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Morir engominado

Mann-Muerte_en_Venecia-PortadaTenía que pasar. Que, tarde o temprano, el azote estadista recayera con motivo de nuestro V Aniversario en algún Premio Nobel. Y le ha tocado, por desgracia, a «La muerte en Venecia» (1912) de Thomas Mann. 

Ilya U. Topper se despacha a gusto con esta ‘nouvelle’, a su juicio, absolutamente inoperante, sin personajes, sin trama, ni nada de nada. Solo una muerte engominada y hasta eso está mal contado. Les animamos desde Estado Crítico a que se den un paseíto por la Venecia de 1911 con nuestro Ilya de la mano. 

 

 

Ilya U. Topper

Aparece en todas las listas de los Autores Imprescindibles de la Literatura Universal, esas que se publican con mayúsculas y con un extraño afán de novedad, como si su compilador hubiera hecho algo más que copiar las listas de los premios Nobel. Thomas Mann es Nobel, así que se le incluye, aunque ya me dirán si alguien se ha leído su Montaña Mágica. Yo no, desde luego.

¡Pero La muerte en Venecia! me dicen todos. Vale que la Montaña es eso, una montaña de papel indigesto, pero al menos la Muerte en Venecia es una cosa cortita, una ‘nouvelle’, es decir ese género entre el relato y la novela que en manos de otros ha dado de sí las mayores piezas de la literatura mundial. Ésta no te puede no gustar.

Pues sí: puede. Porque es una estafa al lector. Veamos: el escritor Aschenbach, perdón, von Aschenbach, porque le han hecho hidalgo a causa de su producción literaria, llega a Venecia y se enamora de un adolescente polaco. No intercambiará ni una sola palabra con el chico durante todo el relato. Es decir que aquí no tendremos reflejada una historia entre personajes: dado que el joven Tadzio se quedará tan mudo como una estatua de mármol –de hecho, lo que Aschenbach ve en él no es más que la belleza griega de una estatua de mármol– , lo que tenemos es un único personaje y su relación con el escenario en el que se halla: una Venecia atrapada bajo el bochorno, calurosa, mórbida. Lo de mórbido en el sentido literal: hay una epidemia de cólera.

Está claro que esa epidemia es la gran antagonista de Aschenbach (un personaje de ‘nouvelle’ no funciona sin antagonista). Porque Tadzio y sus circunstancias nunca salen de debajo de la vitrina de museo clásico. Y el resto de personajes –el primer anciano, el ‘gondoliere’, el otro anciano, el músico callejero– no son más que figurantes momentáneos, aunque cada uno se describa con un detalle y una nitidez casi caricaturesca, de manera que uno, siguiendo el famoso adagio sobre la escopeta en la pared que ha de dispararse a lo largo del relato, les supone un papel concreto en la historia. Desengáñense: no lo tienen. Su único cometido es enervar al señor von Aschenbach, turno por turno, y disolverse acto seguido entre las nieblas de la laguna.

¿Hay una evolución del personaje? Los entendidos dicen que sí, porque el quincuagenario escritor irá al peluquero del hotel para acicalarse y engominarse, cosa que antes no hacía, en la algo secreta esperanza de que Tadzio, al que nunca dirigirá la palabra, le pueda gustar. Si les parece a ustedes superficial, estoy de acuerdo. Porque lo que no sabemos, lo que no se nos cuenta en ningún momento, es qué significa este amor –no lo llamaría amor ciego sino amor exclusivamente visual–  por Tadzio en la ya larga vida del escritor. Sabemos que se casó joven y que el matrimonio se acabó “tras breve felicidad” por el fallecimiento de ella. ¿Y? Desde entonces ¿se ha enamorado? ¿De chicas? ¿De chicos? ¿De unos y otros? ¿De nadie, porque únicamente centraba todo su esfuerzo en escribir esas grandiosas obras por las que mereció ascender a hidalgo? ¿No tendría al menos amantes? ¿Era capaz de escribir obras que realmente valgan la pena, enclaustrado en una vida social limitada a paseos encorbatados? Vamos a ver, la pregunta es: el señor von Aschenbach ¿folla?

Si la respuesta es no, es que el protagonista de este texto no es en realidad más que una espantosa caricatura de la sociedad del fin de siglo XIX, tan maniquí de frac, pero trazado con un afán de grandilocuencia que le exige al lector tomarse en serio el sufrimiento del personaje, le engaña fingiendo que el señor von Aschenbach es realmente un gran hombre, una encarnación de lo mejor del ser humano, expuesta ahora a un sufrimiento sin fondo. Esto tiene un nombre: ‘kitsch’.

(Esto empeora si una lee la novela en original alemán: “Ahora, día tras día, el dios de las mejillas acaloradas conducía desnudo su cuádriga exhaladora de brasa por los espacios del cielo…” No: así ya no se escribía en 1912. Eso ya era entonces un espantoso ornamento clasicoide. Lean a Gustav Meyrink, que es de la época. Nada que ver).

¿Hay al menos una trama? Ya dijimos que  ningún personaje que tenga un diálogo en este drama dura más de media página. El cólera permanece, y es el único. Va tomando forma durante el relato y podría muy bien ponerle al protagonista esa cuestión de carácter, ese dilema, ese nudo gordiano de la vida que alberga toda buena ‘nouvelle’. ¿Lo hace?

Veamos: Aschenbach, ya consciente de que está rodeado por la enfermedad, se decide a no advertir de ello a la familia de Tadzio, con lo cual podría ser responsable de causarles la muerte, únicamente en beneficio propio, por querer arrancarle a la vida unos días más de contemplación de esa belleza griega, a la que observa día tras día en la playa. Pero eso no ocurre, ese dilema no se lo plantea más allá de una frase fugaz. En todo caso no le causa desazón. Lo que sí se le presenta como dilema en serio es que se arriesga a su propia muerte: decide afrontar el riesgo de infectarse para no alejarse de esa estatua llamada Tadzio. Que tampoco es una gran heroicidad, visto que toda Venecia sigue haciendo su vida: sólo han huido los extranjeros. Quedará incluso en su puesto de comercial el joven inglés que le advierte, y se quedará no por enamorado sino porque es su trabajo. Ah claro, pero el gran von Aschenbach debería salvarse; los demás humanos no importan tanto ¿verdad?

Pues éste es el dilema, y ahí está el drama del escritor: se queda. Y así se busca la muerte, que es el final aclamado de la ‘nouvelle’. Porque por supuesto se da por supuesto que esas fresas que se come unos días antes de morirse le infectan por fin con la enfermedad; por supuesto un resumen de la obra en una ‘web’ cualquiera dirá que el protagonista acaba muriendo de cólera.

Lo cual es mentira, porque nadie se muere del cólera como si de un ataque al corazón o una repentina fiebre se tratase. Se muere por pérdida de líquidos, punto. Y no me vale que, en sabia previsión, Mann haya deslizado algunas páginas antes unas frases sobre la posibilidad de los infectados de primero caer inconscientes y luego sufrir los síntomas: eso no existe.

Pero describir las tremendas diarreas que habría de sufrir el protagonista para alcanzar esa muerte, eso no encajaba bien con ese perfil griego, ese aura olímpica de un laureado escritor pulcramente vestido y engominado y sumido en la adoración de una belleza griega. Porque, saben ustedes, morirse de cólera es una muerte de mierda.

admin

2 comentarios

  1. Coincido en el juicio desfavorable de la novela, no digamos del tostón de la versión cinematográfica… Un amigo, muy devoto de este título, trató de convencerme de que es una obra que comprenden y disfrutan mejor los lectores que tienen la edad del prota. Pero yo creo que ni por esas…

  2. Empezar llamando tostón a «La montaña mágica» y acabar con una disquisición sobre el conocimiento epidemiológico del autor hace que tu crítica se califique por si sola.

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