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Ni geometría ni teología, ni decencia ni buen gusto

 

«Cuando en el mundo aparece un verdadero genio, puede identificársele por este signo: todos los necios se conjuran contra él«. Con estas palabras de Jonathan Swift comienza La conjura de los necios (c. 1963) de John Kennedy Toole, una de las novelas más singulares de los últimos tiempos.

Fran G. Matute nos desvela el impacto de juventud que le supuso conocer a Ignatius J. Reilly, un personaje que le conectó para siempre con el placer de la lectura.

 

 

 

Fran G. Matute

Llevo cerca de 15 años buscando una novela que me haga reír tanto como La conjura de los necios de John Kennedy Toole. Y hasta ahora no he encontrado nada similar, ni por asomo. Lo más cercano puede que haya sido Hogar, dulce hogar (2004) de Sam Lipsyte, pero la risa en aquélla ocasión surgió más por la afinidad con la obra de Toole que por su valía intrínseca (e innegable, por otra parte).

No es casual que lo primero que destaque de esta novela sea el humor, por encima de cuestiones puramente literarias o culturales. La risa es, para este que os escribe, un elemento tan fundamental como el respirar y encontrarlo en la literatura es doble goce. Siempre se ha dicho que los productos de índole jocosa se encuentran poco valorados artísticamente hablando (ahí tenemos el caso de las comedias cinematográficas y sus actores) pero también es ‘vox populi’ que es mucho más difícil hacer reír que llorar, así que digo yo que algo tendrá de meritorio una novela que a lo largo de sus 350 páginas te mantiene constantemente con una sonrisa de gilipollas integral.

Y efectivamente, sí que tiene algo de meritorio y se llama Ignatius J. Reilly, el protagonista absoluto de La conjura de los necios y uno de los personajes más repugnantes de la literatura universal. Insolente, inoperante, exasperante, impertinente… por no decir que es un gordo asqueroso y cabezón, sexualmente reprimido, que gasta un bigote infame y no ha dado un palo al agua en su puta vida. Así es Ignatius, uno de mis referentes indudables de juventud.

Muchos os preguntaréis que cómo alguien en su sano juicio puede identificarse con semejante Behemoth. Yo también me lo sigo preguntando, pero me resultó inevitable en su momento simpatizar con el pobre Ignatius cuando, forzado por las circunstancias del destino, se vio obligado a hacer algo tan horroroso como «ir a trabajar«. Cuando uno es joven e inocente tiende a mostrarse inconformista por naturaleza y, según se mire, así me parecía Ignatius. Aunque quizás sea justo recordar que, para él, el devenir del mundo se rige por los designios de la diosa Fortuna, venera a Boecio (siendo su libro de cabecera De Consolatione Philosophiae) y anhela los años dorados en los que vivía la monja Rosvita.

Esta particular ‘weltanschauung’ quedaba reflejada en sus cuadernos Gran Jefe, quizás la más importante obra del pensamiento moderno del pasado siglo XX (de haber existido). «Con la caída del sistema medieval, se impusieron los dioses del Caos, la Demencia y el Mal Gusto«, escribía Ignatius en su particular diario. Así que la época que le tocó vivir -principios de los sesenta- carecía absolutamente de geometría, teología, decencia y buen gusto, al parecer los más grandes atributos del ser humano. No es por tanto de extrañar que la experiencia de tener que trabajar -esa perversión que se impuso tras la irrupción de La Ilustración- fuera motivo suficiente para que a Ignatius se le cerrara la válvula pilórica con las consecuencias fatídicas que ello traía consigo para la gente que lo rodeaba, desde su paciente (y algo borrachuza) madre a su ex-novia, esa ‘beatnik’ judía y libertaria llamada Myrna Minkoff.

Pero al margen de la lectura más o menos «científica» de lo que significa el sistema capitalista (con sus películas de Doris Day, sus repetitivas tareas de oficina, sus «cruzadas por la dignidad mora» y el horrible descubrimiento de que todos los marineros son en realidad homosexuales), La conjura de los necios es un cántico a la ciudad de Nueva Orleans. No tengo muy claro (mi memoria no da más de sí) si fue esta novela la que puso la semilla de mi adoración por la Crescent City, pero lo cierto es que su lectura termina siendo uno de los más brillantes escaparates de la ciudad (no sólo a nivel de localizaciones sino de hábitos, acentos -imprescindible leerla en V.O.-…) e Ignatius el mejor cicerón. En contraprestación, la ciudad le brindó al personaje una estatua en plena Canal Street, frente a los antiguos almacenes D.H. Holmes, lugar donde se inicia la novela.

Era John Kennedy Toole un amante de su ciudad natal y La conjura de los necios es un homenaje a su idiosincrasia. Siempre ha sido Nueva Orleans una ciudad de contrastes, que ha sabido conjugar la tradición con la modernidad aunque la naturaleza se haya empeñado en que la ciudad no tenga futuro. Como tampoco lo tuvo Toole, que hastiado por no poder publicar su gran obra (recientemente se ha publicado la fútil batalla epistolar que mantuvo el autor con el editor Robert Gottlieb, de Simon & Schuster) terminó suicidándose en 1969, arrebatándonos la posibilidad de haber accedido, quizás, a un imponente ‘opus’ literario. Ni los avatares para la publicación de la novela (igual de interesante resulta la odisea vivida por la madre del autor, Thelma Toole, para poder publicarla tras la muerte de su hijo, lo cual ocurrió en 1980) ni los reconocimientos póstumos (la novela recibió el Premio Pulitzer tras su publicación) han conseguido que La conjura de los necios deje de ser una obra de culto, minoritaria me atrevería a decir (a pesar del sorprendente número de ediciones que lleva en Anagrama al que yo he contribuido abundantemente a base de regalarlo a todo quisque), que repele tanto como fascina. Es la grandeza de una novela que pudo no haber existido nunca, escrita por un genio contra el que todos los necios (sobre todo del mundo editorial) se conjuraron. Sólo podemos dar gracias a la diosa Fortuna por haber girado la rueda y haber permitido que este texto viese la luz para disfrute de todos nosotros, caballeros mongoloides.

admin

6 comentarios

  1. Ah, amigo Matute, cuánta razón tiene usted en lo que dice. Como ya le comenté, recuerdo una gripe en cama, con ataques tectónicos de tos, doblados en su frecuencia a causa de esta maravillosa obra, riéndome como si me estuvieran matando a cosquillas. Si hay alguien por ahí que no haya leído aún esta novela, que se vaya al quiosco más cercano y se haga con un ejemplar. Hay una edición quiosquera de Herralde con lo del aniversario de Anagrama. En caso de no encontrarla, a la librería más próxima y a la carrera.
    Un saludo estival.

  2. Es una grandísima novela que yo tuve la suerte de leer apenas salió y siendo joven. Uno entonces tenía una idea de la literatura muy corta… hasta que leyó esto y descubrió que la literatura puede tener casi infinitas posibilidades. Para mí realmente fue un descubrimiento

  3. Amigo Miguel,

    Siendo tú un escritor eminentemente humorístico, no es de extrañar que esta novela sea un libro importante en tu «formación» literaria.

    Por cierto, suerte con Eutelequia. Estoy deseando leerte de nuevo… 😉

    Un abrazo.

  4. Yo he disfrutado con esta novela como un enano y, a la vez, me dejó marcado. Además, considero que el suicidio del autor le añadió calidad real al libro. Un abrazo.

  5. Genial! Gracias por compartir estas reflexiones. La hermandad Tool crece afortunadamente!!

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