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Otra vanguardia es posible

568LUIS MANUEL RUIZ | Según la mitología, el vanguardista ha de ser un individuo belicoso, exótico, deslumbrante y jovial: un jovenzuelo lleno de impertinencias cuya patente incapacidad para convivir con los otros sólo halla contrapeso en el esplendor de su talento. Aplicado a la obra, este axioma vale por una segunda rebeldía: todo en la vanguardia ha de ser ruido, contracorriente, oposición a los ancestros, verso blanco, palabrotas, libertad y libertinaje, reconstrucción desde cero de la literatura después de que ésta haya quedado arrasada hasta sus mismos cimientos. Por eso cuesta comprender que alguien, o algo (su obra) como Julien Gracq pueda recabar el epíteto de vanguardista, que sin duda lo es, y que haya merecido esa distinción, entre muchos otros, de autores no acomodaticios (no del todo) como Enrique Vila-Matas. Dice Vila-Matas que Gracq es el futuro, aunque no sé yo: más bien me parece una de las espléndidas posibilidades del presente, o de la eternidad, o uno de esos mundos de cristal paralelos en que se preserva la verdadera esencia de la literatura, que tampoco, la verdad, sé lo que es.

Pero sí sé lo que Julien Gracq es. De una parte, un seudónimo: el de Louis Poirier, profesor de Geografía de un instituto de secundaria parisino que, en el plazo de unos sesenta años, alumbró media docena de novelas, algún ensayo y algún poemario, siempre a la sombra de la opinión pública, a salvo de la luz y los taquígrafos, eludiendo higiénicamente las tertulias, los suplementos culturales y la sociedad de las letras en general. Su único desliz a este respecto lo constituye su temprana afiliación a la banda surrealista, que rompería (igual que al Partido Comunista) después de un desacuerdo con Breton en los primeros años cuarenta. Las letras manchan, y no de tinta, o no sólo: solitario compulsivo, asceta de sus cuartillas, Gracq llegó a declinar el pomposo Premio Goncourt cuando una campaña de prensa pretendió encontrar en él (era 1951) la nueva esperanza blanca de las letras de posguerra, que es decir mucho. Como huyendo de esa maldición, de ese insulto, permaneció en el anonimato el resto de días de su vida, dando ocasionales títulos a la imprenta, aislado en un silencio sólo aparente, inmóvil pero no, igual que sus libros, donde no sucede nada y todo está lleno de cosas. A su muerte, una serie de carpetas revelaron que llevaba décadas puliendo y lijando dos o tres novelas que nunca se preocupó de enviar a ningún editor, entre ellas Las tierras del ocaso.

Y Julien Gracq es, aparte de la anécdota del individuo, la inmensidad de la obra. Vila-Matas podía colgarle bien el sambenito de vanguardista porque, cierto, nadie escribe como él: nadie en el siglo XX, nadie (menos) en el espasmódico XXI. Las novelas de Gracq están construidas sobre frases larguísimas, empedradas de expletivos, cuya sintaxis precisa de varias y morosas relecturas para apreciarse en su conjunto: es el mejor escritor alemán de la lengua francesa. Dicha prosa, estática, panorámica, apretada en párrafos que se extienden a lo largo de páginas completas, constituye un reflejo leal del contenido, que consiste en descripciones eternas de ciudades, de paisajes, bosques, valles, vaguadas, edificios, acantilados y, ocasionalmente, algún personaje de carne y hueso. No ha de olvidarse que Gracq era geógrafo, y en esa pasión por el espacio radica seguramente el sustento medular de su literatura: como a vista de pájaro, sus páginas van describiendo países ignotos, fronteras apenas holladas, ciudades al borde de la asfixia, imperios milenarios donde secularmente poco o nada sucede, anquilosados en sus viejas tradiciones, inútiles para siempre. El argumento, el escaso indicio de tal que podemos atisbar entre el recorrido, suele reducirse a un crepúsculo: la civilización toca a su fin; el sopor se desvanece poco a poco para dar lugar a un mundo más inmediato, más juvenil y brutal; la contemplación ha de ceder el puesto a la barbarie, la geografía a la historia.

Todos los elementos que inmortalizaron al autor de El mar de las Sirtes o Los ojos del bosque, epopeyas de la espera sin sentido, de la fantasía y el vacío, están también en esta Las tierras del ocaso. Un país vagamente medieval, de gran antigüedad, ve su existencia amenazada en sus lejanas fronteras por unos enemigos desconocidos; un personaje abúlico, desorientado, sin norte, decide poner rumbo a esos confines para contemplar el ocaso de su mundo desde la primera barrera. Hay poco más; es decir: mucho más. El camino, las torres, los calveros, las nubes, los picos, los ejércitos en movimiento, los patios, las cisternas en los patios, la muerte, el silencio, la escritura sinuosa y detallada de un hombre anónimo que, por fuerza, deberá, debería contarse entre los clásicos más rompedores del siglo que se nos fue.

Las tierras del ocaso (Nocturna, 2016), de Julien Gracq | 267 páginas | 15 € | Traducción de Juliá de Jódar

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