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Lugares recónditos

ANA BELÉN MARTÍNEZ | Paul Blick, el personaje principal de la novela Una vida francesa de Jean-Paul Dubois (Toulouse, 1950), se dedica a fotografiar árboles. Blick los dota de personalidad y reflexiona de un modo bello acerca de sus formas: «Estaban los que se tomaban las cosas a la ligera, dispuestos a irse a paseo con el primer viento. Los austeros, acostumbrados a suelos pobres y al ahorro de haberes. Los inamovibles, verdaderas fortificaciones vegetales clavadas al suelo hasta el reino de los muertos. Los acaudalados, hijos de tierras ricas, rebosantes de verdor, que extendían su rico manto. Los soñadores, de cuerpo delgado, tan ajenos a este mundo y con la cabeza siempre en los cielos…». Muchos árboles, al igual que los que fotografía el personaje de Dubois, terminan convertidos en papel. Páginas y páginas que dan fe de la constancia de los días, como ocurre con los diarios: justificantes de vida, certificados de sinceridad. Los diarios son como los árboles, cada uno posee su identidad propia.

Begoña Méndez (Palma, 1976) confiesa en Heridas abiertas (WunderKammer, 2020), que durante una época de insomnio y solipsismo, recurrió a los collages como una ventana de salvación donde lanzar piedras cargadas de gritos y miedo. Al cuaderno de collages lo tituló diario gráfico, pero no le bastaron los trozos de imágenes en los que reflejar su yo. Necesitó «escuchar la voz de otras mujeres» para continuar su reparación interior. Encontró en sus palabras, lo que ella no lograba pronunciar. Heridas abiertas es un breve ensayo sobre los diarios íntimos de diez autoras, a saber: Santa Teresa, Soledad Acosta, Zenobia Camprubí, Teresa Wilms Montt, Lily Íñiguez, Marga Gil Roësset, Idea Vilariño, Susan Sontag, Alejandra Pizarnik y Mariana Eva Perez. Diez mujeres que hallaron en la escritura diarística una vía de escape creativa frente a la soledad, la incomprensión y la falta de libertad. Un medio de expresión que refleja la sociedad de su tiempo y una estética literaria.

«Escribir un diario es asumir la vida como contienda, aceptarse como cuerpo extraño, rechazar la piel como límite y querer traspasarla. Escribir un diario significa (…) exhibirse tras una vidriera», señala Méndez en una interesante introducción en la que repasa la historia del diario como género literario. En los capítulos posteriores, entra de lleno en cada una de las autoras. Nos pone en antecedente en cuanto a aspectos biográficos y obras, mediante un recorrido temporal que abarca desde el S.XVI hasta nuestros días. Observamos, entonces, la diversidad de la naturaleza en cada uno de los diarios. Hay diarios secretos, otros escritos bajo la supervisión del esposo, la Iglesia o la madre, los que curan, los que escuecen y ayudan al vómito de la angustia, o los que proporcionan oxígeno frente al encierro opresivo. Santa Teresa (1515-1582) logra separar en Libro de la Vida el goce místico de lo lujurioso en un escenario de devotos. Zenobia Camprurí (1887-1956) escribía en dos diarios: el que leía su madre y otro oculto. Teresa Wilms (1893-1921) y Marga Gil Roësset (1908-1932), dos suicidas con diarios llenos de belleza poética. Idea Vilariño, «la suicida que jamás se mató», y que como Pizarnik, consideró que la literatura y la vida eran una misma esencia. Susan Sontag para quien la vida era una agresión y el uso de la palabra una ametralladora: «escribo porque quiero ser ese personaje, una escritora». ¿Y qué hay del diario de Mariana Eva (Buenos Aires, 1977)? La hija de desaparecidos para quien las páginas de un diario se convierte en una terapia y una forma de combatir la injusticia del olvido.

La autora de Heridas abiertas es licenciada en Lingüística General y en Filología Hispánica, ejerce de profesora de lengua y literatura y colabora en revistas culturales. Su tono en este ensayo es profundo y el lenguaje, en ocasiones, lírico. Le duelen sus creadoras y empatiza sobremanera con los retratos femeninos que compone y las tragedias que encierran. «Escribir a pesar de todo», apunta Sara Mesa (Madrid, 1976) —en un artículo publicado recientemente en El País— al referirse a la idea de si es posible escribir en épocas de confinamiento. La madrileña es categórica en cuanto al acto de escribir pese a la crudeza de las circunstancias. Propone como ejemplo a Agota Kristof (1935-2011) —la autora del impactante libro El gran cuaderno—quien escribía por las noches tras un día agotador de trabajo en una fábrica, en la que no hablaba con nadie y después de acostar a los niños y terminar de hacer las cosas de la casa. «Hace falta seguir creyendo en lo que se creía», dice Sara Mesa. Las autoras de Heridas abiertas lo hacen, escriben aunque la vida y la libertad duelan y se paren en seco.

La historia no ha sido generosa ni justa con las mujeres creadoras. Este libro rescata a algunas de ellas, las recuerda y coloca en el lugar que les corresponde. Mujeres escritoras que se rebelaron y plantaron semillas de insumisión e independencia aún con el viento en contra. Cada diario suyo es un árbol que muestra la savia que circulaba en cada una de ellas. Árboles que crecieron a pesar de los temporales. Begoña Méndez se detiene a fotografiarlos con este ensayo, como hace Paul Blick en Una vida francesa, para examinar la historia del diario desde otra óptica, y a esas mujeres “libres” y sus lugares recónditos.

«Una mujer sola ubica su escritura en el lugar recóndito de la herida abierta: he aquí el nacimiento de un diario íntimo».

Heridas abiertas (WunderKammer, 2020) | Begoña Méndez | 128 páginas | 12 euros

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