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Los cuernos nunca son más largos que la imaginación

ILYA U. TOPPER | Yasmina Khadra se va a Marruecos. El escritor y exmilitar argelino (Mohammed Moulessehoul, para el registro del cuartel) ubica su última entrega de novela policial en el país vecino al suyo, concretamente en Tánger. Se entiende: para el drama emocional que nos propone, no funciona repetir la figura del genial comisario Brahim Llob de Argel. Así que esta vez el protagonista será el marroquí Driss Ikker, un tipo surgido de un pueblo rifeño bastante del montón, tanto el pueblo como él, alumno mediocre y apocado, promocionado a nivel de respetable teniente gracias a la alcurnia de Sarah Chorafa, su mujer, una chica de buena familia que, simplemente, se ha enamorado de él.

La historia de amor de Sarah me la creo. No le dedica Khadra mucha profundidad psicológica, pero esas cosas pasan. Así que ahí tenemos a Driss Ikker en Tánger, muy bien casado y feliz… si no fuera que al arrancar la novela nos topamos con él en un hotelucho de mala muerte, borracho perdido, hasta arriba de porros y metido en la cama con una prostituta barata.

El drama. Para hacer algo así, el teniente Ikker tiene un motivo, por supuesto: un derrumbe emocional que lo ha dejado un semana fuera de sus casillas y lo dejará tarado otras dos o tres: han violado a su mujer, a la hermosa Sarah. Atada a la cama, cuando él estaba fuera en una invitación oficial que resulta que fue un error.

Un planteamiento inicial clásico y correcto: el policía tendrá que investigar por su cuenta quién es el violador, contra la resistencia, lo imaginamos, del resto del cuerpo, digo el cuerpo policial, descendiendo a las altas esferas de Tánger —pueden ser peores que los bajos fondos— y a la vez tendrá que bucear en su interior para vencer a sus propios demonios. La ambientación, que para eso tiene mucho oficio Yasmina Khadra, redondeará la pieza.

Un punto flojo: la primera pista que nos permitirá engancharnos a una investigación policial, una gema hallada en el escenario del crimen, un prometedor cabo de hilo, no aparece hasta la página 60, transcurrido un cuarto del libro. Y tendrán que pasar otras 50 páginas, para que el teniente se ponga las pilas y empiece a tirar de ese hilo. Lo que nos reduce la trama de novela policíaca a la segunda mitad de la obra, donde naturalmente se va acelerando. Lo que obliga a abrir y cerrar unos cuantos cajones de misterio y navajazos con una brevedad que contrasta con la amplitud de las primeras páginas y con una consiguiente falta de engarce que deja algunos flecos casi sueltos o trenzados de mala gana.

Segundo punto flojo: Las abundantes escopetas de Chéjov que el autor distribuye en las primeras decenas de páginas por todas las paredes se quedan en elementos puramente decorativos: no se disparará ninguna. A no ser que Khadra haya pensado guardárselas para una segunda o tercera entrega —aunque dudo un poco que el teniente Ikker tenga mucho futuro como personaje— hay varios personajes con sus ambientaciones que sobran enteramente. Detalles del compás: el lector ya lleva preguntándose un buen rato si en lo de la violación no hay gato encerrado cuando el autor por fin le revela que el teniente Ikker piensa lo mismo desde el principio.

Pero el tercer punto y el más flojo de todos es que Driss Ikker no hace ningún ademán de descender a sus propios infiernos. Sufrirá a lo largo de toda la novela la terrible afrenta que le han hecho a él, a él como hombre, violando a Sarah Ikker o, mejor dicho, accediendo al cuerpo de Sarah Ikker, deshonrando su integridad de marido, dejando sucia a su esposa… y jamás, en ningún momento, se le ocurrirá siquiera preguntarse si la integridad de Sarah Ikker quedará menoscabada porque él, en venganza, se revuelque con las prostitutas de Tánger. Eso no cuenta.

Yasmina Khadra acierta: para el concepto de honor patriarcal, machista, en el que se desarrollan los personajes, no cuenta. El honor solo reside en el sexo de la mujer, nunca en el del hombre. Cuernos solo tiene él. Es normal, pues, que Driss Ikker no se lo plantee siquiera. Que Yasmina Khadra no haya hecho ningún intento de planteárselo al lector, sin embargo, indica la profundidad psicológica que alcanza la novela: más bien de charco. Porque pese a la voz de narrador omnisciente, Sarah Ikker no adquiere nunca perfil de personaje de verdad: la vemos moverse, actuar (aun cuando su marido no la ve) casi como un autómata, pero no sabemos lo que piensa, lo que siente, más allá de sufrir en silencio. Padece, pero ¿reflexiona? Una chica que fue lo suficientemente pizpireta como para ligarse ella, porque yo lo digo, mira papá, te presento a mi futuro marido, a un don nadie… ¿no se rebela?

Y precisamente por eso, el final con su redoble de atabales no me convence del todo. No estoy diciendo que no sea realista: es realista. Podría ocurrir. Pero no es imprescindible. También podría ocurrir lo contrario. En Marruecos. Hay otras sociedades, de Palestina a Yemen, donde no podría ocurrir lo contrario, donde el honor de la mujer se paga en sangre siempre. Marruecos, en cambio, es un país donde los cuernos nunca son más largos que la imaginación, ni más gruesos que la chequera. Especialmente no en la clase social de Sarah Chorafa Ikker. Cuando Fatéma Oufkir, hija de esa misma clase, casada con un general al que en todo Marruecos, y especialmente en el Rif, recuerdan como un hombre de acción fiero y despiadado, se ligó a un joven oficial de las Fuerzas Armadas y se fugaba con él cada dos por tres por hoteles de playa, con el romance convertido en la comidilla del Reino entero, el general Oufkir castigó a su rival, así lo cuenta Fatéma en su autobiografía, destinándolo a cuarteles lejanos, para que le costara más horas de autobús quitarle la esposa un fin de semana. Hasta que ella se cansó y volvió al redil. No ardió Troya.

La deshonra de Sarah Ikker (Alianza, 2020) | Yasmina Khadra | 244 páginas | 218 euros | Traducción: Wenceslao-Carlos Lozano

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