ELENA MARQUÉS | Hace más o menos un año leí, casi sin respirar, la novela El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes, de Tatiana Ţîbuleac. Me atrajo de ella todo: el título imposible, o mágico; la ilustración de la cubierta; la procedencia de la autora (Moldavia, territorio complejo y prácticamente desconocido para una españolita media como yo); el arranque dominado por la ira («Aquella mañana en que la odiaba más que nunca, mi madre cumplió treinta y nueve años»), que da paso a una forma brillante de narrar, entre ríspida y poética; la difícil temática (las relaciones materno-filiales: uf); el hecho de que Impedimenta se encargara de editarla; los muchos galardones que le habían concedido…
No negaré que algún «pero» terminé por ponerle. Así, me pareció demasiado brusca la transformación de su protagonista, el adolescente Aleksy, tan desequilibrado al principio y tan responsable después, por mucho que haya circunstancias en la vida que te hagan envejecer en un instante y la narración se construya desde un tiempo distinto. Sin embargo, no tenía la conjunción adversativa tanto peso como para no lanzarme con ganas a la segunda novela de la escritora y periodista moldava que apostaba en la primera por el amor y el perdón y esa forma tan descarnada de contarnos las cosas.
En El jardín de vidrio me encontré de nuevo con un largo, quizás en exceso, tratado sobre las relaciones familiares, o más bien sobre la ausencia de ellas. Sobre hasta qué punto la orfandad imprime carácter. Sobre cómo se sobrevive al abandono. Y sobre ciertos descubrimientos vitales que desmoronarían a cualquiera. No recuerdo ahora mismo en qué momento lo que parece un acto de bondad, la adopción de Lastochka por parte de la botellera Tamara Pavlovna, se manifiesta como lo que realmente es, una compra de esclavos en una república de aquella Unión Soviética que ya lanzaba sus últimos estertores, pero, desde luego, es un momento duro para el lector, al que aún le aguardan escenas terribles.
Porque en esta novela no hay paños calientes, ni en lo que cuenta ni en la forma de contarlo. Los personajes que componen el microcosmos del patio en que se cría la protagonista, vecinos desastrados a los que conocemos más allá de las ventanas a las que se asoman, sirven para situarnos en un espacio y un tiempo de miseria e inseguridad en el que las mujeres solían llevarse la peor parte; para adentrarnos, a través de la percepción aún infantil de Lastochka, en las capas más bajas de la sociedad, donde no faltan viejos excombatientes, prostitutas, mujeres desahuciadas, niños que juegan como si la felicidad fuera posible o existiera, y un insoportable inspector de barrio encargado de vigilar sus respectivas vidas, a cual más deprimente.
No, no resulta difícil entender una oscuridad tan inmensa, una realidad tan dickensiana en la que a una desgracia siempre sucede otra peor («¿Dónde se ha visto, sin embargo, que la primavera traiga cambios duraderos? No duraron tampoco los nuestros»), así como conocer algunas circunstancias de ese país de Europa del Este que, colonizado por el idioma ruso, trata tímidamente, y en desventaja, de definirse por sus propias palabras, por una lengua que, como aclara la autora en una nota preliminar, fue más inventada que real, más una herida que una bendición. «Me he preguntado miles de veces cómo puedes llegar a odiar la lengua en la que te sabes todos los cuentos y todas las canciones», dice. Qué triste, ¿no?
Sabemos, sin embargo, que la niña rescatada del orfanato, rebelde y fuerte hasta la exageración, maltratada y despreciada por su madre adoptiva, contra todo pronóstico, vence bien los obstáculos, pues el relato es eso precisamente: un conjunto de recuerdos de aquella infancia extraordinaria (por fuera de lo común, por increíble) vertidos en una larga carta o diario a los padres perdidos donde no faltan la queja por lo no vivido y, a la vez, cierto orgullo por los logros alcanzados y su inusitada capacidad de superación.
La estructura y el lenguaje, en cierto modo, vienen condicionados por ello. Por el hecho de dirigirse, entre la ira y la pena, y desde la candidez infantil a la pérdida de la inocencia, a unos padres desconocidos, a los que vomita sus desordenados y dudosos recuerdos a través de breves fragmentos textuales que se clavan como botellas sucias y rotas en nuestros ojos y oídos, desprevenidos como estaban en los umbrales del verano. Pero, bueno, al fin y al cabo, así se siente la protagonista, la voz narrativa que nos acompaña desde el minuto uno como trasunto de un dolor difícil de expresar como no sea a base de comparaciones y metáforas, mucho más gráficas que el más directo y duro de los lenguajes. «Durante toda la vida me he arrancado trozos y los he repartido entre la gente, que ha alimentado con ellos los hocicos de los perros». ¿Alguien da más?
Es verdad que al principio parece que nos va a costar un poco recomponer todos esos trozos diminutos, ese puzle hecho de escombros y de sangre. Los capítulos son a veces muy breves (pequeñas anécdotas de sus amigos, comentarios sobre algún vecino, malas contestaciones de su madre de acogida…), y se dejan caer tal como le llegan a Lastochka a la cabeza. La narradora salta continuamente desde el presente de la elocución a los recuerdos de la infancia, que más o menos respetan la línea cronológica. Y es así, al juntar todas las piezas, como llegamos a conocer en profundidad no solo a la mujer dura, fría y casi cruel que las circunstancias han terminado conformando («¿Qué es el dolor de otro comparado con el hambre de uno?», se pregunta en un momento dado), sino al coro que la rodea, con personajes tan entrañables como Şurochka «frotándose la pierna con el cepillo de las alfombras» o el tuerto Pavlik, «el-que-no-jugaba-pero-estaba», y tan necesarios como Bella Isaakovna, capaz de afrontar cualquier problema y dar buenos consejos. Y todos ellos examinados como microbios por Lastochka desde el grueso culo de una botella recogida y lavada por ella misma («Todas nuestras vidas bajo una tapa de vidrio»).
En fin, poco más que añadir. Que de nuevo me ha erizado el vello la forma brusca y descarnada de narrar de Tatiana Ţîbuleac, su estilo sincopado, parco, con destellos líricos, bajo el que reconozco ecos de su primera novela, y que en este caso se adorna con bastantes dosis de un humor más agrio que negro. De hecho, incluso la fórmula escogida, como ya he dicho, tiene ciertas similitudes: la escritura con función catártica, sanadora, de un diario, de un mapa que aclare el camino, ya sea como forma de superar un bache creativo en El verano…, ya sea para encarar una existencia traumática en esta, y quizás, de nuevo, con deseos de reconciliación, lo que no resta valor ni originalidad a esta historia que se centra, además de en la cuestión familiar (vuelvo a decir: lo mismo que en la novela anterior), en el gran problema de un país en construcción o reconstrucción: un lugar escindido entre dos culturas y dos lenguas, dos alfabetos (son muchas las veces en que aparecen palabras en cirílico y su trasvase para nosotros), que representa también el propio rabioso desconcierto de la autora a la hora de reconocer su identidad. No en vano su primer libro, Fábulas modernas, recoge 50 relatos sobre la migración, y ella misma vive en París desde 2008, así que leer El jardín de vidrio en esa clave no debe estar tan desencaminado.
En cualquier caso, se acceda a él con la intención que se acceda (frases como «Unos juntos a otros, unos sobre otros. Los de abajo sostienen a los demás sobre los hombros. Son fuertes los de abajo» al referirse a los bloques de pisos que descubre al salir del orfanato solo tienen una interpretación, bajo cualquier óptica), lo que no puede negársele a este libro es su calidad literaria. Esas palabras promocionales que suelen lanzarse con tanta alegría de «la revelación del año», «lo más esperado», «absolutamente necesario», podrían dedicarse a la obra de Ţîbuleac con merecimiento. Y, aunque me resisto a sumarme a ese tipo de sintagmas carentes ya de significado, porque, además, nada es perfecto (en mi humilde opinión, al libro le sobran algunas páginas, y a veces se hace algo repetitivo), creo que lo recomendaría a mis amigos y enemigos por igual. Si es que aún me quedan de los primeros.
El jardín de vidrio (Impedimenta, 2021) | Tatiana Ţîbuleac | 360 páginas |22,80 euros | Traducción de Marian Ochoa de Eribe.
¡Qué buena, Elena!
Un placer Elena.