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Neblina de sueños perdidos

ILYA U. TOPPER| Hay libros que se leen para saber si terminan bien o mal. Hay otros que se leen para saber cómo de mal terminan. Dendritas es uno de ellos.

Las sensación de fracaso impregna la lectura desde la primera página: una especie de neblina que flota sobre cada párrafo. Como si a los inmigrantes griegos que una mañana de 1920 arriban a Long Island, la ventisca de aguanieve se les hubiera pegado a los abrigos de lana raída y ya no se les quitara nunca más. Como si caminaran, dos generaciones después, por Camden, Nueva Jersey, con esa bruma fría aún rodeándolos, empañando los cristales de su restaurante, criando moho en la cocina, por mucho que ahora coman mantequilla de cacahuetes.

La inmigración tiene eso: vas arrastrando un recuerdo, quizás un recuerdo fantasma, como una especie de bola invisible. Porque Basil Cambanis, que no quiere ni llamarse Vasilis ni hablar griego desde que es un crío, ha nacido ya en Camden, y lo que lo ata al lejano Dodecanes no es mucho más que una promesa dada a su padre, el que arribó con veinte años en Long Island cuando Anatolia aún era griega y el Dodecanes, italiano. Tampoco es que nadie le considere ya inmigrante en Camden, una ciudad, o quizás más bien una inmensa barriada, donde ahora hay bandas latinas, pero donde quizás nunca haya habido otra cosa que no fuesen inmigrantes recién llegados desde que expulsaron a los lenni lenape; el restaurante de barrio que regenta Basil Cambanis con más pérdidas que ingresos antes tenía nombre polaco. Y si hay alguien inadaptado en Camden es Litó, la hija adolescente de Cambanis que no es ni su hija, y si a Litó le molesta su nombre no es tanto porque suene a griego sino porque su madre, que tiene apellido alemán de Ohio, le ha puesto detrás un 68 por aquello de Woodstock, menos mal que no puso 69.

Quizás no sea la inmigración, pues; quizás toda América sea así, al menos la parte de abajo, la que está al otro lado del río desde Filadelfia. Quizás sea Camden, quizás los astilleros cerrados durante la depresión, no, no la del 29, la otra. La que empezó en 1967 precisamente porque cerraron los astilleros, se dispersaron los tomates Campbell y la RCA se fue con la música a otra parte. Solo ha quedado la neblina de unos sueños demasiado tiempo incumplidos.

Va uno pasando las páginas, y casi se sorprende que las cosas prendidas con alfileres aguanten una vez más, que la desgracia no caiga del todo, que Minnie y Litó se hagan amigas, que el seguro pague los cristales rotos. Es difícil dejar de leer, no solo porque las frases se encadenan como una cascada de hilos de agua, sin terminar, pero siempre frescas, siempre sonoras, siempre cristalinas, sino también porque uno se espera dar de bruces al final con ese algo que flota en el aire sin caer nunca del todo. Y cuando está a punto, ha terminado el capítulo y empieza un nuevo, siempre con un haiku de Nick Virgilio o unos versos de Walt Whitman, que no sé qué pintan pero sí pintan: el primero nació en Camden, el segundo murió allí.

Y el nuevo capítulo es un flashback hacia Andonis Cambanis, llamado Nondas, el inmigrante griego que pronto adivinamos que es el padre de Basil, y que acaba como modesto modista tras unos años de comparsa en una aún más modesta mafia italiana del aguardiente. Dendritas relata la trayectoria de dos generaciones en narraciones paralelas que se van acercando en cada capítulo, pero habrá que esperar hasta el final para el punto de intersección. Kallia Papadaki entiende de su oficio: mantiene una magistral geometría narrativa.

Y Kallia Papadaki sabe de emigración. Ser griega tiene eso. Seguramente, cuando la autora nace en 1978 en Didimótico, un pueblo a mil quinientos metros de la frontera entre Grecia y Turquía, las vegas, sotobosques y marismas del río Evros aún no están llenos de chamizos donde se albergan familias enteras en el tránsito de un país a otro, despojados de todo salvo de la esperanza de encontrar una vida mejor. Grecia aún era un país de emigrantes. Los inmigrantes llegaron después. Pero es esta esperanza —frustrada, tantas veces frustrada— la que teje la red de palabras de Dendritas, densa como la capa de neblina sobre el río Evros un amanecer gris, como la bola que arrastran los paquistaníes, afganos, sirios que hoy llegan a la frontera. Aunque la suya es más pesada: incluye guerras.

No le he contado, lectora, si Dendritas termina bien o mal. Mejor dicho, cómo de mal termina. Lo que pasa es que doscientas páginas después, resulta que esto ya no importa. Fracasar, envejecer, era el único argumento de la obra. Y quizás los alfileres aguanten y después de todo no termina tan mal. Quién sabe.

Tampoco le he dicho qué significa Dendritas. Porque no lo sé. Dendro es árbol en griego.

Dendritas (Automática Editorial, 2020) | Kallia Papadaki |  Traducción del griego: Laura Salas Rodríguez |  232 páginas |  18 euros

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