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Musas de Anatolia

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ILYA U. TOPPER | Rosquillaaaaaaaaaaaas…  Escuchar por la ventana al vendedor de simit, aquellos aros de pan con sésamo que no saben a nada pero siempre te hacen el avío si te pilla la calle de Estambul sin desayunar, es una buena cortina acústica para leer Cinco ciudades, un recorrido del escritor turco Ahmet Hamdi Tanpınar – entonces aún incipiente: faltaban cinco años para Paz, la novela que lo hizo famoso –  por Ankara, Erzurum, Konya, Bursa y Estambul. Lo de recorrido es más figurado que literal: aunque el autor incorpora anécdotas, experiencias, observaciones personales de tal o cual visita o temporada, la mayor parte de estos ensayos son reflexiones, casi cabe decir elucubraciones, sobre la historia de estas urbes.

Ankara, la capital, es la menos agraciada en el reparto: Tanpınar se la ventila en 15 páginas, rellenadas con reflexiones sobre el personaje de Atatürk, al que es fácil imaginar desde el castillo de piedra negra que corona la ciudad. Comprensible: cuando Tanpınar escribe estas líneas (1942) hacía 20 años muy escasos que Atatürk había barrido a los ejércitos ocupantes y a los griegos, había finiquitado la figura del sultán, había puesto fin a medio milenio de un imperio y había fundado un país, sacándoselo de la chistera –Turquía – y declarando capital un pueblo perdido en la Anatolia norteña: Ánkara.

Prefiero la  de Erzurum, aquella metrópoli atrapada en las nieves de una Anatolia todavía más norteña, camino ya del Cáucaso, albergue de caravanas y de tropas acuarteladas. O así la recuerdo yo, rodeada de inmensas llanuras cubiertas por una espesa capa blanca. Era marzo, pero desde la torre de la fortaleza otomana – con su enorme reloj mecánico de factura británica – era fácil adivinar el por qué de la desnudez de las colinas: con las temperaturas de este altiplano, una caravana consume un bosque cada noche.

El frío es también el protagonista de las reflexiones de Ahmet Hamdi Tanpınar. Un frío de posguerra estirada, en la que aún llegan de vez en cuando supervivientes de lejanas cárceles rusas. Un frío de una ciudad que ha perdido su comercio, su artesania. Tanpınar la recorre recordando su pasado, su música, sus versos. Aquí nos encontramos ya con la afición del autor que nos acompañará durante todo el libro: la de poner un fondo sonoro a sus textos.

Sonoro para los lectores turcos, claro. Usted y yo, lector, poco podemos hacer, solo imaginar que el público al que iba destinada la obra – publicada por entregas en la revista Ülkü entre 1941 y 1945 – reconocía, si no la canción concreta, sí su estilo, su rItmo y métrica, tal vez fuera rimada, pudiera tararearse. Usted y yo, lector, nos quedamos con las ganas.

Lo mismo ocurrirá en Konya, aquella hija de la estepa – Tanpınar dixit – que se oculta en el altiplano de una Anatolia más meridional, y que “recelosa, requiere una especie de iniciación”. Hoy es sinónimo de la Turquía industriosa, conservadora, islamista, patriarcal. Entonces no era tan distinta, aunque su religiosidad era menos política y más sufí, cabemos concluir: giraba en torno a Mevlana, el título que los turcos dan al maestro sufí Yelaledín Rumi.

Está de suerte, lector, porque al menos las poesías de Rumi las puede leer en traducción española (aunque la traductora tampoco se ha hecho el trabajo de mantener las rimas del original persa). Por lo demás, tendrá que tragarse mucha historia selyúcida en el capítulo, intrigas de palacio, veneno, puñal, lo que fuera.

Otro tanto vale para Bursa, la antigua capital otomana, antes de que cayera Constantinopla: aquí Tanpınar de nuevo combina versos, arquitectura, mezquitas, historia, anécdotas para crear algo así como un retrato de la ciudad. Confieso: por mucho esmero que ponga el escritor en pintarlo, a mí lo que nunca me ha gustado es el original. Bursa tiene atractivo si usted es un enamorado de los azulejos otomanos.

Y Estambul, dejada para el final como la guinda del pastel, aunque con cien páginas largas se come casi la mitad del libro. Qué decir de Estambul. Tanpınar lo intenta primero simplemente enumerando nombres de barrios y orillas: al habitante, cada uno le evocará de inmediato colores, olores, sonidos. A usted no, lector. Siga leyendo, intente imbuirse de las consideraciones sobre la armonía de la Mezquita Azul y las demás – en las postales, todas le parecerán similares de fuera – y entender la maestría del arquitecto Mimar Sinan. Quizás, si Euterpe le ha acordado su gracia, entenderá el símil que hace Tanpınar al comparar la evolución de la arquitectura y de la música otomana durante los últimos tres siglos: al leerlo nos imaginamos al escritor viendo las piedras de las mezquitas alineándose en el aire cual notas musicales y los tonos de un laúd formar columnas, arcos, capiteles y contrafuertes. Sígalo.

O quizás le interesa más la media docena de páginas sobre la evolución de los cafés de intelectuales en la segunda década del siglo (el XX, por supuesto), en la que deja caer, aunque con cuentagotas, alguna experiencia personal o, al menos, los nombres de sus colegas de correrías. Aunque el cuadro resultante me recuerda aquella composición de retratos de los clientes del restaurante de pescado Ismet Baba en Kuzguncuk: ahí se tomaban el raki desde limpiabotas a generales, desde pescadores a a médicos. Ninguna mujer.

Y volvemos a la historia: desgrana Tanpınar sultán por sultán, visir por visir, para contarnos la evolución de la ciudad. Da para aprender mucho. Pero no, la verdad es que no sé si este es el mejor libro para regalar a alguien que va de visita a Turquía para que vaya leyendo en el avión. No porque no tenga todo: un brillante estilo, si nos gusta un lenguaje denso y lírico – uno imagina el arduo trabajo del traductor, el veterano Rafael Carpintero, para traerlo al castellano con aparente facilidad -, una gran erudición, un dominio amplio de las tradiciones populares, el anecdotario, una voluntad de captar lo que se puede llamar el espíritu de un lugar… Pero en el avión, recuérdelo, lector, hay que apagar el móvil, y a cada paso, especialmente en el capítulo dedicado a Estambul, usted estará tentado de abrir una pantalla, buscar una enciclopedia digital y meter los nombres de los sultanes, esos al menos, para poder saber de qué época hablamos. Porque si no se las aprende de antemano, cual lista de reyes godos, usted, lector, estará perdido en el tiempo cuando Tanpınar reflexiona sobre el cambio de la música clásica entre Selim II y Murat III o hasta Suleyman II. Eso aún si saca por el contexto todo lo demás.

Claro, esta sensación de andar perdido que tendremos nosotros – no el lector turco al que estaba dirigido la serie de encargo – podría haberse remediado añadiendo un aparato crítico con explicaciones terminológicas, fechas, ubicaciones geográficas. Pero uno se alegra de que la editorial no haya caído en la tentación. Convertido en  una obra de erudición, este libro sería insoportable. Tómenlo como es, léanselo a saltos, en ningún caso de la primera página a la última como si tuvieran que reseñarlo. Hojéenlo como un jardín. Probablemente lo disfrutarán. Porque flores no le faltan.

Y voy a dejarlo aquí, porque me interrumpe otro soniquete de la calle: Buhoneroooo… Este no solo vende, también compra, aunque yo solo suelo aprovechar para hacerme con algún juego de vasitos de raki. Hace días que no oigo aquel que camina por las calles del barrio, todas primorosamente empedradas, con un pico y una pala al hombro ofreciendo sus servicios al grito de ¡Pocerooooo….!  “A veces coincidían dos o tres vendedores de improviso y se formaba una pequeña selva sonora”, recuerda Tanpınar el Estambul de su infancia, y solo por esa imagen ya vale la pena la lectura. Pero entonces sigo leyendo: “Ya no existen ni aquel anciano que vendía quinqués y frascos de cristal, ni el vendedor de roscas de pan, ni los que vendían jarras, vasos y platos”. Y ahora el que está perdido en el siglo soy yo. ¿Será que en Estambul el tiempo es cíclico y yo vivo en una época anterior a Tanpınar? No me sorprendería.

Cinco ciudades (Sexto Piso, 2018) | Ahmet Hamdi Tanpinar  |  250 páginas | 22,90 €  |  Traducción del turco: Rafael Carpintero

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