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Los momentos fugaces

A veces uno se enfrenta, por ejemplo, al desagrado que le produce la visión de un jarrón cuyas flores se han secado, pero es incapaz de arreglarlo y, por mucho que le incomode,el sentimiento no llega a traducirse en el acto de deshacerse de ellas.

CAROLINA EXTREMERA | Es posible que la escena más reveladora de Las horas, ese maravilloso libro de Michael Cunningham, sea el momento en el que Clarissa se da cuenta de que todos aquellos instantes en los que ha sentido que la felicidad estaba a punto de comenzar, esos cosquilleantes preludios, no eran sino la propia felicidad y que detrás de ellos no había algo mejor. Yo leí este libro después de ver su magnífica adaptación al cine – donde también aparece este importante detalle – y era muy joven. Creo que entonces pensé que el escritor quería transmitir cierta decepción al mostrarnos la idea de una anticipación que no lleva a ningún hecho especial, pero ahora ya no estoy tan segura. Tal vez pretendía valorar los momentos concretos por lo que son, acentuar el presente y, dentro de este presente, hacernos buscar los instantes luminosos.

¿Existe algo que podríamos llamar “literatura de instantes”? Si existiera, desde luego en ella estaría Cunningham. También me viene a la cabeza, sin demasiada reflexión, Katherine Mansfield. Relatos como Preludio o En la bahía están llenos de instantes de belleza que no significan más que lo que se lee en ellos: algo hermoso está sucediendo y está sucediendo ahora. Y luego está el concepto japonés de presente, más relacionado con el sentimiento zen, como los poemas de Bashō o los Pensamientos desde mi cabaña de Kamo no Chōmei. Sin embargo, al leer Días de invierno de Kajii Motojirō, lo he visto más unido a Katherine Mansfield en su escritura que a sus compatriotas. Por supuesto, no se puede obviar su procedencia, el folclore del que bebe y la tradición de su país, que influyen mucho en su escritura, pero hay una corriente por debajo de todo eso que lo une con la escritora neozelandesa en su forma de expresarse y en lo que elije representar.

A veces, me gusta fingir que todo encaja. Hagamos de esta reseña una de esas veces. Les diré cuál es el vínculo entre Mansfield y Kajii Motojirō, el que les hace tener una visión tan parecida: ambos estaban enfermos de tuberculosis. El escritor japonés murió en 1932, con treinta y un años, y ella en 1923, con treinta y cinco. En su diario, la autora cuenta que una sábana sobre su cuerpo le produce un peso insoportable sobre los pulmones. Escribe Motojirō en el relato El limón: “no hacía nada para tratar la inflamación de mis pulmones y por eso tenía una fiebre constante”. En Lodazal dice: “Debía haber transcurrido una semana desde que dejé de escribir. En ese espacio de tiempo mi vida se había transformado en algo sin estímulos, sin equilibrio”. Mansfield en su diario, paralelamente, maldice los días en los que no escribe, pide más tiempo de salud para poder realizar lo único que de verdad desea.

En los años veinte, la época en la que Motojirō publica todas sus historias, había un fuerte debate entre los escritores japoneses. Todos estaban de acuerdo en que las letras niponas debían reinventarse, pero unos abogaban por el naturalismo más japonés, otros por una literatura de influencia marxista y otros intentaban crear un estilo basado en la primera persona, narrada siempre desde el punto de vista completamente subjetivo del protagonista. Da la sensación de que Motojirō no se decide por ninguna de las opciones y juega con todas ellas, tal vez por lo joven que era cuando produjo su obra.

Todos los relatos que componen Días de invierno tienen un fuerte componente autobiográfico y cada uno de ellos está narrado en primera persona y muestra a un protagonista enfermo, debilitado y con dificultades respiratorias. Además, hay una subjetividad clara en el narrador, siempre de humor cambiante, que pasa de la contemplación arrobada de la belleza al pánico en un instante. Por ejemplo, en Bajo los cerezos, leemos: “¡Bajo los cerezos hay cadáveres enterrados! No sé cómo han llegado los cadáveres a mi imaginación, pero ahora forman un todo con los cerezos y ya no consigo separarlos, aunque sacuda la cabeza. Sea como sea, me asiste el mismo derecho que al populacho de sentarme bajo ellos para beber y celebrar su floración”. Sin embargo, también muestran cierta inquietud por los problemas sociales y una gran influencia del folclore y la estética japonesa. Por ejemplo, utiliza el motivo del doppleganger, muy presente en las leyendas medievales de su país y también reivindica la irregularidad de los tejidos, su imperfección, o el interés de las luces indirectas en párrafos que podrían salir de la pluma de Tanizaki.

“¿Por qué ha de ser tan bello un instante tan fugaz?”, piensa Takashi, el protagonista del relato que da nombre al libro. Esa frase podría ser el resumen del espíritu que recorre la escritura de Motojirō y la razón por la que su lectura me ha resultado tan hermosa y me ha calado tanto.

De regreso a casa me puse a escribir. No tenía claro si debía hacerlo sobre los sentimientos que se despertaron en mí al resbalar sin control o si no escribir más sobre mí. Lo más probable es que debía hacer ambas cosas. De regreso a casa abrí la cartera y encontré dentro un trozo de barro. No entendía cómo había llegado ahí, pero lo cierto es que había malogrado los libros.

Días de invierno (Gallo Nero, 2020)| Kajii Motojirō| Traductores: Yoko Ogihara y Fernando Cordobés |160 páginas| 18€

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