ALEJANDRO LUQUE | Sobre la muerte del padre se ha escrito mucho y bien. Entre las aportaciones recientes a esta luctuosa materia, cabe citar la sonada primera entrega de las memorias de Karl Ove Knausgård, el Inconsolable de Javier Gomá o esta brevísima y poética narración del portugués José Luís Peixoto, uno de los aclamados nuevos nombres de las letras del país vecino, al que se ha llegado a señalar como sucesor de José Saramago. De hecho, el Nobel lo piropeó generosamente en su día, y su viuda, Pilar del Río, sigue aún hoy refiriéndose a él como mucho más que una simple promesa.
La obra que nos ocupa, la última de las suyas aparecida en España, es en cambio la primera que publicó Peixoto, allá por el año 2000, cuando todavía no se consideraba siquiera autor profesional. Parece, pues, una buena ocasión para escrutar su ADN como escritor, sin perjuicio de que podamos perdonarle ciertas vacilaciones o impericias.
Lo que sí está presente desde primera hora es un aliento lírico muy nítido, que invade e impregna toda su prosa. Se dijera que el joven de Galveis era, en ese momento germinal, un poeta renuente al uso del verso y a cualquier otra medida de contención, un poeta que encuentra en el mecanismo de la escritura el consuelo de un cauce ancho para el dolor.
La pérdida del padre suele suscitar en los escritores dos reacciones contrapuestas, que a menudo se manifiestan de un modo simultáneo. Me refiero, por un lado, a la tentación de hacer memoria, de emprender uno de esos viajes a la infancia que, a través del hilo de la figura paterna, acaban siendo un ejercicio de introspección muy exigente, a veces vertiginoso, que en no pocas ocasiones concluye en feroz ajuste de cuentas. Y por otro, la proyección hacia el futuro, en la que sin la tranquilizadora presencia de los mayores, uno se siente dando un paso al frente en el camino del abismo inevitable, colocándose en el borde de dicho abismo, porque ya no hay nadie por delante.
Es curioso, pero Peixoto no hace ni una cosa ni la otra. No a fondo, al menos. Claro que acuden a él recuerdos, pero de un radio temporal muy limitado. Casi todos se centran en la enfermedad del padre, en el trance inmediato de médicos y hospitales al que la muerte ha venido a poner término. Y no es mayor su alcance hacia delante, ya que el porvenir se agota enseguida: todavía no hay claridad para eso, todo está demasiado próximo en el tiempo, no existe la perspectiva.
Leyendo este libro recordé el título de un poemario de mi amigo Miguel Ángel Cuevas inspirado en la obra del gran Oteiza: Escribir el hueco. Eso es lo que parece hacer Peixoto: no habla tanto de su padre, como del vacío que deja su padre al morir. Acaba de producirse una ausencia irreparable, y para el escritor no hay mucho más que describir el perímetro de ese cráter, medirlo y volverlo a medir. Por eso cada cinco o seis palabras comparece el vocativo “padre” con todas sus resonancias litúrgicas. Ese modo desesperado de afirmar la existencia de quien ya no existe más, de llamar a quien ya no puede respondernos.
«Padre, la casa es esta noche negra, fría, sin la gran seguridad que era tuya y que nos dabas», escribe Peixoto desde ese desamparo. «Ahora, el miedo. Has entrado en la muerte y ya no puedes volver para protegerme. he pasado la noche solo, sentado al fuego, esperándote. Y ya no puedes volver conmigo, que te espero, que te quiero». No estoy seguro de que sea bueno escribir desde ese lugar, no estoy seguro de que sea bueno escribir desde ese momento.
Porque la escritura, salvo que se trate de pura terapia –en cuyo caso solo debería trascender lo privado en casos muy puntuales– es o debe ser, además de emoción, reflexión, digestión, comprensión, o intento de comprensión. Y de eso, la verdad sea dicha, no hay demasiado en este libro de Peixoto, esta obra de aflicción estetizante, de negación de la realidad, de duelo apenas incipiente. Apuesto a que hoy, seis o siete libros después, saldría mejor literatura con tan íntimos materiales. Pero eso sería, claro, otro libro, otro escritor
Te me moriste (Editorial Minúscula, 2017), de José Luis Peixoto | 64 páginas | 9 euros | Traducción de Antonio Sáez Delgado
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