Molloy / Malone muere / El innombrable
Samuel Beckett
Alianza, 2012
ISBN: 978-84-206-0857-0, 978-84-206-0858-7 y 978-84-206-0859-4, respectivamente
263, 163 y 222 páginas, respectivamente
10,50 €, 9,50 € y 9,50 €, respectivamente
Traducción de Pere Gimferrer, Ana María Moix y R. Santos Torroella, respectivamente
Sara Mesa
La anécdota es relativamente conocida. Una noche de enero de 1938, Samuel Beckett camina con unos amigos por las calles de París. De pronto se le acerca un proxeneta que, tras un breve e incomprensible diálogo, lo apuñala. La herida casi le atraviesa el corazón. Ese “casi” es definitivo: Beckett no muere, pero ante él se plasma más que nunca la conciencia de lo absurdo y aleatorio de la existencia (o así ha querido interpretarlo la historia literaria, como reflexionaba Javier Avilés en su magnífico blog El lamento de Portnoy). Realidad o mixtificación, se cuenta que durante el juicio Beckett le preguntó a su agresor por los motivos del ataque. La respuesta es digna del Meursault de Camus: “Je ne sais pas, monsieur. Je m’excuse”. A Beckett le pareció un tipo agradable y educado, y retiró los cargos contra él. Esté o no relacionada con esta historia, parece claro que la ausencia de motivos-finalidades-razones y la arbitrariedad de la existencia-muerte, plasmada en crímenes que se cometen “sin saber por qué”, se repite con insistencia en la obra del escritor irlandés. En esta turbadora trilogía de novelas, escritas entre 1951 y 1953, he encontrado varios casos similares. En Molloy, Moran, mientras espera tirado en medio del campo a que su hijo Jacques traiga la bicicleta que le ha encargado, se cepilla a un extraño que aparece de pronto (“No sé qué ocurrió entonces. Pero un poco más tarde, quizá mucho más tarde, lo encontré tendido en el suelo, con la cabeza hecha papilla”). En Malone muere, el protagonista admite haber matado a varios hombres -al último rebanándole el cuello con una navaja-, aunque ignora los motivos de sus actos (“¿A cuántos he matado, ya dándoles en la cabeza, ya prendiéndoles fuego? Así de pronto solo recuerdo cuatro, todos desconocidos…”).
Personajes que actúan sin motivo, que viven -o malviven- sin finalidad aparente. Seres enfermos, tullidos, sin memoria ni identidad, que se arrastran por el suelo, se acuestan boca arriba en el barro para evitar que la lluvia les moje la espalda, chupan guijarros, balbucean, dudan, cuestionan, hablan, siempre hablan. La visión tragicómica de la existencia, tan propia de Beckett, se presenta en esta trilogía de una manera demoledora. En Molloy, dividida en dos partes, tenemos a dos personajes que monologan -Molloy y Moran- y que se encaminan hacia un destino desdibujado. Molloy va a visitar en bicicleta a su madre -aunque no sabe en qué ciudad vive y ni siquiera sabe si aún vive-; Moran, siguiendo órdenes imprecisas que no comprende, sigue el rastro del propio Molloy en compañía de su hijo al que desprecia, mientras experimenta tal desgaste físico y moral que uno se pregunta si no estamos ante el mismo Molloy visto desde otro ángulo. En Malone muere aparece Malone, una especie de desecho humano que descansa en una habitación -¿de un asilo, de un manicomio?- y que pasa el tiempo haciendo inventario de sus escasas pertenencias -un plato, un bastón, una libreta, un lápiz- y narrando la historia de un tal Sapo -luego Macmann-, que tal vez es también él mismo. En El innombrable la trama narrativa se adelgaza aún más y ya solo tenemos al personaje que en su demente monólogo interior -hablar es lo único que le queda-, sustenta su absurda voluntad de existencia, como queda plasmado en la famosa frase final: “Seré yo, será el silencio, allí donde estoy, no sé, no lo sabré nunca, en el silencio no se sabe, hay que seguir, voy a seguir”.
En estas novelas, escritas hace ya más de 60 años, Beckett dinamita todas las convenciones narrativas: no hay apenas acción, no hay argumento, no hay espacio, tiempo ni movimiento, ni siquiera los personajes -tan ensimismados, tan aparentemente locos- están bien definidos -se les cambian los nombres, se desdoblan, pierden la memoria al tiempo que pierden su consistencia física-. El mismo Beckett, consciente del impacto que suponía esta ruptura, advirtió a su editor de que la publicación de Molloy supondría la bancarrota de la editorial. Ferviente defensor del experimentalismo de Joyce, pero también fuertemente influido por la obra de Dante, de Pirandello, Sartre, Robbe-Grillet o Ionesco y por los grandes del cine cómico (muy especialmente Buster Keaton), en estas novelas Beckett, con más énfasis aún que en su teatro, se adentra en la senda de lo críptico, de lo grotesco y hasta de lo obsceno, para bucear en “la indigencia moral del hombre moderno”, que es como la Academia Sueca definió el propósito de su obra para la concesión del premio Nobel en 1969.
En el periodo de escritura de estas novelas Beckett ya había optado por el francés. La elección, idéntica a la que emprendería años después mi admirada Agota Kristof, es una clara apuesta por el extrañamiento del lenguaje: supone la huida del estilo literario y de los automatismos de la lengua materna, al tiempo que una búsqueda del minimalismo y la depuración. La decisión también está ligada a las terribles consecuencias de la Segunda Guerra Mundial. Si Beckett opta por romper con todas las unidades narrativas en un mundo que carece de esperanza y de sentido, esto también tiene que afectar forzosamente al lenguaje. Beckett no siempre es fácil de leer, precisamente porque se despoja de los ropajes literarios. Su complejidad radica, paradójicamente, en la simplificación, en la ausencia de andamios a los que agarrarse. Detestaba usar la palabra literatura para referirse a su obra. Ni siquiera la palabra escritura le gustaba. De él se dice que solamente hablaba, en todo caso, de trabajo.
¿Pesimismo? ¿Nihilismo? Beckett decía que tenía “escaso talento para la felicidad” y lo explicaba por los horribles recuerdos de su existencia prenatal, en la que ya experimentó la claustrofobia y el sofoco (“Probablemente me metí en una especie de espiral invertida, quiero decir una espiral cuyos anillos, en vez de ir ampliándose, se fueran reduciendo…”, dice el Innombrable). Sin embargo, sus obras (y estas novelas muy en concreto) resultan también extrañamente divertidas, impregnadas de ese humor negro y ácido que también explotaron, a su modo, grandes como Canetti o Bernhard. Nadie puede dejar de reír al leer las páginas en las que Molloy, cogiendo guijarros de la playa, idea un sistema para guardarlos en los bolsillos de su raída chaqueta e ir chupándolos uno por uno sin repetir nunca dos seguidos. Pero es solo un ejemplo. Toda la trilogía, incluso el desesperante soliloquio de El innombrable, rezuma ironía y sarcasmo. El desencanto que puede producir su lectura se ve sobradamente compensado no solo por la risa, sino también, sin duda, por la belleza de sus páginas. Mejor que yo lo dijo su gran admirador Harold Pinter: “Cuanto más lejos va, tanto mejor me siento. […] Es el escritor más valiente e implacable, y cuanto más se restriega la nariz en la basura, tanto más se lo agradezco. Ni me toma el pelo, ni me pasea por jardines, ni me hace guiños de inteligencia, ni me da un remedio, o una senda, o una revelación (…) Lo que produce es hermoso. Su obra es hermosa”. Me parece que no hay mucho más que añadir. Y además, en reedición de bolsillo. Por si aún os quedaba alguna duda.
Pues menuda sorpresa Sara Mesa porque yo pensaba que este blog era para literatura española y ahora veo que se habla de todo. a mi el señor Beckett me gustó desde siempre como todo el mundo con el «waiting por godot» pero estas novelas no las conocía. Lo de los asesinatos porque sí sin justificar es algo que desgraciadamente pasa en la vida, así que beckett a lo mejor no es tan surrealista, no? Y me encanta lo de los personajes arrastrandose sobreviviendo, también en la vida real pasa hoy día más que nunca, me contaron de uno que hasta se limpiaba los mocos con farolillas (farolillos, no se bien el nombre) de la feria, es una tonteria disculpa Sara pero me acordaba leyendo tu reseña. Gran saludo.
Hola, Chris. Son farolillos, en masculino, y la verdad, me cuesta imaginar a alguien sonándose los mocos en uno. Sí, una historia muy propia de uno de los desarrapados personajes de Beckett. Gracias por comentar.
La crueldad gratuita contra los demás y contra uno mismo; ese afán de autoaniquilación por «incapacidad para la felicidad». La angustia abstracta sin porqué, desubicada, sin tiempo, espacio ni nombres propios. A través de Beckett, hablas de la misma corriente continua que da sustancia a tu obra ¿me equivoco?
Pues no sabría qué decirte, Lola, pero es posible, pues muchos de los autores que más me interesan exploran esa literatura de la crueldad de la que ha hablado José Ovejero. Y sin embargo, insisto, esto no excluye en absoluto el humor. En esa simbiosis encuentro algo muy seductor. Un saludo.