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Los infelices

La familia Wittgenstein

Alexander Waugh
Lumen, 2009
ISBN: 9788426417176
483 paginas
24.90 €

Traducción de Gerardo Páez Irrazí.

Luis Manuel Ruiz

En 1938, Ludwig Wittgenstein paseaba con su amigo Theodore Redpath por los prados esmeralda de Cambridge cuando prorrumpió en una de esas preguntas cargadas y amartilladas con que solía desarmar a sus interlocutores. “¿Ha sufrido usted alguna tragedia en su vida?”, interrogó. Redpath, para ganar tiempo, le pidió que fuera más específico y que concretara lo que entendía por tragedia. Ludwig respondió sin vacilar: “No me refiero a la muerte de tu abuela a los ochenta y cinco años… Me refiero a suicidios, episodios de locura o disputas familiares”. Él sabía bien de lo que hablaba: según su definición, la suya había sido una familia trágica en todo punto, casi respetando un guión, apurando cada variante de desgracia como para que ninguna de ellas quedara sin tantear. Este volumen de Alexander Waugh sobre la genealogía de uno de los filósofos más famosos (que no populares) del siglo XX nos hunde a muchos de sus admiradores en un estado que bordea a la vez la perplejidad y el tedio, esa clase de suficiencia tonta que hace al alumno desoír las lecciones porque conoce el soniquete de cada encabezamiento. A lo largo de desaforadas biografías que se detenían con morosidad en sus excentricidades sexuales o en sus raptos místicos, nos forjamos la imagen de un filósofo único, arrastrado por sus tormentos, al que una combinación de rigorismo moral e ideas fijas había convertido en una especie de mesías consagrado al cálculo y la lógica. Pero Waugh nos demuestra que el Ludwig maníaco, el obseso de la muerte, el violento sin causa, el músico, el pensador brillante, el nido de contradicciones, no era más que la pieza de una máquina mayor y mucho más terrible, su propia familia.
La crónica de los Wittgenstein podría servir de ejemplo perfecto a todos quienes afirman que el carácter es cuestión de genética. Igualmente, podría usarse con la misma fortuna por quienes defienden que el carácter es cuestión de educación. Durante toda su existencia, Ludwig merodeó el proyecto de suicidarse; si no lo llevó a cabo fue por cuestiones, quizá, de intendencia o inoportunidad. El suicidio era una vieja tradición familiar que no habría tomado desprevenida a su pobre madre. Tres de sus hermanos mayores, Hans, Kurt y Rudi, lo habían practicado con éxito mediante pistolas y veneno y lo mismo una tía remota que fue encontrada descomponiéndose en su dormitorio. Otra constante del temperamento de Ludwig era la inestabilidad: acosado por fantasmas perpetuos, se hizo soldado para morir en las trincheras, se convirtió en maestro rural, renunció a su fortuna, se enemistó constantemente con personas a las que había jurado amistad eterna. En esto también se le habían adelantado sus hermanos: Kurt padeció un infantilismo congénito que abrumaba a sus padres, Gretl saltaba de las fiestas de sociedad a los hospitales del Ejército de Salvación, y Paul, el otro gran protagonista de la saga, podía enzarzarse en una discusión a golpes con cualquiera por el mero motivo de un adjetivo mal escogido. Los múltiples trastornos que asolaron la vida de esta gran estirpe vienesa de finales del siglo XIX y principios del XX (perteneciente al mismo tronco de los Zweig y los Hoffmansthal) admiten, repito, ser explicados tanto desde el punto de vista del genotipo como desde el del fenotipo. Los partidarios de la genética encontrarán que tal acumulación de suicidas, perturbados, homosexuales y genios apunta forzosamente en la dirección de una doble hélice; los partidarios de la educación centrarán su atención en la figura del patriarca, el industrial del acero Karl Wittgenstein, que amasó una fortuna capaz de competir sin desdoro con la de los Guggenheim y Rockefeller del otro lado del océano y que sometió a sus hijos a una instrucción donde la frialdad, la reserva y el aislamiento eran la pauta.
Sin vacilar, este libro deliciosamente deprimente recorre paso a paso todas las estaciones del declive de los Wittgenstein: desde su relumbrón en los años de los valses de Strauss hasta la demolición de su palacete en la Alleegasse durante los bombardeos norteamericanos de Viena. En medio quedan los retratos de la sufrida Hermine, incapaz de fundar un hogar propio pese a desearlo con todos sus arrestos por no poder traducir sus sentimientos en gestos ni palabras; de Gretl, bondadosa y estúpida, casada con un hombre fuera de sí y madre de dos tarambanas que se emborrachaban diariamente con champán; de Helene, quizás el único personaje común y corriente de esta historia, que mereció esa vida opaca que todos deploramos pero que a todos nos tranquiliza. Y sobre todo, claro está, de Ludwig y su hermano mayor y némesis, Paul Wittgenstein, el pianista manco más famoso de todos los tiempos, obcecado en convertirse en concertista a pesar de que un balazo le destrozó el brazo derecho durante una carga de caballería en la Primera Guerra Mundial. En este contexto, la cita de Tolstoi se ha vuelto de rigor: si todas las familias felices se parecen, las desgraciadas lo son cada una a su modo. Salvo los Wittgenstein, que lo fueron de todos los modos posibles.

admin

Un comentario

  1. Imposible no leerlo! Tendré que quitarme la duda y saber si mi familia corrió mejor suerte que la de los Wittgenstein.. Trataré de conseguirlo y saborear las mieles de este libro «deliciosamente deprimente»
    Saludos y gracias por la recomendación!
    Sandra

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