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Mío Cid en Irán

9788420688107ILYA U. TOPPER | Cuando yo tenía 20 años y estaba recién llegado a Cádiz desde lo que Luque Skywalker llamaría otro planeta, mis lagunas en materia de literatura española o hispana tenían naturaleza oceánica. Sin recursos para llevarme media librería a casa, ni espacio en la ídem para colocar estanterías de suficiente envergadura, e incluso sin el tiempo suficiente para pasarme días y días en la biblioteca pública, encontré la salvación en un pequeño objeto blanco que parecía haber llegado a la ciudad prácticamente el mismo día que yo: el primer tomo de la colección Alianza Cien.

Me los compré todos. Conforme salían al mercado, es decir a estanterías de librerías, kioscos de prensa, gasolineras. Todos los que fueran de autores de lengua castellana. Delibes, Borges, Cortázar, Carpentier, Paz, Martín Gaite. Me los iba leyendo en el autobús. En la cola del banco. En la esquina de la plaza, esperando a la chica. Daba igual si me acababan gustando o no: hay que conocer a los clásicos.

Por el mismo motivo, me he pedido ahora El libro de los reyes, al sacarlo Alianza en formato bolsillo, apto para sacarlo incluso en hora punta en un tranvía de Estambul. Porque al verlo en el catálogo me di cuenta, con cierto espanto, que no había leído aún a Firdusi. Un clásico de las literaturas mediterráneas durante un milenio. Una epopeya en esa lista histórica que empieza con La Ilíada pero llega a su apogeo en el siglo XIII, con las Eddas, la saga de los Nibelungos, el Parzival y el Mío Cid, precedidos todos por el Shahname, el libro de los reyes persas, que Firdusi compuso, se cree, a inicios del siglo XI.

Reyes, dice el título. Pero en realidad, los monarcas son meras comparsas en la epopeya, donde el protagonista es el fiel héroe Rostam que defiende al rey de todos sus enemigos. Con su maza, su lazo, su caballo y su mítica fuerza sobrehumana. Aun cuando el soberano, el que le toque por sucesión dinástica, no lo merezca. Un poco como en el ajedrez (jaque viene de ‘shah, sah’), donde el rey es una figura inválida y la reina (visir o ministro en persa) se encarga de los combates. En esto, tanto en su lealtad incuestionable como en su altiva consciencia de su valor, Rostam se parece enormemente al Cid.

Para un interesado en la época histórica, más allá de las reiteradas escenas de espadachines y forzudos, es interesante observar la total ausencia de referencias islámicas en una época en la que, según la historiografía convencional, Irán llevaba unos siglos islamizado. Dado que la epopeya está ambientada en una época muy anterior, es lógico que no haya ambientación de mezquitas e imames, pero tampoco se ha colado un ideario que quepa relacionar con las normas monoteístas y sus tabúes. Los héroes no sólo beben vino antes de entrar en la batalla y después, emborrachándose a conciencia en fiestas y en días serios, también escalan muros para hacer el amor con princesas que arden en deseos y lo dicen sin cortarse un pelo. Ni falta alguna joven valiente capaz de medirse en la batalla con los mejores, melena al viento.

Caben dos posibilidades: o la islamización de Irán aún no había llegado lejos en épocas de Firdusi y el poeta describió el Irán de los persas como él lo quiso ver, y como el público lo quiso escuchar, castigando la nueva religión árabe con total desatención… o el islam era entonces algo muy distinto a lo que se quiere proyectar hoy. O ambas cosas.

También es curioso encontrar paralelas históricas, más allá de la valquiria Gordafarid. Así, la escena final de la epopeya recuerda –en algún pasaje casi literalmente– al de la canción de Hildebrand, escrita (supuestamente) un par de siglos antes en Alemania. Dramáticamente es un clímax de gran envergadura en este género literario.

Hay otra característica que el Shahname comparte con todas esas epopeyas medievales: la traducción que nos llega está en prosa. Imagino que muy pocos de nosotros habrán leído La Odisea, el Parzival o los Nibelungos en verso rimado. Porque muy pocos traductores se han atrevido a ofrecernos una versión que sea inteligible a la vez que mantenga la forma poética del mester de juglaría. Una excepción son las Eddas que en alemán sí se han leído siempre en traducciones que respetan rima (aliterada) y ritmo, una pequeña hazaña.

Para conseguir esta heroicidad, versar épica en otro idioma sin que deje de ser épica, imagino que es imprescindible dominar a la  perfección ambas lenguas y sus respectivas literaturas. Algo que no le suponemos a la traductora Clara Janés, visto su amplio currículum de obras de muy diversos países versadas al castellano (salvo que su capacidad lingüística supere la muscular del propio Rostam). Y claro, no es exactamente igual leer: “Todos los vecinos decían al unísono: Dios, qué buen vasallo sería este hombre si tuviera un buen señor” que “De las sus bocas todos decían una razón / «¡Dios, qué buen vasallo! ¡Si tuviese buen señor!»”.

Pero sea en verso o en prosa, hay que leer los clásicos.

El libro de los reyes (Alianza, 2015), de Firdusi | 270 páginas | 11,20 € | Traducción de Clara Janés y Ahmad Taherí

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