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Némesis periodística para un arquitecto desmesurado

CR112_Queríamos un Calatrava-OK.inddMANOLO HARO | El siglo XVI fue un siglo profuso en exégetas del arte. La herencia de la escolástica medieval aún respiraba entre las páginas de humanistas atentos a captar los cambios y los hitos que se estaban dando en el momento. En Las vidas de los más excelentes pintores, escultores y arquitectos, Giorgio Vasari dio cumplida cuenta de los más excelsos artistas del Renacimiento. Se le ha reprochado que sus historias pecaran, tal vez, de recurrir más a lo llamativo que a lo veraz. Su documentación era escasa, guiado en su mayor parte por la intuición, la imaginación y las leyendas populares de curso más o menos legal.

Se podría decir que Llàtzer Moix se coloca bajo la advocación del santo Vasari, modernizando ese deseo del italiano de que permaneciera algo más que las meras obras de arte en el mundo. Lo que aporta el catalán es una visión tenazmente crítica y despierta, alejada de cualquier complacencia de un personaje controvertido. Si Vasari documentó las excelencias del trecento, quattrocento y cinquecento, Moix lleva años, desde un serio y profundo análisis de la realidad cultural de nuestra época, poniéndoles nombres al despilfarro arquitectónico y a la estupidez política. Atrincherado en la sección cultural de La Vanguardia, ha sabido ofrecer un análisis del momento cultural de España con una fina ironía y con una prosa brillante. Su obra Arquitectura milagrosa (2010) introducía en el imaginario especializado el concepto de “efecto Guggenheim”, ese que tanto daño ha hecho al erario público y al perfil de las ciudades. En esa línea ha proseguido Moix, aunque con especial atención, en el caso que nos ocupa, a ese nombre propio y controvertido que apuntábamos arriba: Santiago Calatrava.

Queríamos un Calatrava. Viajes arquitectónicos por la seducción y el repudio resulta un libro necesario para poner nombre y, sobre todo, cifras a una personalidad excesiva. Planteado como un volumen poliédrico (libro de viajes, de crítica arquitectónica, de análisis político, etc.), muestra una visión excelentemente contrastada sobre quién es el artista y cuáles son sus hechos. Moix recurre a las hemerotecas, pero también a colaboradores, contratistas y políticos para recoger el mayor número de testimonios sobre la verdadera personalidad del Hombre. Además, viaja a los lugares donde Calatrava ha dejado su impronta para constatar que el defecto de su obra no está en lo desmedido de su coste, sino también en la nula conciencia de los que se encargaron de contratar unas obras que, en muchos casos, propenden a lo megalomaníaco tanto del arquitecto como de sus mecenas.

El icono, el tótem arquitectónico, ha esculpido el ‘skyline’ de casi todas las ciudades del mundo. La nómina de proyectistas estrellas se ha repetido hasta la saciedad, tanto en Oriente como en Occidente. A Calatrava le tocó entrar en escena en un momento en el que España estaba construyendo una imagen hacia el exterior y continuó su trabajo montado en la barcaza de la especulación inmobiliaria y de los políticos con ínfulas de Pericles. “Una herida que nos dolía”, llegó a decir Alberto Ruiz Gallardón cuando finalmente el valenciano colocó una de sus obras en la capital y suturaba de ese modo tal herida. Llàtzer Moix muestra el revés de la trama: cómo un mirlo blanco para todos los pajareros que se sentaban en un sillón con vistas a un terreno reurbanizable se fue convirtiendo en un cuervo negro, agorero y gastoso.

De familia perteneciente al mundo agrario y con un talento especial para el dibujo, Santiago Calatrava supo mover ficha en su juventud para que su afán de trascendencia viera pronto el camino de baldosas amarillas trazado en el suelo. Tras los años de aprendizaje valenciano y asentamiento en Zurich, planteaba su arquitectura como un arma contra el tedio, la decadencia y la ordinariez. Sus primeras obras demostraban un talento agudo por las formas. Pronto entraría en pugna con los grandes nombres de este arte: a Norman Foster lo consideró “un desgraciado”, entre otras cosas, porque le había ganado unos cuantos concursos para edificios de fuerte valor icónico. El apellido Calatrava está ominosamente vinculado a nombres de políticos levantinos y a sus sonados casos de prevaricación, malversación de caudales públicos y tráfico de influencias. Su capacidad de argumentación, su facilidad para ver el lado débil de sus interlocutores y sus dotes de adulador hicieron de él un maestro a la hora de conseguir contratos millonarios. Queda de manifiesto en este libro que existe una responsabilidad evidente de la Administración pública sobre el hecho de licitar a la baja y de pagar al alza, cuestión esta con la que ganaban todos excepto el ciudadano.

Los ejemplos de edificios que acompañan la caída paulatina de Calatrava se suceden. Todos tienen en común los excesivos sobrecostes: el puente de Zubi Zuri en Bilbao (los viandantes se resbalan por el tipo de suelo con el que se construyó); el Auditorio de Adán Martín de Tenerife (se obligó a buscarle otro solar y presentaba problemas de acústica y de diseño interior, a los que el artista contestó dibujando soluciones alternativas en una servilleta de hotel); el Milwakee Art Museum (el transporte de los componentes obligó a fletar un Antonov 124, lo cual encareció considerablemente el precio final); el Turning Torso de Malmö (su elevadísimo coste hizo que el socialdemócrata Örback, candidato a la alcaldía de la ciudad, pasara por los tribunales y tuviera finalmente que exiliarse a Malta); la Ópera de Palma de Mallorca y el nuevo puerto (Jaume Matas pagó por el proyecto un millón de euros, 60.000 por la maqueta del puerto, otros tantos por la del teatro y, finalmente, 80.000 por un vídeo. Nunca se construyó); la villa olímpica de Atenas (hoy día abandonada a su suerte y a los jaramagos, metáfora de la propia Grecia) ; la columna de Caja Madrid (un caramelo envenenado de cuyo mantenimiento nadie se quiere hacer cargo); el complejo Buenavista de Oviedo (un claro ejemplo de que la Administración pública negocia con el bien común para el beneficio de iniciativas privadas); la Ciudad de las Artes, probablemente el edificio más costoso antes, durante y después de toda la Comunidad Valenciana (la caída del trencadís y el abombamiento de las paredes, entre otras muchas cosas, abochorna al más pintado); y, finalmente, el costosísimo Intercambiador de transporte del World Trade Center en Nueva York, del que la prensa dijo: “el señor Calatrava ha dado algo a Nueva York a cambio de miles de millones. Pero si la enseñanza que podemos extraer de este proyecto es que los arquitectos necesitan barra libre, un cliente vanidoso y sumiso y un cheque en blanco para crear espectáculo público, entonces el intercambiador es un desastre para la arquitectura y las ciudades”.

Llàtzer Moix ha compuesto un libro de aliento periodístico, de prosa grácil, con el que se disfruta a cada página. Se podría taracear en la historia de España en las últimas décadas, pues funciona como crónica viva de los desmanes de este país. He de suponer que su asesoramiento jurídico será un hecho, pues no se anda Calatrava con tonterías (cerró la web «www.calatravatelaclava.com», aventada por EUPV, porque atentaba contra su honor, cuando ésta sólo mostraba a la ciudadanía los costes calatraveños).

En el paseo que Moix se da a los pies del puente del Alamillo en Sevilla, observa el crítico catalán una pintada que bien podría ser una declaración de amor de un político manirroto a un arquitecto engolfado en lo megalómano y lo oneroso (los corchetes son míos): “Lina [Calatrava], qué lindos son tus pechos [puentes] de 120”. Busquen a Moix e invítenlo a un plato de croquetas.

Queríamos un Calatrava. Viajes arquitectónicos por la seducción y el repudio (Anagrama, 2016) de Llàtzer Moix | 344 páginas | 22,90 €

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