Todo lo que hay
James Salter
Salamandra, 2014
ISBN: 978-84-9838-573-1
384 páginas
20 €
Traducción de Eduardo Jordá
Coradino Vega
Que ahora parezca que a todo el mundo le haya dado por Salter, y que la crítica se rinda a sus pies de manera unánime, no es garantía de nada lo mismo que cuando era casi un desconocido y sus libros apenas se leían en España. Que una cosa guste a mucha gente, o a muy poca, o entusiasme a la crítica o sea denostada por ella, no debería condicionar, pero vaya si condiciona. No es cuestión de incurrir en el esnobismo de contradecir a la mayoría porque sí, o de defender lo minoritario como salvaguarda de una esencia u otra; de lo que se trata es de intentar leer sin prejuicios, sin tendencias de gusto preconcebidas, o sea, de algo imposible en los tiempos que corren y, más aún, en casos como el lanzamiento de Todo lo que hay, la primera novela de James Salter en treinta años. Quienes estén más o menos familiarizados con su obra encontrarán en ella el mismo estilo transparente, engañosamente limpio, incluso más despojado de metáforas y aditamentos literarios que en otras ocasiones; la misma sensación de que falta un hilo conductor, un propósito narrativo; el mismo dominio de la elipsis; la misma atención por lo íntimo, por lo velado, por el sexo de un modo aquí incluso más exacerbado. Y quienes no hayan leído nada de Salter antes se encontrarán con un escritor de mimbres clásicos, de lectura apacible, que aun cuando narra la tragedia huye del ensañamiento, del dolor; que parece concebir la literatura como un medio para aportar paz al alma humana. La pregunta sin embargo es la misma: ¿está Todo lo que hay a la altura de lo que se ha dicho? O formulada desde otro prisma aplicable a cualquier obra del autor que sea: ¿se corresponden las intenciones con su realización concreta?
El primer capítulo de Todo lo que hay narra la batalla naval de Okinawa en la que participa Philip Bowman, un joven oficial de marina que, tras finalizar la Segunda Guerra Mundial, regresa a casa y decide estudiar en Harvard. Se trata de una escena aparentemente deslucida, como desfocalizada, a la que le falta épica, vigor, en contraste con el triunfalismo norteamericano a la hora de convertir en ficción sus hitos militares, y del que algo queda sin embargo, de modo implícito, en la recreación de Salter. Será el primer y último contacto con el contexto histórico en el que transcurre la novela, pues a partir de ese momento éste se convertirá en mero decorado, sin otra relevancia que la de señalar un paso del tiempo que, a mi juicio, no queda bien resuelto, narrativamente claro. En las ficciones de Salter no hay conflicto público; al respecto, por no haber, no hay ni pobres: sus personajes son de extracción acomodada, elegantes y distinguidos, con hábitos no muy distintos de los del último Woody Allen. Al socaire de la atmósfera de euforia que se impuso en Estados Unidos después de la guerra, de ese optimismo, Bowman encuentra empleo en una pequeña editorial de Nueva York con cierto prestigio. Y a partir de ahí lo que se suceden son los días de vino y rosas de una vida, con sus desengaños y traiciones, pero en los que el canto a una felicidad serena, repleta de placer terrenal, prepondera sobre otras consideraciones. Evidentemente no se le puede exigir a nadie que su literatura se comprometa; lo político no tiene por qué ser un criterio de descalificación (en ningún momento pretendo hacer de Caballero Bonald, como diría mi querido José María Moraga); pero cuando su soslayo es tan flagrante y deliberado, esa misma omisión pasa a ser un acto político muchísimo más obsceno, en mi opinión, que la interminable relación de polvos que aparecen en esta novela. Y eso se llama literatura de evasión, con todos mis respetos por la literatura que persiga ese propósito; de hecho, me resulta aún más evasiva que una novela que transcurra en Honolulu o en la Edad Media. Porque centrarse sólo en las tribulaciones intimistas y en el glamur de unos personajes tan afortunados es otra forma de falseamiento. Alguien podría comparar a Salter, en este punto, con Scott Fitzgerald, pero en El gran Gatsby no sólo está el esplendor; también se palpa su reverso.
Como es natural, la intención de Salter a la hora de escribir Todo lo que hay no busca probar nada, quizás ni siquiera tenga un propósito si se entiende que la vida tampoco tiene propósitos. Desde el epígrafe con el que se abre, parece claro que lo que centra la atención de su autor es conservar la memoria de una vida por escrito, evocar la emoción de las cosas y hacerla real, registrar las impresiones de lo que fue para que no se quede sólo en un sueño. De ahí su estructura un tanto deslavazada, como dejándose llevar al igual que fluye la vida; de ahí que las cosas se cuenten como a retazos, como un inmenso ‘collage’ de relatos cortos, en el que las omisiones conviven con el desarrollo de biografías casi completas, lo grande con lo pequeño; de ahí el detenimiento laborioso en las descripciones; de ahí también, quizás, las junturas un poco al descubierto, como si la intención de Salter pasara menos por redondear una estructura global que por captar las intermitencias del corazón o el despliegue de las posibilidades del mundo. Si la grandeza de la literatura consiste en poder vivir la vida de otro, Salter desde luego consigue que nos metamos en la piel de un protagonista que tiene cierto parecido en cuanto a machadas con algunos personajes masculinos de Philip Roth o con Donald Draper. Su prosa, por lo general, es excelente, primorosa; la técnica y el oficio, envidiables; la capacidad de plasmar mediante una instantánea todo un estado de ánimo o tensión emocional o verdad íntima, admirable. A la hora de escribir bien, hay mucho que aprender de Salter. Me gusta su estilo, me gusta su naturalidad, su falta de megalomanía, su apuesta por lo que de bueno tiene la vida. Y sin embargo, sigue habiendo en Todo lo que hay demasiados detalles, demasiadas cosas que me impiden disfrutarla, o admirar a su autor, sin ninguna reserva.
En el capítulo número doce, titulado “España”, todo lo que de sencillo y hondo pueda tener el estilo de Salter se vuelve artificial, innecesariamente explicativo, incluso recargado por momentos, de una poesía inflamada y hueca. Su visión de nuestro país está tan lastrada de tópicos folclóricos, imprecisiones, cursilería y pintoresquismo inverosímil como la postal de un guiri con una imagen del barrio de Santa Cruz de Sevilla. La impresión de vida por tanto se vuelve falsa. La pérdida de sutileza, como cuando se refiere también a Italia o a París, priva al relato de misterio y mordacidad, hasta de la alegría que tanto se afana por remarcar explícitamente. Ocurre igual cuando se refiere a algún personaje conocido, como Lorca o Apollinaire, a quien se presenta como “el poeta gravemente herido en la Primera Guerra Mundial”: son explicaciones que sólo parecen, de forma burda, obtener el favor del gran público. De ahí que el acontecimiento literario con el que se anuncia la aparición de esta novela debiera ser entendido como la inesperada vuelta de un buen escritor que parecía que ya no iba a publicar más libros, y no como la constatación de su obra maestra. Un buen escritor, sin duda, para quienes gusten de una lectura placentera dotada de una pátina de calidad; que muestre el lado agradable de la vida; que prefiera contarnos lo que sucede en una habitación de hotel, o en una alcoba de matrimonio, cuando se cierra la puerta. Que tanta gente haya alabado Todo lo que hay dice más del nivel de hartazgo que se haya podido alcanzar con tanto experimentalismo vacuo, de cierta necesidad de que nos sigan contando ficciones de modo clásico, o incluso del mucho hastío que puede producir una literatura impregnada de pensamiento crítico que siga hurgando en las esquinas de la realidad y la conciencia, que de la novela misma. Porque, en mi opinión, Todo lo que hay es una obra irregular, con tantos logros como resultados cuestionables: eso que quienes se toman la pereza de desdeñar en conjunto una novela, sin apreciación del valor que supone escribirla ni de la facilidad del desprecio, llamarían “una obra fallida” desde su típica suficiencia. Yo me quedo con la búsqueda que hay en ella de una plenitud que nada tenga que ver con el trabajo, la religión o la familia; con el desconcierto de a quien después de haber vivido tanto, y tan bien, cuando le piden que mencione el momento más relevante de su vida, sólo se le ocurre decir que la guerra.
Una reseña excelente, caballero. Sólo he leído de Salter Años Luz, que creo que pasa por su obra maestra. Y se pueden aplicar todos los peros que citas de este libro, excepto esas escapadas “turísticas”, porque el libro apenas abandona los Estados Unidos. Y sin embargo, me pareció una gran novela, debido a la enorme fuerza y plasticidad del lenguaje –donde, por cierto, se ve una gran influencia de Hemingway-, junto a una estructura “sinfónica”, que no sé si también utiliza en esta obra de la que hablas.
Gracias, Martínez Ros. ¿Tú crees? Yo a Salter no le noto tanto la dureza áspera, vigorosa y seca de Hemingway; su estilo es más delicado en su austeridad, me parece a mí, más refinado en su sencillez, más elegante, ¿no? Tampoco le veo mucha épica ni casi ningún cinismo… Su sutileza va por otro lado. Y en cuanto a la estructura, en esta novela sería más como de sinfonía del siglo XX, asimétrica en sus tiempos y motivos, sin desenlace, como de Ives, Britten o Sibelius.
A mí si hay algo en Salter que me recuerda a Hemingway, desde luego no la épica ni la dureza, claro, pero si esa forma de estructurar la novela como una serie de fragmentos o leiv motivs, el modo en que las descripciones aparentemente indiferentes de paisajes o lugares se impregnan de estados anímicos y ese tono que parece celebrar los placeres vitales, mientras que en el fondo trasluce un profundo nihilismo… En cualquier caso, creo que estamos de acuerdo los dos en que es un escritor más interesante por cómo cuenta que por lo que cuenta en si. ¡Saludos!