Una vida llena de agujeros
Driss ben Hamed Charhadi
Capitán Swing, 2012
ISBN: 978-84-9398-277-5
328 páginas
20 €
Traducción de Javier Talayero
Transcripción y prólogo de Paul Bowles
Ilya U. Topper
En épocas, en Marruecos no se comía más que un tipo de mermelada, y era la de albaricoque de la marca Aïcha, vendida en latas de un kilo, con el eslogan: fruta pura, azúcar puro. No había tienda de pueblo, por recóndito que fuera, donde no se encontraban las latas Aïcha de albaricoque.
Cuando U. me dio el libro de Paul Bowles Una vida llena de agujeros -corrían los últimos ochenta y se había editado en Alemania bajo el título, más certero en su reinterpretación de la palabra inglesa ‘holes’, de Una vida llena de trampillas– me dijo: “No es gran literatura. Ni siquiera es literatura. Pero es Marruecos, tipo albaricoque en lata”.
Creo que no se puede encontrar una definición mejor. No comparto las críticas entusiastas sobre una supuesta enorme calidad literaria que me parecen más bien un tributo a la historia marco, según la que el autor es un marroquí analfabeta, que narraba esta historia a Bowles, quien la grabó y la tradujo. De hecho, U. se inclinaba a considerar a Bowles como autor (¿no es autor quien «escribe» un libro?). Y prácticamente todo lo que sabemos sobre Driss ben Hamed Charhadi que figura en la portada es lo que dice de él Bowles en el prólogo, y es prácticamente nada. En internet se encuentran algunos datos muy sueltos: su verdadero nombre, Larbi Layachi, su fecha y lugar de nacimiento (Menarbía, Rif, 1937) y el que más tarde habría emigrado a Estados Unidos. En los años ochenta publicó dos libros más, uno sobre los círculos norteamericanos de Tánger (Tennessee Williams, el propio Bowles) y una novela que recoge un ambiente muy similar al de Una vida llena de agujeros; debemos imaginar que llegaron a las editoriales siguiendo el mismo patrón.
Yo no creo, sin embargo, que Bowles haya inventado la figura y la narración de Driss ben Hamed Charhadi. Es demasiado auténtico. Es un Marruecos mucho más auténtico que el que Bowles nunca llegó a conocer (o si lo conoció, se negaba a trasmitírnoslo en sus novelas). Tiene el innegable sabor de lo vivido sin reflexión: el narrador no explica sus actos, ni los de los demás: los constata. No asume en ningún momento que robar alambre de cobre de un almacén es un delito y como tal moralmente reprobable, pero tampoco lo justifica. En este sentido, se asemeja a una película muda.
Esta mudez tiene un extraño encanto: en una novela de Bowles (o de cualquier otro literato) en la que un joven cae en una profunda depresión porque le impiden seguir viendo a su amante, se explicaría que es mal de amores; aquí nos damos cuenta simplemente porque empieza a descuidar su vida en los párrafos posteriores a aquel en el que le dice la madre que a la chica la van a casar con Fulano. Y en una novela al uso, el lector se plantearía se creerse de verdad si este mal de amores se puede curar de hecho de un día para otro sacrificando un gallo negro sobre la tumba de determinado santo. En la narración de Charhadi no cabe la duda.
Esta frescura compensa lo que en una obra literaria sería su mayor y más evidente defecto: la falta de unos personajes presentes del principio hasta el final (excepto el propio narrador, claro, y su madre) o al menos un tema, una pregunta, una búsqueda concreta que dé cohesión al conjunto. Así, se queda en una simple autobiografía aparente, desde la infancia hasta cierto momento de juventud, pero precisamente habíamos quedado (en el prólogo) en que se trataba de hacer ficción y que los hechos narrados no tienen por qué ser reales.
Hacia el final hay cierta sensación cansina de repetición, al contar el descenso a los infiernos de un francés homosexual que se deja explotar por sus amantes-empleados, aunque la reiteración contribuye (acertadamente) al mal sabor de boca buscado. Es aquí, en estos últimos capítulos donde el autor se nos revela como parte, al fin y al cabo, de este círculo de extranjeros extraviados en Marruecos, que tan magistralmente y con tanta negrura describe Rafael Chirbes en Mimoun, aunque Charhadi observa precisamente desde el otro lado de la barandilla. Este círculo que en realidad no es Marruecos, sino su parodia orientalista, a la que no escapó nadie de la alegre muchachada de Tánger, tampoco Paul Bowles, y que a Charhadi o a su narrador le da un repelús comprensible aunque finalmente sea éste su cordón umbilical con el ámbito universal de la literatura: quien le traduce y edita es precisamente uno de ellos.
El mérito de Bowles es que nos haya presentado este Marruecos enlatado tal cual, sin aditivos ni colorantes. Fruta pura. Puede saber un poco a metal, le advertimos, pero no, no es una lata.