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Me levantaré, levantaré, levantaré

murad-ultima

Dejo atrás noches de pánico y terror

Me levantaré.

Hacia un amanecer sin temor

Me levantaré.

Los dones de mis ancestros los traigo hoy.

El sueño de los esclavos y su esperanza soy.

                                                                         Maya Angelou

ILYA U. TOPPER | Tenemos un explicable pero no siempre acertado hábito de otorgar premios a quienes han sufrido mucho, como si el hecho de haber sacado, por casualidad, papeleta en una lotería infernal conllevara un mérito, indicase necesariamente una grandeza espiritual. Y basta con asomarse a la prensa patria para ver a víctimas de una desgracia que han hecho un muy mal uso político de su condición.

Es natural que uno abra Yo seré la última con cierta aprensión: es un superventas que ha llevado a su autora, con apenas 25 años, al Premio Nobel. El de la paz, no el de la literatura. Esencialmente, por haber sufrido lo indecible. Nadia Murad (Kocho, Sinyar, norte de Iraq, 1993) vio a su familia masacrada por el Estado Islámico (Dáesh), fue vendida como esclava sexual, violada, torturada, consiguió escapar jugándose la vida, acabó exiliada en Alemania. Y abrimos este libro como lo que es: un testimonio.

Cuenta lo que ustedes ya saben que va a contar: Dáesh va arrasando este territorio del norte de Iraq, saqueando y matando en su camino a quien se lo oponga. Y a quien no se lo oponga, si tiene la religión equivocada. Huyen los chiíes, huyen los cristianos. A los yazidíes ni siquiera se les permite huir. El Dáesh los rodea, los cerca y los extermina. A conciencia.

Los yazidíes son seguidores de una religión de la que usted quizás nunca haya oído hablar. Forman parte del mosaico de confesiones monoteístas del Levante que creen todos en el mismo Dios universal, y del que usted solo conoce a los tres que juegan en primera división, judíos, cristianos y musulmanes, pero que abarca también a mandeos, alevíes, drusos, yarsan y, sí, yazidíes. Los que adoran al Ángel Pavo Real, Melek Taus, el intermediario de Dios. Fíjense en la portada del libro.

Nadia Murad – es llamativo que en la edición española no consta la coautora del libro, la periodista neoyorquina Jenna Krajeski, cuando es obvio que la narradora, bilingüe en kurdo y árabe, no podrá haber dominado el inglés tras un año en Alemania –  lo cuenta de manera llana, como la planicie al sur de la cordillera de Sinyar, pero con su perfil de montes al fondo, su estructura narrativa: primeros conoceremos el pueblo de Kocho, ahí al oeste de Mosul, con su vida en pobreza pero relativa felicidad, la de quienes poco tienen pero entre lo poco conservan motivos para la esperanza de que la vida irá mejor.

Irá mejor, de hecho, hasta que aparecen los camiones del Estado Islámico y sus metralletas. Y a partir de ahí, el libro se lee como un drama, con toda la tensión posible: usted ya sabe que la historia acabará bien – si este adjetivo aún tiene algún sentido tras un fusilamiento masivo e innúmeras violaciones – pero necesitará saber cómo acabará bien.

Pero el premio que merece Nadia Murad no es por haber estructurado bien su testimonio. Es por su sinceridad. Quizás haya dejado fluir un poco de barniz idílico sobre su adolescencia en el pueblo, quién no lo haría, pero no tergiversa su testimonio a favor de ninguna causa política y, menos, geopolítica. Acusa, sí, con dolor, el dolor de quien se ha visto defraudado por el prójimo, la actitud de gran parte de la población musulmana suní de Iraq: muchos se unieron al Dáesh voluntariamente. Comprensible como acto político tras años de sentirse humillados por los gobiernos sectarios (prochiíes) de Bagdad. Incomprensible, imperdonable, como acto humano frente a sus vecinos de toda la vida, a cuya masacre, violación, saqueo y venta asisten impasibles.

Esto es algo que no solo ocurre en Iraq, y por supuesto no solo entre musulmanes suníes. Lo hemos visto en Yugoslavia en todos los bandos. En Abjazia (donde dicen que hubo quien, acercándose las milicias propias, fusilaba a sus vecinos de toda la vida por caridad, para que no cayeran vivos en manos de los colegas). En Ruanda. En muchísimas guerras civiles en los que nadie podía elegir frente, porque se nace en un bando o en el otro.

Ocurre incluso entre los yazidíes. No frente a los demás: los yazidíes – una religión en la que solo se puede nacer, que no admite conversos ni extiende su fe –  solo son implacables con los propios. Ahí está la terrible escena de la lapidación pública de una chica yazidí de 17 años por parte de sus propios familiares, porque se había escapado con un amante musulmán suní. El pueblo entero la vio morir. La filmaron con los móviles. Nadie quiso salvarla.

Nadia Murad tiene el valor de contarlo, reconocerlo. Lo condena con dureza, con espanto, con dolor. Quizás el caso fuera algo excepcional, pensamos en ese momento. Pero no es así. Nadia Murad tiene el valor de contarnos, también, que ella misma tuvo aprensión al llegar, por fin salvada, al Kurdistán, donde estaba su familia. ¿Correría peligro a manos de sus propios hermanos y primos, por haber perdido la virginidad, por muy violación que fuese? ¿Por haberse visto obligada, bajo amenaza de muerte, a pronunciar el credo islámico?

No, la familia de Nadia no la rechaza. Ni parece que lo hagan las demás. Las autoridades religiosas yazidíes de Lalish, el valle sagrado de los yazidíes, incluso se reunirán para aclarar en un dictamen que las esclavas sexuales del Daesh no han perdido su condición de creyentes y es obligado acogerlas de nuevo en el seno de la comunidad. Menos mal, suspira uno. Aunque el que Nadia Murad llame este dictamen “momento de compasión” hace que uno no pueda evitar pensar la frase que los dedos se niegan a escribir sobre el teclado: pese a no conocer abayas negras ni demás parafernalia integrista, pese a todo lo idílico de la vida en Kocho, en lo tocante a la virginidad y la apostasía, la religión yazidí no debe de ser tan distinta de la del Daesh.

A partir de ahí se abre otro interrogante, no solo válido para los yazidíes sino para todas las minorías religiosas – como los mandeos, por ejemplo – que no admiten conversiones, y excomulgan a quien se case fuera del colectivo. En un mundo globalizado, donde los derechos humanos incluyen la libertad del individuo, también la sexual, ¿negarse a que una persona elija libremente su pareja no equivale, a la larga, a un genosuicidio? ¿Qué pasaría si Nadia Murad, dios no lo quiera, llegase a enamorarse de un alemán?

Pero esa reflexión quedará para el futuro, tal vez para otro libro. No es algo que se pueda pedir, hoy mismo, a una superviviente de un atroz genocidio, cometido con armas automáticas. Su causa – y es justa – es conseguir que su comunidad sobreviva, se preserve. Suficiente es que en esta lucha sea capaz de mantenerse alerta frente a sus propias tradiciones patriarcales. Tiene el valor de entender, pero rechazar para sí misma, la terapia que otras ex esclavas sexuales buscaron: reconstruirse el himen para fingir, no se sabe si ante dios o ante sí mismas, que aquí no ha pasado nada.

¿Puede ser una manera de superar un trauma? Sí. Quién va a criticarlo, si ayuda a cerrar heridas. Pero Nadia Murad ha entendido que no se trata del himen. Sino de la justicia. Su lucha no es por una membrana patriarcal. Es por ver sentados en el banquillo de los acusados a quienes la violaron.

Porque este es el libro: un escrito de acusación, un clamor de justicia. Levanta el dedo acusador al Gobierno autónomo del Kurdistán iraquí que entregó a miles de yazidíes al Dáesh, para luego acoger generosamente a los supervivientes. Los peshmerga, la milicia kurda, seguramente no podrían haber defendido Kocho contra los yihadistas. Pero sí podrían haberlo evacuado en lugar de retirarse en silencio. Nada lo impedía, salvo la falta de voluntad. Y con Kocho ya cercado, y los pocos activistas emigrados removiendo Washington con Santiago, el Pentágono tampoco movió una sola aeronave para socorrer a un pueblo a punto de ser pasado por las armas. Se limitó a lanzar paquetes de comida a quienes consiguieron huir a los montes. Es como si el mundo hubiera decidido que, en aras de no se sabe qué fin geopolítico, era mejor que el Dáesh borrase a los yazidíes de la faz de la tierra.

Yo seré la última, se llama el libro. Pero el título no vaticina la desaparición del colectivo yazidí. Al contrario. Si leen el libro hasta el final, se enterarán: vaticina la victoria en una lucha tenaz en la que ya es hora que se implique la humanidad. Si hay algo así como la humanidad.

Yo seré la última (Plaza & Janés, 2017) | Nadia Murad | Traducción del inglés: Verónica Canales Medina, Laura Manero Jiménez | 366 páginas | 18,90 €

admin

3 comentarios

  1. Una vez más, Ilya U. Topper, arranca escalofríos de nuestra piel. Qué difícil su sano equilibrio entre la pasión y la razón, entre el descubrimiento antológico (los yazidíes, aquí) y la normalidad narrativa, aunque extremadamente pedagógica, del crítico. Una vez más, me quito el sombrero.

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