ELENA MARQUÉS | Hace unos días comentaba con alguien lo que nos gusta a los pobres mortales leer historias de gente rica. Y no creo que sea por puro masoquismo. Es que el lujo inalcanzable adorna cualquier relato y nos hace sentir, mientras lo leemos, seres extraordinarios. La ambientación en palacios suntuosos, los atuendos elegantes, las gourmandises y fruslerías y otros platos exquisitos, el lenguaje lírico de vinos y perfumes, el babel de idiomas, el roce con grandes personalidades del arte y la aristocracia, los viajes exóticos, todo eso irremediablemente teñido de belleza nos traslada a unos mundos de ayer que nos resultan más hermosos y novelables que los de hoy. Posiblemente porque, como diría Antonio Machado, se canta lo que se pierde. Aunque algunos no podemos perder lo que no hemos tenido nunca.
Tras viajar con Mauricio Wiesenthal (Barcelona, 1943) en el Orient-Express. El tren de Europa justo cuando no se podía (fue una de mis primeras lecturas pospandémicas), me embarco ahora en otro libro con semejantes perejiles de fasto y oropel e igualmente inclasificable, a caballo entre la crónica, el diario, la novela, el libro de viajes, el ensayo, la autobiografía y, por qué no, el tratado de Historia Contemporánea, titulado con el significativo nombre Las reinas del mar. Memorias de una vida aventurera. En él acompañamos a su autor por el recuerdo de viajes y estancias en buena parte del globo terráqueo, a la vez que asistimos al proceso de la propia escritura de la obra, que va comentando a su partenaire en los viajes y al lector en un ameno y generoso ejercicio metanarrativo.
A poco que conozcamos algo de la semblanza de este buen señor, que ha ejercido trabajos varios, dispares e incluso increíbles, nos damos cuenta de que ese primer consejo que recibimos en aquel taller de escritura creativa que alguna vez hicimos sobre posibles fuentes de inspiración («escribe sobre tu propia vida y lo que conoces mejor») para él debe resultar más fácil de seguir que para el resto de los literatos. Dando por hecho que mucho de lo que narra es ficción, o memoria ficcionalizada (o eso quiero creer para no caer yo en el capital pecado de la envidia), con esos mimbres biográficos quién no podría construir una buena epopeya.
De manera algo caótica, como suelen acudir los recuerdos a la cabeza, Wiesenthal, huyendo continuamente de Ítaca ( «huir de Ítaca, dejar lo que tenemos para buscarlo de nuevo, precisamente porque así comprendemos que somos nosotros los que más cambiamos») y acompañado por un amor humano que responde al nombre de Sarah, compone un canto a su Amor por el mar, por el viaje, por la libertad y por esos grandes trasatlánticos ya desaparecidos, de los que nos cuenta su historia, su fauna particular, su tripulación intachable, sus anécdotas (algunas de ellas con la ayuda de los escritos del comodoro Melbourne, insertos en la narración como forma de ahondar también en el juego metaliterario), su evolución y destino, su papel en las Grandes Guerras, su final siempre aciago. Las descripciones detalladas de cada una de esas naves, decoradas por artistas de renombre, con cuidadas tapicerías, materiales nobles, escaleras monumentales, cubiertas resplandecientes, vajillas personalizadas y orquestas y músicos famosos amenizando sus varios restaurantes, se extienden con una prosa que recuerda a grandes escritores de principios del siglo XX, como Thomas Mann y Stefan Zweig, a los que parece admirar no solo formalmente, sino también en su espíritu, pues trasparece en este libro su deseo de recuperación de unos excepcionales momentos históricos, y yo diría que personales, que no podrán repetirse nunca.
De ahí que el tono se envuelva en cierta forma de nostalgia, con una aureola romántica que en ocasiones puede resultar irreal o sencillamente empalagosa («A veces los amores que parecen no tener explicación son lo que tienen más sentido», es capaz de decir), anacrónica, si se quiere; pero de una medida elegancia y algunos aciertos en la adjetivación («una educación somera y montaraz», «una penumbra meditativa», «la madrugada cansada y fresca», «el colorido desmayado y lírico de Botticelli»: siempre me ha gustado el ritmo binario) que permiten navegar por sus páginas sin contratiempos. Salvo alguna visita al diccionario para comprender, entre otros, el lenguaje marinero, pues continuamente saca a relucir su erudición y su cultura en prácticamente todas las ramas del saber. De hecho, el mismo Wiesenthal dice de sí mismo: «me agradaría que el lector de este libro encuentre en mi estilo las huellas de aquel mundo oriental donde —rebelde y contrario a muchas modas literarias de mi tiempo —me convertí en poeta modernista y escritor de antigüedades».
Sus estadías en tierra firme siguen la misma tónica. Desde la luna de miel en la India colonial, entre campos de té y fondo de Himalaya, con elegía incluida a lo perdido (ya se sabe: la independencia de unos territorios descompone los sueños de otro), pasando por estancias en Londres como pariente político del mismísimo lord Byron, que adereza con divertidas observaciones sobre el admirable carácter inglés, las nuevas fórmulas de trasladarse que tiene la que Pierre Daninos denomina «turistocracia» y alguna que otra sabia observación político-sociológica («Los pueblos que no saben organizarse en sociedades con constituciones democráticas son un peligro para la humanidad»), se rodean del mismo glamur. Solo muy de tarde en tarde tiene un recuerdo para los que ocupaban, en esas grandes reinas del mar (Carpathia, Titanic, Queen Mary, Andrea Doria…), los camarotes inferiores, los eternos emigrantes que hoy se trasladan en peores condiciones aunque comparten los mismos sueños.
En fin, que como viaje está muy bien, siempre que no queramos emularlo. Mucho me temo que ni en varias vidas podríamos reunir ni el dinero ni el savoir faire para huir de Ítaca con tal empaque y embarcarnos en semejante travesía.
Las reinas del mar. Memorias de una vida aventurera (Acantilado, 2024) | Mauricio Wiesenthal | 448 páginas | 26,00 euros