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Lucios de Bohemia

12028775_1261103910582209_5085988316890658864_oJOSÉ MARÍA MORAGA | De todos es sabido que el humor es una formidable manera de enfrentarse a los horrores, léase guerra, deportación, exterminio, penuria física o cualesquiera apocalípticos jinetes la hijadeputa diosa Fortuna tenga a bien lanzar en la dirección de uno. Cumplida muestra de esta paradoja nos ha quedado en todas las artes desde todas las épocas, pero si nos circunscribimos al siglo XX y sus tragedias en el ámbito de Mitteleuropa, siempre me vienen a la mente Charles Chaplin, Jaroslav Hašek y Kurt Vonnegut como ejemplos señeros. Son las “Tierras de sangre”, como las bautizó Timothy Snyder, a las que nunca faltaron sus cómicos. Dentro de este obsoleto mapa de hace más de setenta años siempre me llamó la atención el rimbombante Imperio austrohúngaro (que tantas alegrías dio a nuestro García Berlanga) y sus posteriores hijos fruto del despiece tras la primera de las guerras mundiales. Me refiero -por supuesto- a Austria y Hungría pero también a lo que fueron o son partes de Checoslovaquia, Yugoslavia, Rumanía, Polonia y más. No extrañe al lector que cite estados que hace años dejaron de existir: yo también fui a EGB y en mi cabeza esos países serán siempre esos países (por no nombrar a la URSS, que también sacó tajada del antiguo imperio en su momento).

Pero os he mentido: ya en 1993 el afamado estadista Fran G. Matute lucía orgulloso una camiseta en la que se veía el mapa de Checoslovaquia partiéndose en dos mediante una cremallera: eran la República Checa y Eslovaquia, países nuevos para nosotros entonces, pero que en realidad nacían viejos. Es precisamente de la República Checa de lo que quiero hablar aquí; de cómo sus escritores más conocidos en lengua checa (apartemos a Herr Kafka del lote) son también fantásticos humoristas, pero no bufones ni chistosos descerebrados sino del tipo reflexivo al que hacía alusión en el primer párrafo. De esos que te agarran por la garganta cuando te estás descojonando de un párrafo y se te hiela la sonrisa en la cara al recordar que estás leyendo sobre una masacre. El precursor fue Jaroslav Hašek, cuyo hilarante libro El buen soldado Švejk (1920-23) es la mejor sátira sobre la guerra que he leído nunca. Después vinieron Bohumil Hrabal y sus Trenes rigurosamente vigilados (1964) o Yo serví al rey de Inglaterra (1971), donde el telón de fondo de la ocupación nazi de Checoslovaquia es levantado para dejar al descubierto las vergüenzas de la Historia. Porque la Historia ha sido cruel y mala con esa bellísima y nobilísima tierra que fue Checoslovaquia y en concreto con su región más conocida: Bohemia (la del escándalo, la del cristal, la de la rapsodia).

Si al lector le interesan las infamias que el III Reich cometió con Checoslovaquia, el ‘bullying’ diplomático al que la sometió en 1938 so pretexto de las minorías germanas irredentas, su desmembración y posterior ocupación nazi en 1939, la aquiescencia cuando no connivencia de las potencias occidentales que facilitó que el país se echara en brazos del comunismo tras su liberación por parte del Ejército Rojo y demás lindezas, la bibliografía y filmografía son amplias. Baste recordar aquí la autoficción HHhH (2011), que admirablemente hilvanó Laurent Binet acerca del asesinato de Reinhard Heydrich, ‘Reichsprotektor’ de Bohemia-Moravia en 1942. El libro que me ocupa en esta reseña no es de historia, ni siquiera es de guerra: es un libro de relatos autobiográficos sobre pesca ambientado en Bohemia.

En la estirpe de Hašek y Hrabal aparece Ota Pavel (nombre real Otto Popper, 1930-1973), un autor menor pero al que sería una injusticia ignorar. Tiene en común con sus compatriotas el carácter episódico de sus obras y ese tono entre despistado y lúcido que tanto conviene al humor negro utilizado como antídoto. Si el niño, el borracho y el loco siempre dicen la verdad, entonces Ota Pavel nos la dirá por partida doble, pues en su colección de relatos Carpas para la Wehrmacht nos presenta nueve viñetas de su infancia, escritas precisamente en una institución psiquiátrica. En efecto, Pavel -periodista deportivo de éxito- tuvo un brote psicótico mientras andaba cubriendo las Olimpiadas de invierno en Innsbruck (1964) y utilizó la escritura como terapia, pero esto es algo ajeno al libro, completamente irrelevante salvo para quien sienta curiosidad sobre el autor. Carpas para la Wehrmacht es ni más ni menos que una especie de autobiografía sentimental pero con un narrador heterodiegético, es decir, no cuenta su propia historia aunque participara en los hechos narrados. ¿Y de quién es la historia que se cuenta, entonces? De Leo Popper, judío checo, vendedor ambulante y padre de Ota Pavel (tras la invasión y el Holocausto, la familia se cambió el nombre por otro más patriótico para abjurar de cualquier tufo germánico). Este señor Popper, hilo conductor y protagonista de todos los relatos, es una maravillosa figura cómica que queda perfectamente descrita y caracterizada a través de sus acciones, que su hijo narra con el beneficio del paso del tiempo, siempre desde una guasa respetuosa que conviene mucho a la serie de absurdeces que aparecen en el libro.

Los relatos cubren el periodo de la infancia del autor, que va desde 1938 a la segunda posguerra mundial, lo cual permite imbricar anécdotas familiares en el gran tapiz de los hechos históricos de Bohemia, a veces terribles. Así, la invasión del Reich supone para la familia una molestia porque deben abandonar su lugar de vacaciones. La deportación a campos del padre y los hermanos de Ota (él se libró, por no estar circuncidado debido a un descuido paterno) se vive como la preparación familiar para un largo viaje, las primeras elecciones que ganaron los comunistas en 1946 se convierten en una absurda carrera de atletismo por Praga, todo con un desparpajo y una ligereza dignos del mejor Groucho Marx de Groucho y yo. Entremetidas, historias desopilantes sobre la venta ambulante (Leo Popper vende aspiradoras Electrolux en aldeas donde no hay electricidad, o tiras matamoscas inservibles) o la cría de animales bajo la burocracia comunista y sobre todo sobre la pesca, la gran pasión familiar. Lucios, bremas, percas, carpas y todo tipo de peces de agua dulce van desfilando por el libro a medida que el padre y la familia (el inolvidable tío Prošek) los van criando en estanques o pescando en ríos, a veces burlando las prohibiciones impuestas por el Reich. Por cierto que, en relación al título, nadie se espere aventuras bélicas. “Carpas para la Wehrmacht” es el llamativo nombre de uno de los relatos, pero quede el lector avisado de que nadie de la Wehrmacht pesca carpas, en todo caso las SS, y así y todo la referencia está traída por los pelos.

Pesca, humor, familia y relatos serían también los hilos conductores de la siguiente obra de Pavel, Cómo llegué a conocer a los peces (Sajalín, 2012; original de 1974), libro que ya no llegó a ver publicado pues murió de un infarto el año antes, y fue enterrado en el cementerio judío de Praga junto con su inolvidable padre, el simpático caradura inventor “del tebeo”, campeón del mundo de ventas de aspiradoras y pescador cuando le dejaban, porque, como le dijo el alcalde de su pueblo justo al principio de la ocupación, “¿desde cuándo un judío puede criar carpas?”.

Carpas para la Wehrmacht (Sajalín, 2015), de Ota Pavel | 125 páginas | 14 € | Traducción de Kepa Uharte | Epílogo de Mariusz Szczygiel

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