“Este era mi patrimonio: no el dinero, ni las filacterias, ni el cuenco de afeitar, sino la mierda.” (Philip Roth, Patrimonio: una historia verdadera)
REBECA GARCÍA NIETO | El legado que el señor Halfon recibió de su abuelo no es tan escatológico como el que recibió Philip Roth de su padre, Herman, pero su tarea es, en esencia, la misma: convertir el horror en una obra de arte. En el relato «Oh gueto mi amor», el último de los seis que componen este Signor Hoffman, el narrador recibe de su abuelo “un papel amarillo, con unas pocas líneas escritas de su puño y letra. Era la dirección completa de su casa en Łódź”, la casa en el gueto de Łódź en la que el abuelo había vivido con sus padres y hermanos. Si ya de por sí este pequeño trozo de papel, recibido en la que iba a ser su última cena, pondría a cualquier nieto en una difícil tesitura, la cosa se complica cuando el abuelo, agonizando y delirante, le dice a su nieto a los gritos que no vaya, “que un judío nunca debería viajar a Polonia”.
No, no debe de ser fácil para las nuevas generaciones de judíos volver a Polonia; sin embargo, Eduardo Halfon no ha emprendido este viaje solo. Otros escritores han viajado también a la tierra donde sus abuelos fueron víctimas del Holocausto. El escritor neoyorquino Jonathan Safran Foer quiso conocer el shtetl de Trochenbrod, en la actual Ucrania, de donde procedía su abuelo. Al constatar que allí ya no quedaba absolutamente nada, sintió un vacío tal que tuvo que escribir una novela para llenarlo. Su primera novela, Todo está iluminado, fue el resultado de aquella “muy rígida búsqueda”. Aunque, aparte de esta búsqueda de respuestas, poco tiene que ver la novela de Safran Foer con el libro que nos ocupa, ambos tienen en común el uso del humor. En «Han vuelto las aves» aparece un gato llamado Hitler, el protagonista de «Oh gueto mi amor» se pasea por las calles de Łódź ataviado con un gabán de color rosa (una capa más de su epidermis, por así decirlo, ya que parece ser el mismo gabán que vestía en Monasterio, su anterior novela) y con andares “de señora polaca”… Esta sana y necesaria transgresión del tabú de abordar el Holocausto desde el sentido del humor era impensable hace unos años (basta recordar las críticas que recibió Roberto Benigni por La vida es bella). Es mérito de Halfon que sus personajes llamen Hitler a una mascota sin que nadie se lleve las manos a la cabeza o visiten los santos lugares con un gabán rosa como si fuera lo más normal del mundo.
Pero ésa no es la única ley no escrita que transgrede Halfon. En «Signor Hoffman», relato que da nombre al libro, el señor Halfon/Hoffman visita la réplica de un campo de concentración levantado por Mussolini en algún lugar de la Calabria. Esta visita deja en el protagonista la impresión de estar en un “parque temático dedicado al sufrimiento humano, y que yo mismo, ahora mismo, parado en el umbral de esa barraca falsa, formaba parte de todo ese teatro”. Además de aludir al dudoso gusto de incluir los campos de concentración en las guías turísticas de algunos países, da la impresión de que el autor, por boca de su personaje, pone sobre la mesa el tema de si es apropiado hacer literatura de este sufrimiento heredado, no vivido en primera persona.
Por otra parte, pese a que el narrador de «Bambú» nos había dicho que le resulta difícil convencerse a sí mismo de que es guatemalteco y que aprovecha cualquier oportunidad para distanciarse del país “tanto literal como literariamente”, el viaje que Halfon emprende en estos relatos le lleva también a su Guatemala natal y a Belice (históricamente, Guatemala ha reclamado la propiedad de ese paradisíaco país -al menos fiscalmente hablando-). Así, se podría decir que el territorio que Halfon está en realidad explorando es su propia identidad. En este sentido, es muy ilustrativa la escena de Arena blanca, piedra negra en que el Halfon personaje tiene dificultades para pasar la frontera entre Guatemala y Belice porque tiene caducado el pasaporte. Como no podía ser de otra manera, no es posible trazar la frontera que separa claramente al Halfon autor del Halfon personaje. El autor cede al narrador algunos datos de su biografía (es guatemalteco, es un ingeniero convertido en escritor, etcétera) a sabiendas de que “todos, eventualmente, nos convertimos en nuestra propia ficción”.
Pero no sólo nos es imposible saber cuánto hay de autobiográfico en estos relatos (como si toda ficción no fuera en cierto modo autobiográfica, como si esto tuviera alguna importancia), sino que también, al igual que ocurre en la vida real, nos es imposible saber “la verdad”. Así, por ejemplo, en «Oh gueto mi amor», se dice que los padres de madame Maroszek, cicerone de la visita a Łódź, habían sido fusilados durante la guerra por ayudar a los judíos, aunque otras versiones sostenían que habían delatado a muchos judíos durante la guerra o que había “testimonios que sustentaban ambas historias”. Para mí, lo más atractivo de la escritura de Halfon, lo que hace que este libro de 150 páginas ocupe en realidad muchas más, es que en cada escena surgen varias posibilidades. La hábil mano del escritor va abriendo con delicadeza puertas a habitaciones contiguas, de manera que a cada paso van apareciendo caminos alternativos ante el lector: “Antes, dijo, su voz de pronto un poco rasposa, y no dijo más. Pero esta última palabra pareció quedarse allí colgada y enmarcada entre todas las demás fotos y diplomas, como un pórtico de entrada a algo, quizás a otra época, quizás a otro recuerdo, quizás a otro pasillo aún más estrecho y oscuro y sin ninguna salida”.
No, no encontraremos respuestas definitivas en este libro, sencillamente, porque hay cosas que no nos es dado saber. Cuando le preguntan al narrador de «Oh gueto mi amor» qué hace en Łódź, por qué quería conocer el apartamento de su abuelo, piensa: “Por primera vez tendría que poner en palabras algo que ni yo mismo entendía”. El narrador siente la necesidad de escribir la historia de su familia, de buscar, pero no sabe exactamente qué es lo que está buscando. Tal vez se trate de dar testimonio, tal vez de mantener viva la memoria de nuestros antepasados, como esa anciana de Todo está iluminado que lavaba cada día la ropa de los hombres, mujeres y niños que una vez vivieron en Trachimbrod mientras la suya estaba sucia y rota. Seguramente, si le hubieran preguntado por qué lo hacía, tampoco habría sabido qué contestar. Quizá era su razón de ser por el hecho de haber sobrevivido.
Signor Hoffman (Libros del Asteroide, 2015), de Eduardo Halfon | 152 páginas | 13,95 €