Hoy os traemos para celebrar nuestro VI Aniversario un nuevo e increíble documento rescatado del olvido. Esta vez, el estadista Manolo Haro recupera unos diarios secretos (y muy literarios) firmados por el mismísimo Albert Camus en los que dejó para la posteridad esta suerte de emocionada reseña de la controvertida «Lolita» (1955) de Vladimir Nabokov.
MANOLO HARO | La controvertida alcaldesa de Aix en Provence, la centroderechista Maryse Joissains-Masini, ha sorprendido a propios y a extraños con una rueda de prensa en su localidad para dar a conocer la existencia de unos cuadernos propiedad de Albert Camus que obraban en su poder. Joissains-Masini, acompañada en todo momento por su inseparable caniche, ha atraído la atención de las cámaras de todo el mundo en un alarde de estrategia política y cultural. A pesar de que ella misma admitió en la pasada celebración del centenario del escritor que sólo lo había leído en el colegio, se ha mostrado como una mujer preocupada por el legado del argelino, aunque ha necesitado de la ayuda del especialista en Camus Michel Onfray para leer algunos de los títulos elementales dentro de la bibliografía de aquel. Ella misma, afirmó, había escamoteado algunos cuadernos que no se mostraron en la exposición de 2013 por propio deseo de Onfray, el cual se levantó de la mesa al oír estas palabras. Luego, ha explicado que estas páginas recogen una especie de diario ficticio con el que Camus se aliviaba de las jornadas de escritura ideológica. Su ‘alter ego’ presenta muchas similitudes con él en cuestiones no tanto estilísticas como vivenciales. Presentamos aquí un par de folios transcritos de sus opiniones sobre Lolita de Vladimir Nabokov, publicada en 1955, cuando el filósofo estaba entregado a la escritura de La caída:
“Las sombras ya habían empezado a cortejar a las figuras de las puertas de Notre-Dame. Antes de ir a escuchar algo de música en la Caveau de la Huchette, siempre me lío un cigarrillo frente a la portada del Juicio Final. La primera calada lleva mi vista hacia la cuerda de almas que un monstruoso demonio va engrosando. A su lado, un ángel con una balanza va pesando la densidad pecaminosa de estos pobres que desfilan hacia la puerta del Averno. El gótico de Notre-Dame es un arte democrático hasta en sus manifestaciones más nefandas: entre los pecadores van reyes y obispos, caballeros y damas, monjes y curas, todos con gesto compungido y obediente. Un ajuste de cuentas en piedra para un mundo que se llevaba el ánimo de los más desfavorecidos; ante la visión de estas figuras, sentían que un pequeño juicio les honraba. Larga vida para estos maestros canteros. Supongo que un crítico literario, ante tal visión, no puede más que pensar que se lo llevarán los demonios hacia las sombras mientras que los escritorzuelos de tres al cuarto serán cortejados por los perfumes celestiales de los querubines, esos que los alzarán al cielo de las letras.
Caminar un poco más hacia la rue de la Huchette me saca de estas divagaciones. La Beauvoir impresionó el año pasado a mis colegas con su novela Los mandarines y aún se hacían cábalas sobre si Sartre y ella eran realmente la carne para sus sofisticados trasuntos literarios y sus intrincadas y complejas vidas. Demasiada verborrea había corrido por los cafés hablando de esa estupidez. Ojalá un día la vea atada junto a los peregrinos hacia el infierno.
Entro en la Caveau de la Huchette. Como cada noche, me siento en la mesa con François Le Gall y tomamos algo. Hoy toca un americano blanco que ha reclutado a lo mejor que andaba por la ciudad en estos días: Gérard Gustin al piano, Bert Dehlander a la batería y Jimmy Bond al contrabajo. Le Gall me dice que ha visto como se picaba en un callejón cercano antes del primer pase. El tipo se marca un “Lover man” que interrumpe nuestra conversación. Lo miro. Su rostro se desdibuja en la humareda. Parece que va a dejar morir el tema cuando lo vuelve a levantar, como un absurdo pájaro que jugara a hacerse el muerto sobre una charca llena de cieno. Le Gall me alarga un libro del que apenas puedo leer el título. Sigo observando este prodigio que responde al nombre de Chet. Miro de nuevo hacia la mesa: Lolita de Vladimir Nabokov en la editorial Olympia Press. El propio editor, Maurice Girodias, le había pasado un ejemplar para mí. No conozco a Girodias, pero sé bien que su atrevimiento en la publicación de ciertas cosas casa a la perfección con mi búsqueda de algo que anime el cotarro en la ‘cité’. “Una cochinada”, me soltó Le Gall. “A ti estas basuras te atraen. Eres un pervertido que gusta de mirar portadas de iglesias”. Me sonreí. Baker dejaba el escenario para ir a vomitar al lavabo, supuse. No volvió. Un tipo gordo con una traje negro y una bufanda blanca se disculpaba entre silbidos. Gustin salvó la escena con los acordes de “I’ll remember April”.
Vuelvo a casa solo. Hace frío. Un Marlon Brando sentado y pensativo sigue mis pasos desde el cartel de Sur les quais. Lolita será una buena cochinada para meterse en cama. Un mendigo con una tiza pinta flores sobre la acera frente al portal de mi casa. Le suelto una moneda y subo los escalones de dos en dos. Un último cigarrillo. Decido ni fumármelo ni meterme en la cama. Me siento en la mesa de trabajo y comienzo a leer. La luz de la calle no existe, no existe el mendigo de las tizas, no existe París en esta noche. Tampoco existo yo. Este ruso del que apenas se aportan unos pequeños apuntes biográficos en el libro ha anulado la ciudad. Horas más tarde, ha nimbado el sol que surge tras los perfiles de las nubes. La voz de Humbert Humbert ha agotado cualquier posibilidad de apagar la luz y dormir. ¿Es esto una «cochinada» para pervertidos que miran iglesias? Girodias sabía a quien le daba el encargo. A riesgo de jugarme el puesto, colaré de matute una reseña en la edición de mañana. «¿Hay que quemar a Sade?» de la Beauvoir puede esperar. «¿Habrá que quemar a Simone de Beauvoir?»
Tomo una cuartilla y escribo. No necesito dormir.
«Todo asesino esconde un acto delictivo anterior; no lo confiesa pero es la ranura por la que se cuela la llave de su fracaso, de su ajusticiamiento final. A la luz de la lectura de este roman, se podría decir que el protagonista, el profesor de poesía francesa Humbert Humbert, es un hombre cuyo delito iniciático es la memoria de su infancia. Humbert narra ante un jurado los pormenores de su vida en EE.UU., atravesando su defensa con reflexiones hilvanadas, como maestro de la Haute Couture, sobre la memoria dañada. Su acusación es la de asesinato, aunque por las páginas de Lolita vayan apareciendo situaciones que a la vista del jurado convertirán el homicidio en una mera falta. El verdadero delito, para una sociedad pequeño burguesa, será otro: amar a una niña de 12 años.
En este fluir de la memoria, el narrador protagonista desprende un vago perfume lírico que no mancha la contundencia del relato. Cuando Humbert llega a casa de la madre de Lolita, la que más tarde se convertirá en su esposa, ésta le enseña la casa donde el profesor alquilará una habitación. La visión de Lolita en la piscina lo deja sin respiración. Esa imagen lo retrotrae a una pérdida de la niñez: Annabel, la niña que Humbert amó y que se perdió entre la aguas del tiempo. La obsesión por Lolita no es una cuestión de pederastia; se trata de la obsesión por la pérdida del pasado, por la única Arcadia posible: la infancia. Pese a que esta afirmación pueda molestar a algunos –imagino a más de uno de mis colegas afirmando “¿Nabokov? ¿Ese repulsivo individuo?”– no se puede juzgar a Humbert por fugarse por parte de la geografía norteamericana con la nymphette que ama y que le devuelve el paraíso perdido.
Todos soñamos con ese hiato de la realidad, una explosión que nos retrotraiga a los días de vino y rosas. A partir del momento en que el profesor se fuga con su hijastra –por las rocambolescas coincidencias que los lectores toparán en la obra–, todos los movimientos de Humbert irán dirigidos a vivir una pasión conflictiva con una niña que tiene la compleja alma de una antojadiza adolescente mezclada con un cuerpo que no deja de ser el de una cría.
A la peripecia se une otra máscara magistral: el dramaturgo Clare Quilty. Este tercer vértice del triángulo Humbert-Lolita-Quilty va a hacer que el móvil vital del protagonista sea la venganza, pero, como una auténtica novela romántica, la venganza será por amor. Clare Quilty es un elemento cincelado con una presencia y unos diálogos que lo convierten en otro de los puntales de la obra. Ególatra, estúpido, ridículo, farsante, Quilty conquistará algún que otro corazón y le sumará a la novela otra etiqueta más en este fascinante juego de no dejar a Lolita como una simple novela pornográfica, tal como dirán muchos de aquellos lectores que la abandonarán en la página 45.
Vladimir Nabokov hace un ejercicio prodigioso. Igual que la grandeza de Shakespeare reside en que ninguno de sus grandes personajes pueden ser él, la grandeza narrativa de este ruso es ser otro (¿o tal vez no?) y acometer una novela que hará rugir a la gazmoñería universal por muchas décadas, por no hablar del Vaticano y sus feligreses urbi et orbi. La pregunta que nos plantea no puede ser otra: ¿Qué pasaría si nos encontráramos con nuestro pasado idílico y pudiéramos recuperarlo? Contéstense tras leer a Lolita. Yo prefiero el infierno.»