2

Oficio y misterio

Un arte espectral. Reflexiones sobre la escritura

 

Norman Mailer

 

BackList, 2012

 

ISBN: 978-84-08-11041-5

431 páginas

19,50 €

 

Traducción de Elvio Gandolfo

Manolo Haro

Norman Mailer tenía depositada su confianza en que el año en que estas reflexiones en torno al acto de escribir y aledaños vieran la luz él cumpliría 80 inviernos aún vivo y coleando. Así fue: en el 2003 las mesas de novedades de USA le dejaron hueco al libro de un experimentado narrador que, para aquellos que no hubieran alcanzado a resolver los enigmas alquímicos expuestos en sus novelas y relatos, ofrecía el revés de la trama sobre un arte del que había vivido durante toda su vida. Un arte espectral reúne un buen puñado de opiniones sobre el oficio de escritor en forma de entrevistas, prólogos y ensayos que aquí se despliegan para el disfrute del lector asombrado o simplemente curioso. Para Mailer, las reseñas –después de haber aprendido a encajarlas con escéptica deportividad– eran un mero “rito primitivo”, una necesidad de la industria editorial y de almas voluntariosas para digerir mundos gaseosos. No resultará fácil ofrecer la verdadera dimensión de un libro irregular por su  contenido y por su intensidad, pero intentaremos que el «primitivismo» de esta crítica dé la medida más o menos exacta del contenido. 

 

El autor consideraba el arte literario como algo «espectral»: la página en blanco se puebla de seres que rondan el limbo de la inspiración y encuentran acomodo en la historia que el «hacedor» confecciona. Como él mismo alienta a pensar, antes de llegar a ese rescate y a la puesta en funcionamiento de la máquina editorial, es necesario pensarse, saberse y convertirse en escritor. Ese camino lo cuenta desde sus primeros pasos como aprendiz en la universidad pasando por una búsqueda de la continuidad del proceso creativo bajo el auspicio químico de la mescalina para finalizar, por ejemplo, El parque de los ciervos. Puesto ya en la parrilla de los autores que se tratan a codazos enconados en el tío vivo de los éxitos literarios, Mailer reflexiona (no sabemos exactamente cuándo, pues se echan de menos la fuente y la cronología precisa de estos escritos) sobre los ‘best sellers’, aunque no dice nada que no sepamos ya (“los lectores de mega best seller desean poder leer y leer y leer: no desean reflexionar sobre ninguna revelación realmente inesperada”). Siempre será mejor que trate sobre lo que realmente domina: “Se escribe hoy sobre demasiados santos, monstruos, maníacos, místicos e intérpretes de rock, por parte de practicantes de periodismo cuya visión interior generalmente sigue establecida en parámetros rutinarios. Nuestra incapacidad persistente para abarcar el mundo es probable que continúe”. La novela, esa “prostituta” (como decía él mismo junto a Gore Vidal) es un laboratorio en el que intentar la búsqueda de una explicación a la realidad, pero que no siempre funciona si el que escribe y el material humano del que se nutre el novelista están separados por el velo de las convenciones y las fajas de los prejuicios. Por eso Mailer fue un hombre de acción que supo conjurar en sí mismo a la cobaya y al científico; por eso sus novelas están llenas de una convincente pátina de realidad, ya que su preocupación fue dotarla de la grandeur de los novelistas que admiró. “La literatura, después de todo, ha sido derribada en la segunda mitad del siglo XX. Es una observación lúgubre, pero piensen en esa literatura que fue una de las fuerzas que ayudaron a darle forma a la última parte del siglo XIX: el naturalismo, por ejemplo. Uno puede temer que la novela seria tenga la misma relación con la gente seria que la obra en verso de cinco actos tiene hoy. […] Si preguntan ustedes quién tiene ese tipo de influencia hoy en Norteamérica, yo diría que Madonna”. Ya está, ahí es donde el Mailer más ácido toma impulso para iluminar el camino oscuro de la reflexión en torno a la escritura desde el trampolín de la ironía para luego sumergirse en las aguas de (no siempre) de la lucidez . Como Nabokov, pensaba que el estilo era la mitad de una novela, y ese pequeño detalle ha ido declinando ante sus propios ojos y ante los nuestros. 

 

En otro lugar del volumen hay una aseveración que daría para un ensayo demoledor en la actualidad: “No puedes tener una gran democracia sin grandes escritores. Si desaparecen las grandes novelas, como están en peligro de hacerlo, y nuestra narración de historias es cooptada por la televisión y el periodismo, entonces creo que estaremos hasta ese punto más alejados de una sociedad libre. Las novelas que revigorizan nuestra visión de la sutileza del juicio moral son esenciales para una democracia”. Casi nada; tan poco importante como para preguntarse sobre el estado actual de nuestra narrativa ibérica a partir de esta verdad.

 

Sobre el oficio tiene muy presente que los medios sacan a los escritores a empujones según la moda y el signo de los tiempos, y es difícil permanecer estoicamente viendo cómo los trenes que conociste por dentro pasan por la estación sin parar si, encima, fuiste un principiante vulnerable. En ese aspecto fue un camaleón que supo brincar de la rama de la prosa formal a la informal, según sus necesidades expresivas, sin detenerse a juzgar si era el momento de hacerlo así o no. La madurez en Mailer se manifestó con un estilo cercano a Melville y con una predisposición clara a poder tocar cualquier palo, alejándose conscientemente de “estilos fofos de pensamiento”. 

 

Siempre resulta interesante acercarse al banco de trabajo de un artista y observar de cerca las herramientas y los trucos para la confección de sus mecanos. A veces nos sorprenden con afirmaciones como que el inconsciente es un compañero de labor que trabaja por el mero hecho de decirnos a nosotros mismos que estaremos en el pupitre mañana temprano. Norman Mailer sostiene que es el único consejo que da cuando habla de su oficio: el inconsciente está preparando el material continuamente. Habría que preguntarle a Flaubert qué pensaría de todo esto. La franqueza del norteamericano a veces es algo inocente.

 

Aparece también, como era de esperar en un escritor judío, sus reflexiones en torno al totémico mal y a los tentáculos arrimados del nazismo y, por aquel entonces, al reciente 11S. No comparte Mailer con Hanna Arendt su concepción sobre la banalidad del mal tal como hace notar. Para él, el mal tiene dimensiones, es misterioso, no finaliza cuando ya intuimos con los dedos el abismo, sino que en el propio abismo se sustancian nuevos perfiles de la maldad.

 

Como es bien sabido, Mailer consagró muchas de sus talentosas horas como escritor al periodismo con el marchamo de «literario». Sabe el hombre también lo que hace cuando la azada entra en este terreno, sin encontrar a su paso piedra alguna que ensombrezca su labor. “En siglos futuros, la inteligencia moral de otra época puede contemplar horrorizada la historia implantada en la gente del siglo XX por medio de la prensa”. A pesar de su labor como foliculario, confía más en la ficción que en el periodismo. Éste le parece un ejercicio reduccionista comparado con aquél: “Un motivo por el que sería espantoso que la novela muriese es que se trata de una de las pocas formas de la  civilización occidental que intenta enfrentarse con la totalidad de la experiencia”. El personal despliegue que hace del conocimiento que ostenta sobre la tradición literaria norteamericana le permite construir una hipnótica montaña rusa velocísima en “Una piñata para el lector”, en la que monta a Melville, Faulkner, Hemingway, James Jones, Capote, Vonnegut, Toni Morrison, Bellow, y otros tantos, hasta llegar al tramo del presente con Jonathan Franzen. “Aún no he leído la obra de Jonathan Franzen, pero por algunas informaciones, Las correcciones es la primera novela importante que se publica en bastante tiempo. Es obvio que hay que leerla si uno quiere tener alguna sensación sobre lo que está pasando en las letras estadounidenses. Y noto cuando me fijo en las frases promocionales de la contratapa que algo así como veinte escritores reseñadores la han saludado, y la mayoría de ellos son de la generación de Franzen. Updike no estaba allí, Bellow, ni Roth; yo no estaba allí: el más viejo era Don DeLillo, que entregó la alabanza más discreta. Los demás eran nombres nuevos, respetados como David Foster Wallace, Michael Cunningham y un montón más, todos contemporáneos. Al parecer, Las correcciones es el libro de una generación que desea dejar el pizarrón limpio y ofrecer un nuevo movimiento literario”. Sospecha Mailer a continuación que la hartura de los jóvenes de tener como santo y seña a Updike, Roth, Bellow y a él mismo, tal como ellos la sintieron con Hemingway y Faulkner, estaba provocando en ese preciso instante un cambio de paradigma narrativo. Y así fue. 

 

Y llegados a las 400 páginas de nada, lo mejor, la apoteosis de un libro que, aunque entretiene y gusta, nunca la promete: “El argumento reforzado”. Este escrito delimita las lóbregas regiones que los novelistas estadounidenses han tenido que recorrer para darle sentido a un país mutante. Personajes y novelistas, posturas naturalistas que no alcanzaron a dar la respuesta definitiva, el testigo aún caliente que la novela realista porta, la entrada de los narradores emigrantes que están cargando el cañón cuando la andanada que darán sus hijos se quedará muda debido a la absorción de éstos por la masa abducida por la televisión y la electrónica. La entrada de lo ‘Camp’ con Capote, la ceguera que marca la conciencia de clase, triunfos y fracasos, vislumbres de las luces de la gran ciudad que sirven de plancton siempre, seas hijo de Tolstoi (grandes praderas iluminadas por una mirada histórica) o de Dostoievski (cuartos cerrados con Freud golpeando a la puerta) para narrar. Tal vez le toque ahora el turno a la novela que se incube dentro del ser trascendental del narrador, con Dios (Mailer siempre lo tiene presente y ve cómo se aproxima su último día) chivándole al oído que no es él sino el autor el que da forma a la Creación. Mi último apunte se dirige a un juego que queda esbozado en alguna de estas páginas acerca de lo que podríamos llamar la «retrotradición». Es más que probable (así se sugiere a veces) que la calidad de un escritor se mida por la capacidad de intuir en su narrativa todo lo que vendrá a partir de él. Mark Twain leyó a Faulkner, a Hemingway, a Comarc McCarthy, a Capote, a Nabokov, etc. Los leyó en sueños desbocados las noches de más actividad espectral. Cuando lean los próximos volúmenes que avienten sus días (sobre todos los de poesía) piensen si sus creadores están mirando, no sólo a la tradición sino a lo que aún no es. Difícil ejercicio sólo para los buenos lectores y autores.

admin

2 comentarios

  1. Estupenda reseña. Siempre he sido bastante «mailerista», aunque es un autor extremadament irregular.

Responder a José Martínez Ros Cancelar la respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *