Julian Barnes
Editorial Anagrama, 2010.
ISBN: 978-84-339-7526-3
300 páginas
19 Euros
Traductor: Jaime Zulaika
Javier Mije
Nada que temer, quizá no ha quedado claro, es una suerte de memorias noveladas, un artefacto literario y metaliterario en el que los recuerdos familiares de Julian Barnes –el relato sobre todo del acabamiento de sus progenitores- se intercala con las cogitaciones en torno a la muerte del propio autor y las anécdotas –en una estructura de sucesivos espejos dialogantes- recogidas de las meditaciones de varios escritores y artistas respecto al mismo tema. Filosofía de bricolaje, de andar por casa, afirma Barnes. Pero no hay que creerle. Un libro sobre el miedo a la muerte termina convirtiéndose necesariamente en su reverso, un libro sobre el amor a la vida y una especulación honesta, desolada y humorística acerca de qué cosa complicada somos. El análisis del autor de Metrolandia sobre nuestra cultura me parece de una lucidez demoledora. Relegada la religión al folklore, nuestra salvación se arracima en torno a nuevos preceptos –desarrollo de la personalidad, propiedad, prestigio, acumulación de hazañas sexuales, consumo cultural, culto al cuerpo- que, como la Ley de Dios, pueden resumirse en un sólo mandamiento: rendirás culto a un materialismo frenético. No es un gran mito, de ahí que Barnes añore la religión como una ficción de mayor calidad: “una mentira hermosa y seductora que contiene verdades duras y correctas”. “Es normal”, justifica Barnes su seglar nostalgia de Dios, “sentir una pérdida al cerrar una gran novela”.
Este libro es muchos libros: novela, ensayo, comentario de textos, memorias, metaficción, ¿qué importa? ¿Habrá servido, en cualquier caso, para que su autor conjure su miedo a la muerte? ¿Es el arte, en general, una defensa adecuada contra el temor a morir? “En un mundo laico tendemos a creer que el arte nos dice la verdad; y que esa verdad puede salvarnos, iluminarnos, conmovernos, elevarnos, curarnos”. Tal vez creamos arte con el fin de derrotar a la muerte. Una ilusión bastante idiota, asegura Barnes: “los gustos cambian; las verdades se vuelven tópicos; formas enteras de arte desaparecen”. Ahora que Google me trae la noticia de que la mujer de Barnes, Pat Kavanagh –P. en este libro- murió escasos meses después de la publicación de Nada que temer en el Reino Unido, resuenan en mi cabeza dos de sus afirmaciones más penetrantes. La primera de ellas dice: “como artistas, lo más que podemos aspirar es a rascar en la pared de la celda del condenado; lo hacemos para decir: yo también estuve aquí”. Con el recuerdo de la segunda he vuelto a la fotografía del viudo Barnes en la solapa de este libro maravilloso: la palabra más llena de sentido es la palabra nada.
No he leído a Barnes, confieso con vergüenza, pero si la novela está a la altura de la reseña, habrá que aflojar los veinte eurazos para alegría de Herralde. Y si la convalecencia le inspira de este modo, amigo Mije, vamos a tener que achucharle vehículos motorizados cada dos por tres para que no decaiga la fiesta. No se ría: sabe que somos muy capaces. Y que lo haremos por su bien.
Querido Alejandro: me doy por muy bien pagado si sumo un autor al banquete de un lector pantagruélico como usted. Creo que el libro y usted se merecen el uno al otro.
Un abrazo.
La vida como la muerte están sobrevaloradas, también el arte, el hedonismo, el pasado y el futuro, el Betis de Chaparro, la religión y el sexo, la literatura… Quizá sólo sea eso, la necesidad de dejar un mensaje en la celda del condenado. Gracias por andar/cojear por aquí, mal que le pese a veces.