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Novela de amor

Los millones

Santiago Lorenzo

Libros Mondo Brutto, 2010

ISBN: 978-84-613-8899-8

212 páginas

16 €

Carolina León

El lector, a estas alturas del trayecto, está ya contento con que se le citen unas cuantas referencias reconocibles, se le expliquen peripecias ajenas más o menos aventureras y, a ser posible, se le presenten moldes vitales que produzcan, de acuerdo a los cánones contemporáneos, una sana admiración. El lector de estas primeras décadas de siglo conoce los trucos de la ficción, los acepta y asume, y entiende que es habitual que los narradores nos expliquen sus temas con mucha teoría y desde lejos, sin salpicarse apenas de las circunstancias en las que hacen aparecer a sus personajes. Un poco al cabo de la calle, los lectores buscamos ser engañados pero entendemos que ya desapareció para siempre la identificación del narrador con sus protagonistas, la entrega incondicional a sus peripecias.
Habituados a la retórica, los juegos intelectuales y la desazón formal de la narrativa post-moderna, los lectores de hoy nos hemos hecho el cuerpo a enredarnos en fabulaciones sin peso, construidas desde su propio descrédito, con narradores sabihondillos que siempre se guardan un as en la manga y aventuran dislocaciones, giros, remates de cabeza y patadas con el envés de la pantorrilla, con el fin de sorprendernos y hacernos sonrojar una vez más por nuestra crédula condición. Así, el efecto residual de tanta autoconsciencia es que el lector termina por poner una distancia con el relato aún mayor de la que puso el narrador. Hemos aprendido a leer no por medio de bonitos anteojos decimonónicos, sino provistos de telescopios de largo alcance.
Es por este motivo, porque no se corresponde con el modelo de narración contemporánea descreída, que el libro de Santiago Lorenzo nos sorprende unas cuantas veces más. “Una novela de las de antes”, reza la promoción de su editorial, y casi nos gustaría reescribir ese eslogan: “Una novela de amor de las de antes”.
Ahora, déjenme explicar que se trata de un libro divertido, emocionante y moralista a partes iguales. Un libro que descorre una cortina (la vida de la segunda mitad de los ochenta en la capital de España) y enseña su interior sin escrúpulo, aquello no amable, no hedonista, no victorioso que pasaba en las vidas de personas normales.
Si hablo del amor, no me refiero aquí a que en sus páginas haya una historia de amor entre personas de papel -que la hay-. Hablo de que Lorenzo -cineasta antes, director de las cintas «Mamá es boba» y «Un buen día lo tiene cualquiera»- ha escrito este libro como si no existiera toda esa corriente de cinismo, o cansancio, posmoderno, que no nos deja empatizar con el objeto al cual le dedicamos las dos mil horas necesarias para la confección de cualquier proyecto de cierta envergadura. Y no es que el autor no utilice las inevitables fronteras interpuestas en toda ficción, no conozca los mecanismos de empatía y curiosidad de los lectores, o no sepa de la obsesión por la forma que medra en la narrativa más actual. El autor toma esos elementos y los explota en su terreno. Las fronteras de la ficción están aquí señalizadas de la forma más clásica: con un narrador en tercera persona, un personaje puesto en la mira y seguido en sus más miserables movimientos, una narración que se bifurca y cuyas ramas se encuentran en algún punto… Y con la ayuda de esa vieja herramienta, el humor, dispone el fluido narrativo para que entremos en el juego, nos sintamos hermanos y pareja del sufrido protagonista, Francisco, de esta aventura de millones de pesetas inalcanzables.
Y también, en Los millones, hay forma, una hermosa forma oval y cerrada, cardinal y determinista como la de una maqueta a escala de tren.
Este es el motivo de que a mitad de lectura estemos deponiendo las armas de “listillos” y rindiéndonos, estremecidos y conmovidos como antiguos oyentes de relatos orales, como aficionados a las radionovelas, como espectadores del primer cinematógrafo. El autor no ha necesitado jugar con nosotros. Ha montado un libro fantástico con un personaje miserable, solvente y querible, sin preocuparse de si tenía o no distancia suficiente para jugar a las marionetas con él. Lo ha presentado solo, amedrentado por su necesidad de anonimato, hurgándose los bolsillos por monedas y contabilizando hasta la última peseta que dispendia, para después embarcarlo (y embarcarnos) en una montaña rusa de aventuras, tan terrenales y poco milagrosas como sus circunstancias anteriores. Y lo ha hecho sin preocuparse de si generaba o no el efecto de curiosidad que buscaba, porque en cierto momento de la novela el autor estaba pasándoselo demasiado bien con el cuento. Compenetrado con él, rematando una novela de amor que lo es no porque existan circunstancias y situaciones propias de lo romántico, sino porque él mismo estaba enamorado de su relato. Lo narra, lo transmite, lo cuenta con desnudez, con lenguaje sólido, oral, coetáneo, con gracia, con energía y humor -esa forma de distancia-, pero al mismo tiempo con platónico enamoramiento del narrador con su obra.

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