En las reseñas de verano: cada estadista comparte con nosotros cuál es el libro más destrozado de su biblioteca y su historia oculta…
RAFAEL ROBLAS CARIDE | Los Padres Salesianos nunca se caracterizaron por ser muy desprendidos a la hora de premiar a sus alumnos. Eso lo compruebo ahora, cuando el paso de los años me permite analizar algunos hechos desde la distancia que da el haber sobrepasado la cuarentena. Sin embargo, aún recuerdo con cuánta ilusión recogí esa lejana mañana el paquetito que me dejó encima del pupitre mi señorita Ana, aquella simpatiquísima maestra de sonrisa generosa que pulió mis primeras letras. “Toma, Rafael. Esto me lo han dado para ti”.
A fe que no recuerdo a cuento de qué me daban aquella sorpresa –posiblemente una recompensa derivada de una buena acción-, aunque nunca podré olvidar cómo mis siete años desgarraron aquel rectángulo envuelto en celofán y de qué manera apareció ante mis ojos la portada más ñoña que he visto en los días de mi vida: un ideal muchacho vestido con una camisa de rayas azules que, con la mirada perdida, sostenía un libro ante un campo salpicado de ¿abetos? y de vacas.
Aunque tampoco lo recuerdo con nitidez, supongo que aquel día llegué a casa de mis abuelos con la cantinela del libro y el regalo. Imagino ahora que mi abuelo –el hombre más sabio que en mi vida he conocido- miraría con recelo aquella portada que parecía anunciar los famosos quesitos de El Caserío. Sin embargo, abandonando su periódico y quizás por no amargarle la ilusión a su nieto preferido, aquel mediodía me sonrió, limitándose luego a seguirme la corriente y a hojear conmigo aquella preciada mercancía.
El libro se llamaba Juanito. Simplemente. Así lo anunciaba su portada, utilizándose para ello una tipografía igual de horrorosa y cursi. El autor parecía ser lo de menos: un tal Juan Cassano al que se hacía mención muy de pasada en las primeras páginas interiores. Hoy la Wikipedia me indica que Giovanni Cassano (S.D.B.) fue un gerifalte salesiano que, entre otras cosas, se dedicó a escribir la biografía del Santo fundador de su orden y a dirigir El Boletín Salesiano a mediados de los felices 20. También se ve que tuvo tiempo para adaptar al público juvenil los primeros años la vida de San Juan Bosco, aquel Don Bosco del que tantas hazañas nos referían en las arengas matinales con las que el director nos recibía cada mañana en el patio, antes de entrar en las clases.
¡Y ese era mi preciado regalo! Una hagiografía facilona y sesgada, ya antigua en aquella década de los ochenta, donde la figura de Don Bosco –en el libro, Juanito– se acrecentaba cual superhéroe sagrado, acercando al joven lector hacia los valores de una bondad bobalicona que en alguna ocasión originó más de una mirada de incomprensión materna dirigida hacia aquel aprendiz de santito en que me estaba convirtiendo. (“Mamá, han roto un cristal en el patio del colegio. Yo no tiré al balón, pero voy a decirle a don Francisco que lo chuté yo, para sacrificarme por mis compañeros y que no los castiguen a todos…”).
Mas, con el paso de segundo de EGB a tercero y con la llegada de las fiestas del Patrón en el mes de enero, se descubrieron algunos enigmas. Los tiernos niños crecíamos y, al crecer, nos eran otorgados ciertos privilegios vedados a los más pequeños: “Muchachos, otro año más vamos a celebrar el concurso de preguntas y respuestas en honor a San Juan Bosco. Esperamos vuestra participación”. Y allá que nos apuntaban obligatoriamente a los empollones de todos los grupos para que, como gallos de pelea, demostráramos nuestra sapiencia en cuestiones donbosquianas. Este peculiar “Cesta y Puntos” se celebraba en el teatro del colegio y, junto a la proyección de la película de la vida del Santo, constituía en culmen de la festividad. ¿Imaginan cuál era la mina de la que se excavaban las preguntas? ¡Bingo! Aquel libro Juanito que me habían regalado años antes… quizás previendo anticipadamente mi condición de gallo de pelea.
Sin embargo, los años van pasando más rápido de lo que parece y aquellos siete pronto se multiplicaron por dos. Con la entrada en el Bachillerato se ganaban algunos galones en la Casa Salesiana. Las asignaturas aumentaban en complejidad, aparecían las niñas en el horizonte y el traslado desde el patio cuadrado hasta el patio redondo marcaba la frontera entre el niño y el adulto. Atrás quedaban los maestros de primaria… y los dichosos concursos. Por aquel tiempo también debió de quedarse injustamente olvidado en algún rincón de la casa aquel ya deteriorado ejemplar de Juanito que me había permitido conocer tantos detalles sobre la vida del admirable Don Bosco: su vocación de equilibrista, sus sueños con la Virgen, el amor de Mamá Margarita, la fidelidad de su perro El Gris, las postreras palabras en el día de su muerte…
Hoy, que Estado Crítico me pidió que escribiera unas líneas sobre el libro más manoseado de mi biblioteca, contra todo pronóstico, recordé la última vez que lo vi, hace ya algunos años, ordenando los anaqueles de mi casa de Almería. Escondida tras los imperiales volúmenes del Corominas-Pascual, aquella cursi portada envejecida me miró entonces entre pequeña y avergonzada, como sintiéndose fuera de lugar. Aquel día volví a ocultarlo en la parte trasera de la estantería con una extraña sensación de melancolía. Estoy convencido de que ha sido esa extraña nostalgia la que, por alguna razón que ignoro, me ha hecho acordarme de Juanito por encima de otros títulos más importantes en mi vida. O quizás es verdad aquello de que hay libros que, más allá de su contenido, valen por una vida entera. Sea como sea, le debía un homenaje a aquel compañero de viaje que, para bien y para mal, me acompañó durante mi infancia.
Ahora ya siento que estamos en paz.
Juanito (EDB, 1968), de Juan Cassano | 211 páginas