ALEJANDRO LUQUE | Esto es un palestino que va por Reikiavik y….. Podría ser uno de esos chistes que empiezan arrancando una sonrisa, creando una expectativa que va creciendo hasta el desenlace hilarante. Ni siquiera hace falta, ya ven, desquiciar demasiado la realidad: basta con combinar dos conceptos considerados antagónicos (la gélida y civilizada Islandia, la sufrida y tórrida Palestina) para que el efecto cómico esté asegurado.
Y sin embargo, el enunciado es realista a más no poder. Mazen Maarouf, refugiado en la isla de las sagas y de Björk, se ha convertido como quien no quiere la cosa en el nuevo rostro de las letras palestinas. Y lo ha logrado precisamente con un libro titulado Chistes para milicianos, que ha sido traducido a 14 idiomas y no para de acumular premios, entre ellos el Almultaqa, uno de los más prestigiosos galardones del relato corto árabe.
Confieso que, atendiendo al perfil del autor, me había hecho mi propia idea: sería una novela, de corte realista, con mucha guerra y mucho reflejo del drama que viven los palestinos desde hace décadas, y que va a peor con la escalada de demencia de ese vecino indeseable llamado Bibi Netanyahu. Pues bien, más o menos me equivocaba en casi todo. Se trata de una colección de relatos –aunque todos poseen una notable unidad, la que les confiere la voz del narrador infantil que sirve de hilo conductor entre unas y otras–, no podemos decir que sea realismo lo que se nos sirve, y sí, hay tiros y bombas para dar y tomar, pero ni rastro de crónica histórica en lo que se relata.
La primera historia, la que da título al libro, es casi una nouvelle en la que se narra cómo un padre y un hijo se dedican a inventar chistes para evitar que los soldados golpeen a aquél, como una suerte de Sherezade impelida a encadenar historias para salvar el pellejo. Y aunque se trata de una narración más bien coherente, se adivinan ya ciertas anomalías que van a ir en crescendo conforme avanzan las páginas.
En el segundo relato, Matador, se habla de cierto tío del chaval que murió tres veces en una semana, y que tenía por costumbre emular a las grandes figuras del toreo, a pesar de que nunca había puesto un pie, ni lo pondría, en México o España. La historia de un gramófono que sobrevive a un bombardeo, aun participando de esa atmósfera común de irrealidad que impregna todo el libro, nos devuelve a unas coordenadas más sensatas. Pero es solo una impresión pasajera, porque de inmediato volvemos a las visiones alucinatorias, como la de esa vaca instalada en un cine en ruinas por la que Buñuel habría dado dinero, unos coches que se convierten en galletas, un chaval que decide no volver a sonreír nunca más, otro que se desliza en los sueños ajenos…
De algún modo, Maarouf nos atornilla a un escenario concreto, ese Oriente Medio lleno de huérfanos, viudas, mutilados, polvo y escombros, y al mismo tiempo gusta de descoyuntar la lógica para que cunda la perplejidad en el lector. Llamar a esto surrealismo tal vez sea demasiado perezoso, pero nos hemos acostumbrado a calificar así todo aquello que escapa a los límites de lo racional. Lo seguro es que el autor hace una apuesta fuerte, un todo o nada con el lector: o entras en su juego lisérgico, o eres expulsado de él a golpe de alucinaciones. A veces lo primero es más fácil, otras hay que agarrarse fuerte para no salir disparado.
¿A qué tradición adscribir a Mazen Maarouf? No se me ocurre ninguna árabe, a bote pronto. Hay quien ha querido emparentarlo con Roald Dahl, con Edgar Keret, también con Cortázar o con Kafka. Personalmente, en sus historias menos despegadas del suelo me recuerda a ciertos cuentos de Juan José Millás, en los que un aparente realismo va dando paso a elementos perturbadores que acaban transformándolo todo. Pero en un relato tan inquietante como Acuario, donde un matrimonio cuida de un enorme coágulo de sangre como si se tratara de su hijo, veo más la huella del cubano Virgilio Piñera, al que nunca logré leer sin sentir escalofríos.
¿Conoce Maarouf estos nombres, hay en efecto vínculos entre estos y él? Por especular que no quede. Lo curioso es que el escritor, aun siendo de origen palestino, nació en Beirut y nunca ha pisado el territorio de sus antepasados, hasta que recaló en la citada Reikiavik. De alguna manera, podemos conjeturar que este libro es su personal reelaboración de un trauma heredado, la plasmación del absurdo y el horror del que ha vivido rodeado, y que acaso solo puede trabajarse desde más absurdo y más horror. O quizá todo tenga su porqué, pero este lector no ha podido evitar poner en más de una ocasión esa cara de póker que se le queda a los que no pillan los chistes a la primera.
Publicado anteriormente en la revista M’Sur.
Chistes para milicianos (Alianza, 2019) | Mazen Maarouf | 168 páginas | 15,50 euros | Traducción de Ignacio Gutiérrez de Terán