JOSÉ MARÍA MORAGA | Intento titular todas mis reseñas con un juego de palabras: algo que resulte ingenioso y más o menos llamativo o al menos que evoque una asociación en la mente ávida de los lectores de Estado Crítico. No me suele preocupar que tenga mucho que ver con el contenido del libro a reseñar pero en esta ocasión creo que el título es el mejor resumen de la novela que os traigo, como dicen los ingleses, “en una cáscara de nuez”. Voy a tratar de argumentarlo, empezando por el final. Que Ian McEwan es un gigante de las letras británicas no hay ni siquiera que demostrarlo, baste a lo mejor refrescar la memoria de quien vea La ley del menor en el escaparate de una librería para decirle que nos encontramos (probablemente) ante el mejor prosista inglés vivo, con permiso de Julian Barnes y otros -a más distancia- como puedan ser Martin Amis o Kazuo Ishiguro. Su obra se extiende a lo largo de cuatro décadas e incluye algunos de los libros de relatos y sobre todo novelas más interesantes de la literatura británica de los últimos años, por ejemplo Primer amor, últimos ritos (1975), Expiación (2001) o Chesil Beach (2007). Como anécdota (acaso significativa culturalmente) cabría añadir que muchas de sus obras han sido adaptadas al cine: la próxima Operación dulce, su novela de espionaje de 2012 que reseñamos aquí.
Al igual que la “talla” mayor o menor de un autor no tiene nada que ver con su estatura, la consideración que hago del calibre de una obra no está relacionada con su número de páginas pero ni siquiera con su ambición sino con el resultado. Solar (2010) era una obra bastante larga, e incluía reflexiones sobre muchos de los temas calientes del Zeitgeist (ecología, uso ético de la ciencia, la crisis del matrimonio) pero con ser una correcta y divertida novela, distaba mucho de ser la patada en los cojones que nos acababa de proporcionar Chesil Beach, donde curiosamente también se trataba una crisis de pareja. En el caso de La ley del menor, con el tema McEwan logra emocionarnos y sacudir nuestras conciencias, todo lo referente al lenguaje de la novela es perfecto –engañosamente fácil, como es McEwan- pero el conjunto no merece a mi juicio la consideración de “obra maestra”. Dicho esto, conviene recordar que una novela de sobresaliente bajo para Ian McEwan es una novela por la que el 99% de los escritores deberían querer vender su alma al diablo, pero mi labor aquí es la de la exigencia máxima y por eso califico La ley del menor como lo hago.
No quiero, en modo alguno, confundir al lector ni guiarlo hacia un lugar erróneo. “Me han dicho que la nueva de McEwan es mala”… ¡No! La nueva de McEwan es buenísima, pero no es lo mejor de McEwan, ni probablemente lo mejor que va a leer usted este año, salvo que sea usted de los que compran libros de Màxim Huerta, dicho sea con ánimo de ofender. No entiendo cómo una parte de la crítica se ha alzado, prietas las filas, a alabarla sin fisuras, hasta el punto de colocarla entre las más meritorias obras del autor de Aldershot. A lo mejor para compensar esto he querido darle un pequeño “palito a la burra”. La noticia no es que este hombre escriba bien, o que sepa armar una novela técnicamente perfecta, ni siquiera que logre emocionarnos ni que su lenguaje sea excepcional (“pulido” es el adjetivo que me viene a las mientes). Como decía Carlos Pumares, hoy día todas las películas están bien hechas, los que las hacen son competentísimos. A lo que debe aspirar un McEwan (por no decir un Marsé o un Marías) es a dar a la imprenta obras importantes, va de suyo que perfectamente escritas, y que a ser posible dialoguen con el signo de los tiempos, bien reflejándolo fielmente, bien influyendo en él para cambiarlo.
El autor de La ley del menor intenta esto, no se le puede achacar a la novela falta de ambición o mala puntería al escoger el tema. En dos brochazos: Fiona Maye, una importante juez de familia se ve obligada a fallar sobre el mediático caso de un menor de edad cuyos padres Testigos de Jehová le niegan una transfusión de sangre que podría salvarle la vida. La cosa se complica porque su señoría, que vive aislada en el fascinante microcosmos cultural del mundo judicial inglés -el Temple, los Inns of Court- se halla inmersa en su propia crisis matrimonial (¿otra vez, Ian?). Para redondear la cosa, el “menor” sobre cuya salud la juez debe decidir no lo es tanto; a pocos meses de cumplir los dieciocho, Adam Henry es un joven extremadamente maduro y sensible, capaz de tomar sus propias decisiones. Tal vez por eso, he querido ver un doble sentido en el título original (‘The Children Act’): “Los niños actúan”, los menores hacen cosas, tratan de tomar las riendas de su propia vida, aunque por supuesto lo que prevalece es “La ley del menor”.
Después de leer la historia de Fiona y Adam, quedé maravillado con el uso del lenguaje del señor McEwan, como es norma de la casa (las traducciones de Jaime Zulaika le hacen justicia) y debo confesar que me incomodé con los difíciles dilemas morales que la juez debe afrontar, algo que considero positivo en una época en que razón y fe, bien común y libertad individual están librando una sorda batalla en los cinco continentes de la que apenas tenemos somera noticia en los telediarios. Pero el libro se me quedó corto, no lo puedo expresar de otra manera. Tal vez sea un mal escritor de reseñas si no soy capaz de argumentar más objetivamente por qué, pero permitidme el comodín si no de la intuición literaria, sí el del conocimiento de la obra previa de este autor. Ian McEwan: muy bien, como siempre. Él es el empollón de la clase, pero por eso mismo al empollón le exigimos un 10 y nunca nos vamos a conformar con un 9.
La ley del menor (Anagrama, 2015), de Ian McEwan | 216 páginas | 17,90 € | Traducción de Jaime Zulaika
Totalmente de acuerdo con tus apreciaciones. He leído prácticamente todo lo de McEwan y esta novelita se me ha quedado corta.