CAROLINA LEÓN | “Viví en aquel bloque de pisos entre los seis y los veintiún años. En total había veintiún apartamentos, cuatro por planta, y lo único que recuerdo es un edificio lleno de mujeres. Apenas recuerdo a ningún hombre. Estaban por todas partes, claro está –maridos, padres, hermanos–, pero sólo recuerdo a las mujeres”. Que estaban por todas partes pero que no los recuerda, dice la «salá»: en la página quince, toma declaración política. No ha hecho más que comenzar lo que es una autobiografía muy curiosa, muy personal y muy fácil de confundir con una novela (así de bien de perfilados están las voces y los personajes entrecruzados), y Gornick se declara inmune a la presencia de los hombres en su infancia y adolescencia. Señores, es posible ser prescindibles en las historias, a pesar de tres mil años de historia de la literatura.
Pero esto es un poco tramposo para empezar. La autora declara esto y luego resuelve de otro modo. Podría decirse que Gornick reserva a los hombres de su historia un lugar muy poco cómodo (que, si nos atenemos a que se trata de no-ficción, es el lugar que tomaron). El hombre tranquilo y alejado de alharacas que es su padre (que muere pronto); el tío de su madre que casi la viola cuando era una niña; el marido de la vecina deslumbrante que, tal como llega de su estancia en el barco mercante, le propina una paliza; el loco desastrado con el que la autora se cruza a lo largo de quince años en las calles de Nueva York, que le hace temer una invasión de su espacio, aunque luego no teme nada. Pero son también sus amoríos, personalidades siempre algo desequilibradas con las que vive situaciones de dependencia emocional, y lo reconoce sin problemas: “–Sigues eligiendo a tipos marginales como éste, idealizándolos, y luego no te entra en la cabeza que no sepan a lo que están. Te asombra que te hagan esto a ti. ¿No se dan cuenta de que deberías ser tú la que los dejara a ellos, no ellos a ti?”, le increpa su amiga cuando, bien entrada en la madurez, continúa agarrándose a los fracasos como si fuesen balsas de náufrago. En buena medida, el libro anticipa un mundo de relaciones entre hombres y mujeres donde ellas adquieren autonomía al tiempo que no dejan viejos vicios de dependencia.
La vida de Gornick, contada en Apegos feroces como si fuese una novela, no tiene nada de extraordinario y lo tiene todo. No es más que la historia de una niña criada en un bloque de pisos del Bronx, nieta de la inmigración europea, nacida justo después del crack económico; su devenir adolescente y mujer, en las décadas de los cincuenta y sesenta, y hasta el año 87 en que se publicó el libro. Así, es un relato de época y de dos generaciones, una que aún mantenía los pies atrapados en el barro de la tradición y las buenas costumbres, y otra que se encontró el desafío de comenzar a subvertir los órdenes (el del matrimonio, el de la maternidad, el del hogar como destino, por citar algunos). Funciona como un fresco, aunque suene a trillado; la historia propia le sirve para trazar un tablón de vida, de acentos extranjeros, de bullir y competir, de desarrollo urbanístico y de cambio social. Es, intrínsecamente, la historia de la relación de la autora con su madre, pero también es entre medias la historia de algunas otras mujeres que marcaron esa relación: vecinas del bloque multitudinario y judío, amigas de la infancia y, en especial, la fascinante Nettie. Situada estratégicamente en edad entre la adulta y la niña, Nettie, la inmigrante ucraniana, socialmente apocada y libérrima en su relación con el cuerpo, instala entre las dos interrogantes y grietas.
Para la madre existe un mundo de viejos valores, cristalizados en su matrimonio serio y orgulloso (que, al perder, la arrastra); para la joven vecina, la respetabilidad no es un valor; para la hija, todos los cambios sociales están a punto de ser inventados, pero en lugar de darse a la liberación sexual es la primera de su familia en dedicarse por entero a la vida intelectual.
Son los personajes femeninos los que, como se ha dicho, vehiculan el libro. Pero este libro es, entre otras grandes cosas, el mejor documento que me he encontrado en mucho tiempo sobre la relación de una mujer con su madre. Sobre el complicado engarce madre-hija, uno de esos temas mal tratados, poco valorados y ausentes de la literatura “seria”; y, no sabemos si de forma consciente y voluntariosa, Gornick ha retratado el infierno, el dominio, la comprensión, la incomunicación, el juicio (en ambos sentidos), la magnificencia de la figura de la que se aprende todo, la condena de su continuidad, y el acompañamiento a través de las décadas. Sin prevaloraciones, sin atarse a los condicionantes “atávicos” que se asocian a la relación madre-hija, en la literatura y en la vida. Gornick ha escrito una autobiografía que es, antes, un ajuste de cuentas con su madre, pero un ajuste de cuentas de altura literaria, que en casos como éste quiere decir “humana”.
“¿Qué ve, me pregunto, cuando me mira? El estado de ánimo del día comienza a tomar una deriva peligrosa”, escribe; u “Observo cómo retrocede. Su actitud displicente será lo último que pierda. De hecho, nunca desaparecerá. (…). El desprecio hacia los demás es su lucha para alzarse de entre las bestias, de marcar distinciones, de discernir entre lo correcto y lo incorrecto, de no restarle importancia a nada, de dejar siempre las cosas claras. De pronto, su vida ejerce presión sobre mi corazón”. En retratos móviles de este tipo, en escenas de humor cambiante, en el transcurso de los paseos que reúnen a la madre con la hija por las calles de la ciudad, cada vez más viejas y resabiadas; en diálogos sobre el pasado o sobre las incertidumbres del presente, la autora va haciendo justicia a una mujer con enormes fallas pero hija de su tiempo; con enorme honestidad, con ternura y amargura a partes iguales.
En el prólogo a su colección de cuentos completos, la autora Grace Paley (una docena de años mayor que Gornick) decía que ella, entre otras compañeras de oficio, se había visto obligada a tener un oído para la literatura y otro para el hogar. El hogar conformaba de forma directa, experiencial, su desarrollo como escritoras. “Como mujer adulta, no tenía elección. La vida cotidiana, la vida en la cocina, la vida con los niños, era lo que me había sido dado, era lo mío, y era el comienzo de mi buena suerte..” Gornick, y tantas otras autoras de esas décadas, comparte con Paley los bloques de pisos, los patios interiores con ropa tendida, las cocinas en las que se toma té y se llora por el amor o por el dinero, los niños pequeños, los olores de comida al fuego y los ejemplos cambiantes de roles femeninos. Gornick puede presumir de la misma buena suerte (la literatura, el hogar) y amplificarla con un tercer ojo para el corazón y sus humores.
Cuando una ha leído por más de tres décadas, le cuesta mucho colgarle a un libro la categoría de “imprescindible”, pero al revisarlo para escribir esta reseña me di cuenta de que, como dice Jonathan Lethem en el prólogo, este es uno de esos libros que hay que leer. Me limito a repetirlo.
Apegos feroces (Sexto Piso, 2017), de Vivian Gornick | 19.90 euros | 224 páginas | Traducción de Daniel Ramos Sánchez