…la vida continúa pero el tiempo de algún modo se ha detenido
MARK FISHER
ALFONSO GARCÍA-VILLALBA| Desaparecer. Hacerlo completamente. Tal y como sucede con el héroe (el protagonista) de La cadena del frío de Diego Sánchez Aguilar. Héroe en el sentido que se apunta al inicio del libro:
Respecto al uso del término “héroe” para referirse al personaje de estas páginas, hay quienes consideran un error llamar así a quien no realizará más acción que mirar por la ventana y mantener un soliloquio permanente. Pero el héroe es aquel cuyo nombre merece ser cantado por ser el individuo que destaca de la masa (…).
Así que mirar por la ventana, establecer un monólogo con el vacío: seguir el protocolo de la inacción y su nihilismo softcore. Sentirlo a cada verso. Leer los poemas (o reflexiones, visiones) como la traducción de un estado de hibernación. De modo que (tal vez) puedas adentrarte en el síndrome de Kleine-Levin (o síndrome de la bella durmiente). En cierto modo, claro: no a pies juntillas. El síndrome de Kleine-Levin es una enfermedad de tipo neurológico caracterizada por episodios de hipersomnia e hiperfagia, por trastornos cognitivos, alteraciones de la conducta. Si así lo consideramos oportuno, podemos (entre)leer La cadena del frío como una metáfora de esa afección del sistema nervioso. Tan solo en alguno de sus aspectos (eso sí). Por ejemplo en la somnolencia. Por ejemplo en la alucinación. La cadena del frío traduce todo esto de forma épico-lírica. La poesía de Sánchez Aguilar tiene eso (ya sucedía igual en Diario de las bestias blancas o en Las célebres órdenes de la noche). Así desaparecer (completamente) es una forma de anulación (o de pasividad: reducirse a cero). Hibernar como respuesta a un entorno hostil. Hibernar como forma de solipsismo.
A diferencia de los osos (que en el estado de letargia invernal llegan a reducir sus latidos a diez pulsaciones por minuto), el ser humano (queramos o no) no hiberna. Solamente puede establecer ciertas estrategias de desconexión. Cierta sensación sonámbula. Cierto aislamiento, anulación. Una suerte de preservación a través de la cadena del frío (desde una perspectiva simbólica), tal y como en estos poemas adivinamos. De alguna forma, un modo de silenciar la psique y el conflicto. Un manera de apagar el dolor y entender la criogenización como metáfora de la anulación del ser (esa criogenización que ya aparecía en la novela del mismo autor Factbook, 2018). Una apuesta por el (auto)abandono (existencial). O la desidia. Acaso huir, darse a la fuga. Una deriva fatal donde el corazón se apaga o queda muteado y que se traduce en sombras glaciales de adormecimiento, en versos (casi) suicidas de una conciencia en proceso de congelación (o, más bien, en descomposición: muy higiénica e indolora e inhumana).
La cadena del frío es una crónica (también) del anonimato y el silencio (y acerca de la lluvia o el barro y el ocultamiento): lírica en modo narración (o narración en modo lírica) de una vida indolente e indiferente, apagada, ausente. Con cierta sensación sonámbula. Cierto aislamiento. Y con la carencia de un futuro posible o con el carácter invasivo de la añoranza como un virus que hace laberintos en el espíritu:
¿Me vas a hablar de la lenta invasión de la nostalgia?
Aséptica (y demoledora) crítica (tal vez hacia una generación) que anuncia la hecatombe del ser (o de la sociedad). Y, más en concreto, del héroe protagonista: una marioneta que no va más allá de ser un personaje de dibujos animados (y articularse como tal, poco más). Como si lo que sucede (alrededor) no fuera real. O que lo real (solamente) tuviera cabida en el sueño y no fuera más que opiácea ilusión. Eso transmite el autor en La cadena del frío. Cuando (v.gr.) el héroe solamente pide que le dejen en paz y siente la alienación cotidiana igual que la pronunciación de un evangelio dentro de la boca, entre los labios (con saliva bajo cero). Algo que se dice en la duermevela de la existencia: nada más que la fractura del ser. Pero sin violencia. Nada de eso. Nada de sangre. Más bien disolución (o dislocación del alma). Por congelación. Entendiendo la congelación como congelación del sentimiento. De la emoción. Los latidos. El parpadeo. La vida…
Como si vivir fuera una metáfora infinita.
Es decir,
como si nos pasáramos la vida
esperando el autobús que nos llevará a la tundra.
Y todo esto dentro del paisaje de una sociedad contemporánea opresiva (y piramidal) y fagocitadora (con ecos de Saturno y su parentela canibalizada):
Pon luego el telediario.
Deja que te devore lentamente.
Todo como si se tornara sentimiento ártico (y con sabor a iceberg). De ese modo oculta el hielo la realidad. Así lo hace. Así la silencia. La cadena del frío adormece el corazón, el movimiento de sístole y diástole: al ser humano que (sencillamente) se dedica a hibernar y siente ese frío hielo como analgésico. Eso que apaga el dolor y configura una vida como ausencia, sin pasión. Un puzle en estado de desvanecimiento.
[Crees que es fácil desaparecer? Dímelo…]
Desaparecer. Hacerlo completamente. Ocultarte, hacer por no sentir. Inventar la realidad o escapar del dolor. ¿Quién dijo que el (supuesto) escapista fuera un individuo sin sentimientos o emociones? Tal vez lo contrario… Y el escapista quizás (al igual que el héroe de este poemario) cierre los ojos debido a una inevitable sobredosis de realidad o un exceso de conciencia:
No me molestéis ahora.
No entiendo nada.
Dejadme flotar.
La cadena del frío (La Estética del Fracaso, 2020) | Diego Sánchez Aguilar | 90 páginas| 13€