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Oscuridad y llama

JORGE ANDREU | Durante la pandemia, a muchos nos dio por jugar a videojuegos absurdos en el teléfono móvil. Harto de quejarme de la falta de tiempo para leer con calma un buen libro, o de practicar deporte o de pensar en las musarañas, aquellos meses dieron para tanto que hasta la lectura asqueaba y uno buscaba la vía de escape más estúpida. Quién iba a decirme que, al cabo de los años, el título de uno de aquellos juegos de smartphone me serviría para ilustrar una lectura como esta. Porque hay mucha oscuridad en los relatos que se recogen en este libro y mucha llama que ilumina a contraluz una posible salida al caos.

Llegué a Attila Veres, y a su primer libro traducido al castellano hasta la fecha, gracias a Instagram –otra de las vías de escape que, de vez en cuando, proporcionan una buena salida–, en concreto al perfil de la escritora argentina Mariana Enriquez. No fue azaroso que ella misma compartiera este contenido, pues para esta edición ha escrito un prólogo en el que desmenuza y clasifica estos doce relatos con una sinceridad y una erudición que a mí, por mucho que me guste el terror, me revela una serie de estéticas y autores que han enriquecido mi lectura.

En los doce relatos de Negro tal vez, que constituyen una selección de dos libros del autor húngaro, hay mujeres que muerden perros, grupos de rock fantasmas, pueblos con su propia idiosincrasia en las tradiciones, escapadas románticas que se convierten en noches aterradoras y drogas, muchas drogas, a veces encubiertas como procede. En cada uno de ellos Attila Veres utiliza una narrativa sencilla que convence desde el primer momento, gracias a ese acuerdo tácito de que todo puede suceder en este universo en penumbra y a menudo lleno de niebla. Con frecuencia la tercera persona o la primera, nada de experimentos narrativos, en la línea más clásica del terror gótico, utópico o folklórico según el relato, siempre conduce a un punto culminante que descompone tanto la mirada del personaje como la del lector.

Un par de relatos bastarán para reflejar este mundo literario fantasmagórico y, hasta cierto punto, antropológico. En «Retorno a la escuela de la medianoche» encontramos a un niño sin orígenes en un pueblo que presenta un extraño comportamiento a la hora de enterrar a sus muertos. O devolverlos a la vida. Es un ritual que se ha cumplido siempre y, como tal, nadie lo cuestiona: podemos extrapolarlo a tantas realidades de nuestro tiempo. Sólo el diferente se atreve a expresar sus dudas, a plantear una incógnita en busca de un consuelo a su desdicha. El relato –de una extensión considerable, como casi todos los de la colección, aspecto que podría despertar alguna polémica en un debate acerca del género– oscila entre la propia narratividad de eventos y la descripción, pormenorizada hasta el extremo de convertirse en una especie de estudio sociológico o antropológico de costumbres, estratégicamente equilibrado de manera que hay espacio para todo, incluso para la sorpresa. Y en el subsuelo de este poblado, en los yacimientos de su protagonista, una historia que se resiste a ser contada como un melodrama y que, en lugar de ello, sale a relucir a través del ambiente de folk horror que impregna el cuento.

Así sucede también en el ámbito de la vida en pareja, con sus primeros olores, sus primeros devaneos sexuales y sus primeras discusiones a partir de una serie de sucesos extraños venidos desde fuera. No otra cosa es «Morder a un perro», el relato que abre la colección como un cañonazo de extrañamiento, donde la mujer adopta la rara costumbre de salir a practicar deporte como quien va de caza. Los dilemas y los contrasentidos de una relación sentimental que empieza a hacer aguas se filtran en esta disputa por el poder entre los dos miembros. El hachazo viene cuando las consecuencias se echan encima. No creo hacer ningún spoiler con esta afirmación.

Con todo, aunque hay joyas que merecen relecturas no sólo por el contenido implícito, que es mucho y extenso, sino por el propio recrearse en la imagen que Veres pone por delante –y quizá aquí cabría destacar la traducción de Judit Faller y Andrés Cienfuegos–, algunas de las cuales son «El tiempo que le queda» (en el que la relación de unos niños con sus juguetes se convierte en metáfora de la enfermedad), «Dormiremos en la nieve» (donde una escapada romántica adquiere tintes de terror al estilo telefilm pero con una tensión llevada más allá de los límites esperados), o «El complejo Ámbar» y ese experimento con la bebida hasta la saciedad más estupefaciente, me quedo con el que para mí es el mejor relato de la colección: «Ciudad de niebla».

Sobre este cuento afirma Mariana Enriquez que «es un cuento sobre una melodía, apenas recordada, que se parece a la juventud». Más original en tanto que intercala en la narración la transcripción de entrevistas sobre un grupo de rock sólo conocido para unos pocos privilegiados, este cuento trasciende la realidad incluso de su propio universo y habla de lugares paralelos de niebla, donde aún suena una melodía que sólo algunos han creído oír, pero que nadie sabe describir porque nadie sabe dónde suena. El halo misterioso lo impregna todo en esta búsqueda de un grupo invisible que recuerda a esa larga búsqueda de los detectives de Roberto Bolaño y que no sabemos hacia dónde se dirige. Es un cuento extraordinario sobre lo que hay más allá de las a veces inexplicables ilusiones juveniles, el fanatismo por un estilo de música que convierte las reuniones de amigos en torno a un escenario en rituales sagrados a los cuales no debemos buscar una explicación.

Lo de Attila Veres no es droga dura. Pero crea dependencia y deja al lector con un síndrome de abstinencia que sólo otro igual podrá cubrir. Quizá, cuando termino de escribir estas líneas, todavía esté bajo los efectos de los narcóticos. Pero cómo saben.

Negro tal vez (Sexto Piso, 2025) | Attila Veres | Traducción de Judit Faller y Andrés Cienfuegos | 354 páginas | 23,90 euros

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