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Muchacha de Constantinopla

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ILYA U. TOPPER | Conozco a una muchacha que un día se fue a vivir a Constantinopla y fue feliz. Cada mañana abría la ventana y veía el mar, decía: “¡Ah, bendito sea Dios!” y aspiraba voluptuosamente con sus grandes fosas nasales el aire salado del mar. Era como si aspirara toda la riqueza que ocultan sus aguas: langostas, róbalos, rodaballos, ostras…

– ¡Ah, bendito sea Dios! ¿Qué haré hoy de comer?
En realidad quería decir por dónde comenzaré hoy a preparar la comida. ¿Y si comprara mejillones grandes para hacerlos rellenos? ¿O mejor los compraba pequeños y los cocinaba al vapor, o con berenjenas y patatas? Aunque…

Este párrafo en cursiva lo acabo de copiar del libro Loxandra. La muchacha que yo conozco no dice Bendito sea Dios, porque es atea, pero por lo demás es igual a la del libro. Y además es cocinera y le encantan las ostras y los rodaballos y los mejillones. Y se pelea con el pescadero del mercado de Karaköy, al lado del Puente de Galata, hasta que le corta y le limpia el pescado exactamente como ella le dice. Que ella no sepa decirlo en turco no importa: el pescadero sabe qué quiere y siempre le hace caso. Exactamente como –según cuenta el libro– le hacían caso a Loxandra todos los pescaderos, carniceros, vendedores o leñadores del barrio de Makrojori, cuando ella les hablaba en griego.

El barrio de Makrojori hoy se llama Bakırköy: han pasado ciento cuarenta y cinco años. Pero Constantinopla no ha cambiado, es eterna, llámese Bizancio o llámese Estambul. Con sus perros callejeros que a veces gruñen, pero nunca muerden a nadie – sÍ, aquí siguen, los veo desde la ventana – y sus manadas de gatos que acuden raudos cuando uno los llama con una salchicha en la mano; aquí siguen, los veo por los tejados. Entonces como hoy, Estambul eran sus barrios, ecosistemas con sitio para todos, sin morder, sin zarpazos.

A ratos, leyendo, me he preguntado si la autora ha reconstruido la verdadera Constantinopla de la época, o simplemente ha proyectado sobre ella lo que ha visto en la Estambul de hoy. Como tengo costumbre de no leer las solapas de las novelas hasta terminar la última página –es una precaución esencial en los tiempos que corren–  solo después me he enterado de que Maria Ioanidou no ha hecho ni lo uno ni lo otro: nació en Constantinopla (1897) y pasó su infancia allí: simplemente recuerda.

Como se imaginarán ustedes, Loxandra es la abuela de la autora. Incluso hay una foto en la que vemos a ambas: una de pie, en vestido blanco de colegiala, a medio camino entre cría y adolescente, la otra sentada, en amplios ropajes negros, con una mirada severa que probablemente se deba a que tenía que quedarse quieta para no estropearle la plancha al fotógrafo. Porque la Loxandra que nos cuenta Ioanidou siempre ríe, y se ríe mucho, incluso cuando se pelea. O así la imagino yo. Una mujer de armas tomar, de salir a la calle con la hachuela de destazar en la mano – ¿por qué recuerdo otra vez a la muchacha de Estambul, la cocinera, la única amiga a la que he visto manejar una hachuela de destazar? – aunque desde luego es incapaz de hacer daño a nadie. Ella solo regala: su risa, su felicidad, su comida.

Loxandra es griega, y como toda buena griega, maldice a los turcos, así en general y en abstracto, aunque luego quiere de corazón a cada uno que cruce por la calle; invita a té al sereno, al aguador, al de los dulces, y cuando alguno de ellos tiene un mal, lo cura con el agua sagrada de la Virgen de Baluklí, que se trae de la fuente y que es remedio infalible.

Porque tampoco eso ha cambiado: los turcos de la época de Loxandra le dan monedas para que las ponga en el cepillo de la capilla de tal o cual santo ortodoxo y les pida que vele por la salud de sus hijos. Créanselo: yo los he visto, a estos mismo turcos, a sus bisnietas, chavalas alegres de veinte años, poner monedas y cartitas con deseos en la urna de cristal de San Jorge en Prínkipo, aquella isla de Constantinopla a tiro de piedra de Scutari. Lo hacen ellas mismas hoy, porque ya no está Loxandra para hacerlo. Quedan tres mil griegos en Estambul.

Lectora, a usted, este libro le puede parecer un simple ejercicio de costumbrismo: lo es. Aquí no hay más trama que la vida de Loxandra, y no hay más argumento que el que la enfrenta a los pescaderos y, por supuesto, a su amplia pléyade de hijastros, hijos, sobrinos, nietos y toda la pesca. Es un decir, porque a Loxandra nadie le chista: cuando dice aquí estoy yo se acabó el argumento. Pero en eso se queda la historia: las andanzas de una griega de Constantinopla de cuando el siglo y muchas cosas en el mundo cambiaron de nombre.

Ioanidou le ha puesto un monumento a su abuela. Aprovechemos, por cierto, para ponerle otro a la traductora, Selma Ancira: traer a un castellano fresco, natural, de pueblo y de abuela, la alegre mezcla de griego, turco y a ratos hasta francés y albanés, con todas sus rimas infantiles y sus cancioncillas de verano, sus carantoñas y sus mal rayo te parta, eso no tiene precio. También se agradece el centenar de notas al final, discretas, útiles y precisas, aunque confieso que preferí consultarlas tras acabar la novela: leer Loxandra es como comer con las manos un pescado al horno, un goce que no se puede interrumpir para apartar las espinas primero.

Quizás se sorprenda, lectora, si le digo que el libro me ha emocionado hasta el tuétano (soy de lágrima fácil, y es fácil sentir nostalgia de Estambul en un cercanías de Madrid). Tal vez usted solo vea el costumbrismo, tal vez piense que dibuja, como es habitual en el costumbrismo, un mundo feliz que seguramente no lo fue tanto. (Sí, también traza las primeras masacres contra los armenios, también la burocracia otomana capaz de meter a alguien en la cárcel porque traía en la maleta un par de zapatos envueltos en un periódico griego ¡enemigo!; esta actitud tampoco es que haya cambiado mucho).

Pero si ese mundo fue feliz, en la visión de Ioanidou –que en sus 92 años de vida ha visto masacres y tragedias mucho peores que los de la época de su abuela: escribió el libro en 1963, tras el intercambio de población de 1923 que desarraigó a un millón y medio de griegos de Anatolia, tras los pogromos que los espantaron definitivamente de Estambul en 1955– es porque en ella existían personas como Loxandra, personas al margen de las ideologías que entonces empezaban a dividir el mundo en etnias y religiones. Cuando llega a Atenas, Loxandra se sorprende de dos cosas: de que haya tanto ateo y de que haya quien ayune en Cuaresma: ella, ni lo uno ni lo otro, a ella le basta con la Virgen de Baluklí.

Y quizás la esencia del libro se condense en la escena en la que ella se encuentra en un café de Atenas con un señor que resulta ser el cónsul turco, y de pura nostalgia de escuchar hablar en turco se lo lleva a casa ante el espanto de su hija: ¡traerse a un turco a casa, mamá! y lo invita a raki y meze, y como es su costumbre empieza a hablar mal de los turcos en general y del sultán en particular, mala muerte tenga, ante el espanto de su hija, ¡pero cómo te atreves, mamá! Esa es Loxandra.

Ojalá hubiera más Loxandras en el mundo. Si conocen a alguna, denle gracias a la Virgen de Balukli. Yo conozco a una muchacha que un día se vino a Constantinopla y fue feliz.

Loxandra (Acantilado, 2018)  |  Maria Iordanidou | 250 páginas | 15,38 euros

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