Charles Simic
Vaso Roto, 2013
ISBN: 978-84-15168-62-1
158 páginas
14,50 €
Edición bilingüe de Jordi Doce
Premio Pulitzer 1990
Coradino Vega
En 1941, los alemanes bombardearon Belgrado, la ciudad en la que tres años atrás había nacido Charles Simic, y durante todo el resto de la guerra el niño feliz que, pese a todo, fue Simic jugó a la guerra con avioncitos de plomo bajo el estrépito de las bombas. “Una de las ventajas de haber nacido en un lugar donde uno podía ver hombres ahorcados en los postes de las farolas mientras iba camino de la escuela es que procuras quejarte lo menos posible de la vida conforme te vas haciendo mayor”, diría con el tiempo. Y puede que esa imagen se le quedara grabada hasta tal punto en el inconsciente que incluso, cinco décadas más tarde, en este libro de poemas en prosa que escribió con la fluidez de un delirio, aparece deformada, por la mezcla de memoria a nivel profundo y onírica subjetividad con la que Simic parece interpretar el mundo, cuando habla de “sogas grasientas con lazos del tamaño de un niño”. En cierto modo son las sogas de quien ha presenciado los horrores del siglo XX. Las que le vinculan, por ejemplo, a otros transterrados como Milosz, de quien Simic dijo que, a diferencia de la mayoría de los poetas norteamericanos de su generación, cuando veía un árbol sabía que podía ser utilizado para ahorcar a alguien. Está ahí, grabado muy hondo, en alguna capa recóndita del cerebro, pero Simic no lo convertirá en un asunto esencial de su poesía. Como Todorov, es consciente de que nadie puede reclamar un estatus especial desde su condición de víctima. Hitler y Stalin, dice en sus memorias, fueron sus agentes de viajes. Su padre había abandonado el país, y el resto de la familia no se reuniría con él, en Estados Unidos, hasta diez años después, tras un periodo de pobreza en pensiones de París a la espera de la regularización de sus visados. En la escuela francesa el adolescente apátrida Simic escuchó recitar a Baudelaire y Rimbaud, y lloró delante de sus compañeros de pupitre. Luego se convertiría de pleno derecho en un ciudadano norteamericano, aficionado al béisbol y al jazz, a esos ritmos vivificantes de las ‘big bands’ que su madre y él escucharon una vez en una radio de Belgrado. La cultura popular del nuevo país se fundiría en su imaginación con el folclore de su origen. Pero jamás volvería a ceder ante el sentimentalismo, ante la nostalgia, ante ningún tipo de solemnidad. Porque cuando un poema de Simic empieza a ponerse grave, demasiado serio o rotundo, surge automáticamente la ironía, la risa un punto sardónica, el humor que muchas veces se tiñe de negro: una impasibilidad a lo Buster Keaton que encara la amenaza; la realidad misteriosa, incomprensible y absurda, acechada por el espanto.
La poesía de Charles Simic siempre tiene algo desconcertante. Sacude la lógica del lector que busca pretendidamente un significado, una utilidad, un sentido convencional a sus imágenes inconexas, descoyuntadas, tan extravagantes como los personajes que aparecen en una estrofa que, aparentemente, nada tiene que ver con la siguiente. Es una poesía rara, como de invierno, sombría en su extrañamiento pero que no renuncia a las cosas por las que merece la pena estar vivo. Dice Jordi Doce en el prólogo de este libro que, en su primera etapa, la escritura de Simic era más seca, minimalista, como cuentos infantiles en negativo, que después se vio influida sobre todo por la poesía de Vasko Popa, y que, a partir de El mundo no se acaba, se hizo más rica y pegada a la calle, como si hubiera echado raíces definitivamente en los diversos estratos de la vida americana: el medio oeste lúgubre de la Gran Depresión, con sus granjeros suicidas y sus muchachas ojerosas que sueñan con ser estrellas de la música country; las playas chillonas de Coney Island encerradas en un pisapapeles; la tintorería de un chino melancólico que espera planchando de noche el regreso de su hija. Simic registra el absurdo cotidiano por medio de sus metáforas insólitas, lo disímil e inesperado como en los collages de su admirado Joseph Cornell, la soledad enigmática de los noctámbulos de Hopper, el cine negro, los años tabernarios del jazz, y lo combina con fantasmagorías animales que tienen mucho que ver con las fulguraciones de los surrealistas. Pero, por encima de todo, El mundo no se acaba es un poemario ebrio de libertad, en el que su autor parece soltarse de todo recato, caminar sin muletas: el canto entre macabro y zumbón, la melopea ‘bop’, que se desboca en una noche de insomnio.
Por sus páginas desfilan, plagados de detalles visuales chocantes, María de Médicis, un soldado de Napoleón, gitanos que secuestran niños, Hermes, un decapitado que baja del patíbulo con la cabeza bajo el brazo, el abuelo del autor hablando con Freud, Nietzsche, una joven melancólica en un tejado de Nueva York, muchas moscas, muchas ratas, muñecos giratorios con cara de mono, máscaras de carnaval, caretas de Halloween, “la cabeza de una muñeca de porcelana centenaria arrojada por el mar a una playa gris”. Son instantáneas abstractas que de repente se trocan coloquiales, desenfadadas, de una engañosa trivialidad. Simic sabe que la realidad es demasiado compleja como para abarcarla sólo a través de su descripción objetiva y da rienda suelta a la imaginación. Su irracionalidad, que recuerda a veces al cine de David Lynch y a veces al de Kusturica, dificulta el discurso lógico y estira el poema, como una piedra decidida a flotar en el agua, hasta el filo de lo imposible. “Nunca desde que empezó el mundo ha habido tan poca luz”, escribe Simic y, en la forma que él encuentra para tratar de ver en la oscuridad, pervive la estupidez que hace seguir “a un zopenco a la guerra con un ejército de necios beatíficos”, los terrores de la Historia, “¡y todo porque hay gente que no sabe educar a sus hijos!”. Son las alegorías, como dice Martín López-Vega, de un poeta original como pocos que se resiste a escribir alegorías: no estamos tan lejos de las edades oscuras, incluso tenemos menos certezas que entonces, pero tenemos una que suple a todas aquellas: siempre podremos pasear por la orilla de una playa, tomar una copa de vino y echar un polvo.