A mí la música no me consuela, ni siquiera sé si me gusta. A veces me pregunto si en realidad no la odio, como se odia una droga que necesitamos o una debilidad que tenemos. La música desasosiega más que calma y aumenta los apetitos que se supone que debería saciar. Como mucho, distrae de cosas que son más dolorosas. Si confundimos su poder con el consuelo, es porque no lo pensamos bien.
CAROLINA EXTREMERA | Mi libro de duelo favorito es H de halcón de Helen MacDonald, a pesar de que sé que El año del pensamiento mágico, de Joan Didion o Una pena observada de C.S Lewis son obras objetivamente mejores. Sin embargo, MacDonald logra algo muy complicado: hacer que la envidiemos mientras pasa uno de los peores momentos de su vida. Nosotros, los lectores, sabemos que ella sufre, pero también sabemos que, cuando estemos en su lugar y tengamos que superar la ausencia de nuestros seres queridos, no lo haremos aprendiendo a adiestrar un azor en la campiña inglesa. En ese sentido, se podría decir que existe un subtipo dentro de la literatura de la pérdida al que me voy a tomar la libertad de llamar: “literatura de duelos productivos”. H de halcón entra, sin duda, en este prototipo, porque su protagonista aprovecha esa etapa de su vida para focalizarse en algo que desea hacer y esa experiencia le enseña a conocerse mejor a sí misma. Podría parecer que se trata de un luto edulcorado, pero no lo es en absoluto. Los mejores libros de esa categoría que acabo de inventar serían, según el criterio de su creadora – el mío – los que incluyen un narrador que, aunque aprovecha su duelo para realizar una obra de arte, una investigación o un proyecto, no por eso sufre menos de lo que lo haría yo llorando y teniendo que ir a trabajar.
Contrapunto, de Philip Kennicott, además de cumplir todas estas normas, trata de un tema que me interesa muchísimo: las Variaciones Goldberg de Johann Sebastian Bach. El autor, mientras su madre se está muriendo, escucha obsesivamente la música de Bach porque es la única que, en esos momentos, no le parece insípida e irrelevante y le impulsa a “olvidar las cosas triviales y a sentir las profundas sin dejarse envolver por su horrible oscuridad”. Cuando, finalmente, su madre fallece, él decide retomar el piano, instrumento que tocó durante toda su infancia y parte de su juventud, para aprender a interpretar las Variaciones Goldberg.
En su viaje a través de la obra de Bach, Kennicott se pregunta qué es verdaderamente conocer una obra musical y cómo escribir sobre ella y, al hacerse estas preguntas, alterna capítulos de carácter ensayístico con otros más confesionales y autobiográficos. El piano y su madre, en realidad, están inextricablemente entrelazados porque fue ella la que lo animó – podríamos decir, incluso, que lo obligó – a interesarse por la música. Su relación con ella es de todo menos fácil, con episodios de maltrato tanto físico como psicológico que no bastan para que él la rechace. Esta ambivalencia está presente a lo largo de todo el libro a través de un hijo que trata de comprender la vida atrapada de su madre a pesar de haber sufrido sus consecuencias. En ese sentido, este libro tiene una profundidad emocional que huye de cualquier simplificación.
No obstante, he disfrutado más la parte en la que se centra en la música. Por un lado, Bach y su obra, que aprendemos a comprender algo mejor a pesar de su extremada complejidad y, por otro, su propia relación con el instrumento que estuvo tocando tanto tiempo y que ahora decide volver a desempolvar. Cuando habla de cómo ama y a la vez odia el piano, es fácil identificarse porque muchos hemos ambicionado dominar algo – pintura, escritura, gimnasia rítmica – que ha resultado ser tan inconmensurable que lo que debería ser una fuente de gozo pierde todo el placer, sobre todo cuando lo hemos intentado de niños dentro de un circuito de competición y comparación con otros.
Si no se está interesado en el músico alemán habrá partes de este libro que resulten muy cargantes a los que decidan leerlo atraídos por su componente confesional y psicológica. Yo compré el libro porque en la portada aparece una partitura con un retrato de Bach. He escuchado las Variaciones Goldberg de manera compulsiva en muchas versiones diferentes desde que tengo dieciséis años y es una obra que me fascina a pesar de no saber nada de música. Kennicott, en Contrapunto, ahonda en su estructura, en los pianistas que la interpretaron y en el motivo de que sigamos encontrando tanta grandeza en esta obra. Él y yo estamos de acuerdo en una cosa fundamental: no hay ni un solo momento en el que no nos apetezca escuchar a Bach.
Vivimos en una época que cree que el arte es una experiencia colectiva y que la música solo nos procura placer si la compartimos. Pero una obra como las Variaciones Goldberg produce también una sensación de descubrimiento profundamente personal, un placer que es difícil o imposible compartir, que quizá no sea placer propiamente dicho, sino un momento de intuición o conciencia que solo tiene sentido para nosotros.
Recuerdos de Bach y de duelo (Alpha Decay, 2023) | Philip Kennicott|Traducción de Juan Manuel Salmerón Arjona| 288 págs. | 23.90€