0

Mucha road y poca movie

elmorabet-solar

ILYA U. TOPPER | Me gustan las road movies. No solo en el cine, también en la literatura. Ya saben, una road movie es aquella película que en lugar de presentar un escenario y un elenco de personas y luego ir hilando una serie de sucesos por la interacción entre las ídem, configurando así un argumento, prescinde de localidad: coge, se arremanga y lanza al protagonista a la carretera. Palante. Los personajes secundarios aparecerán como los postes de telégrafo a lo largo del arcén: se harán nítidos conforme se acerquen, ocuparán durante un instante todo el campo visual y luego vuelven a empequeñecerse hasta que se pierden de vista. Y nunca más se sabe de ellos.

Lo único que perdura en una road movie es el (o la) protagonista. De cierta manera facilita la labor del guionista: no hace falta engarzar bien las relaciones entre los secundarios, mantener la coherencia entre figuras, buscar un cierre que resulte de esa interactuación de todas. Eso exige, sin embargo, afinar bien el perfil del prota y, sobre todo, trazar muy bien su evolución, los cambios que experimenta, la transformación que obra en él la carretera. Un personaje que llega al final del viaje igual que lo inició no es un protagonista de una road movie: es un fracaso.

Solar abandonado de Mohamed El Morabet (Alhucemas, 1983) es una road movie clásica: empezamos con Ismael Atta, marroquí inmigrante en Madrid, vagamente traductor, fervorosamente lector o al menos citador de libros, noctámbulo de Lavapiés, estancado en una vida que no sabe muy bien adónde quiere que lo lleve. Llega un aviso que le hace volver, precipitadamente, a su Alhucemas natal. Aparece un coche, una chica al volante, una carretera nocturna, Madrid-Motril: ya tenemos la road.

La movie es en parte una serie de flashbacks a un habitación de Rabat donde un grupo de amigos, entre pipa y pipa de kif, cuentan historias, quizás creándolas en el momento de narrar. Es como otra novela dentro de la novela: una técnica que lo mismo puede llamarse oriental que europea (la practican tanto las Mil y Una Noches como el Decamerón). El ambiente en estas entregas está bien conseguido: flota una sensación de sopor y ensoñación como el denso humo de la flor de cáñamo. Y se agradece, porque al final, la conversación con Laia, la chica al volante, se reduce a momentos casi monosilábicos entre cigarrillo y cigarrillo: los protagonistas fuman mucho más de lo que hablan.

Sin embargo, hay una escena en este viaje nocturno que podría dar una clave de por qué el narrador Ismael Atta está estancado en una vida madrileña en la que sí hay tabaco y alcohol, y una amiga, Marta, que de vez en cuando le hace llegar un encargo de trabajo, pero poco más, según parece. Una vida que apenas es vida. Y es cuando Laia menciona una obra de un filósofo marroquí, Crítica de la razón árabe, y ante el desconcierto de su interlocutor añade: “No te preocupes, no eres el único al que no le suena”. Una frase que Atta se toma a mal: le parece “injusta y desafortunada”, “destructiva”, llena de “inquina” y de “maldad”. Usted, lector, probablemente se quedará tan a cuadros como se hubiera quedado a cuadros Laia si le hubiera podido leer la mente. El narrador tarda una página entera en explicar por qué: “Me consideró del montón y eso me dolió profundamente”. A partir de aquí sabremos que el viaje nocturno no dará lugar a un romance. Lo que no sabe Atta es que ese dolor nace de un profundo complejo de superioridad que comparten numerosos marroquíes en España: es incapaz de reconocer que es del montón, porque todos somos del montón; necesita que toda chica con la que hable le considere especial, superior al resto y, al no recibir esa reacción, al ver que lo trata simplemente como una persona normal, él mismo erige una barrera. Su dolor irracional y, todo hay que decirlo, machista, es la pared de humo que lo separa de la sociedad. Esta es la lección que Atta debería haber aprendido al concluir el viaje.

Llegados a Alhucemas, desaparecen el coche y la chica. Tampoco volveremos a saber de Marta. Ahora tratamos con la familia, la hermana, el legado de la abuela fallecida, que durante grandes partes del libro parece aspirar a ser un personaje principal de la novela. Pero también a ellos se les dará carpetazo al cabo de unos cuantos puñados de cigarrillos; tampoco aquí se resuelve nada en la vida del narrador. Y nos encaminamos a la última estación: Rabat.

En esta última fase, el autor tiene el acierto de ligar la presencia y la realidad con los recuerdos y las ensoñaciones, unir los elementos de los oníricos cuentacuentos con la trayectoria actual del narrador. Hasta cierto punto. Solo está insinuado, pero le da coherencia al libro. Y el detalle de los zapatos – no voy a desvelarlo – es una pequeña joya que engarza sueño y realidad, principio y fin del libro. Me gusta la Rabat de El Morabet, una ciudad de jazz y de libros, de saxofones y vino.

Lástima que todo se quede ahí y que el narrador regrese a Madrid en apariencia tal y como ha partido. En apariencia, digo, porque de su tono sí adivinamos que algo ha cambiado, que él ha cambiado. Probablemente ya no será el traductor vagamente desempleado, vagamente estancado en las cenizas de sus cigarrillos. Seguirá fumando, pero quizás toserá menos. Lástima que lo único que exprese este cambio de actitud ante la vida sea que agarre el teclado y empiece a escribir una novela que se llamará Solar abandonado y narre una road movie, un viaje de un traductor marroquí hacia Alhucemas…

Eso se llama metaliteratura, pero para este viaje no hacían falta alforjas.

Solar abandonado (Sitara, 2018)  |  Mohamed El Morabet  | 212 páginas | 19,50 euros

admin

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *