viviendo, principalmente en sábado.

Aunque insistimos a menudo que el sentido de una obra no puede determinarse por la vida de su autor, hay aspectos que contribuyen a situar en otro grado de comprensión el relato ficcional. Por ejemplo, el suelo de la infancia y la primera juventud de la autora en un entorno rural pleno de belleza y asfixiado por un franquismo provinciano; el compromiso ético y político surgido de la exploración de lo real y de la imaginación desbordada; la intolerancia ante el abuso; la comprensión del otro incomprendido… Todo ello conforma una autobiografía perfecta, como debe ser una autobiografía: falsamente real. “En el umbral” y “Un libro lo puede escribir cualquiera” son dos ejemplos de la memoria de lo abominable; “Caramelos comunistas” nos presenta la macabra absurdidad de las décadas oscuras en el ámbito rural: una nueva Eva expulsada del paraíso-escuela por la estupidez de la represión. ¡El dulce amargor de la dictadura! Pero también encontramos luminosas imágenes como la de la mujer que envía cartas sin dirección, trasunto muy probablemente de quien, como la autora, estuvo escribiendo secretamente durante años sin destinatarios. En fin, casi todos los personajes viven en lo cotidiano, allí donde no los conoceríamos a no ser por esta anagnórisis que nos regala Almeyda.

Imposible no sentir ternura, repulsa o la angustia en estas historias. Pero, sobre todo, imposible no emocionarse, no entregarse con cierto pudor al suspiro irreprimible en cada fin. Y si el tiempo nos sitúa en los límites de la urgencia —y eso es algo de lo mucho que tenemos que agradecerle a la autora— también es cierto que esa misma urgencia es quizá lo poco que pueda reprochársele a este conjunto, que, sin duda, hubiera requerido una mayor atención editorial para limar algunos detalles formales. Nada de importancia si atendemos a la fuerza y la sutilidad con que en partes idénticas se nos presenta lo narrado. Un dechado de emociones que parten de historias concretas y se construyen a través de temas universales como la memoria, el olvido, el deseo, la soledad, la muerte, lo posible… Recuerdo que oí a alguien preguntarle a la autora sobre cuáles de estas historias eran reales y cuáles no. Ella simplemente contestó: “todo es posible”. Y, como todo el mundo sabe, lo posible contiene en su semántica lo imposible. Poco importa lo real cuando nos jugamos la emoción. María Dolores Almeyda no nos impele a participar en el juego, simplemente nos invita a sentarnos en su mesa. Quedan invitados. Tenemos todo que ganar.

El libro de las emociones (Ediciones en Huida. Colección DRelatos, 2021) | María Dolores Almeyda | 279 páginas | 15 € |

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