ALEJANDRO LUQUE | “Podrían haber contado la verdad del barrio. Pero prefirieron hacer una versión descafeinada de Romeo y Julieta”. Me lo dijo un viejo amigo de El Príncipe, que llegó incluso a asesorar a los responsables de la dichosa –quiero decir famosa– serie televisiva homónima. Lo cierto es que la leyenda de este rincón ceutí, su mezcla de marginación, delincuencia, narcotráfico e incipiente yihadismo, su vitola de “barrio más peligroso de España”, ha propiciado un verdadero asalto por parte de periodistas de todo tipo de medios, por lo general menos interesados en localizar las razones profundas que han dado pie a esta situación, que en mostrar un remedo de realidad más o menos espectacular.
A Almanzor Amrani hay que agradecerle, como mínimo, que se haya tomado la molestia de establecerse una temporada en El Príncipe, que haya prestado sus ojos y sus oídos a tratar de desentrañar las claves del barrio fronterizo, esforzándose por romper la pesada omertá que rige allí como ley no escrita, y en definitiva por saltar por encima de los muchos tópicos que lo rodean. No obstante, hay algunos aspectos que en mi opinión malogran este bienintencionado proyecto.
El primero, ya lo he señalado alguna vez, es cierto abuso del yo, sumado a esa efectista, enojosa y cada vez más difundida tendencia a explicar todo el proceso de realización del reportaje, sin ahorrarle las propias dudas, las ingenuidades, las perplejidades, los vacíos. Esto es algo que se tolera mejor en un relato lineal de viajes, donde cada paso suele ir acompañado de descubrimientos; pero en un ensayo como este, donde se trata de pasar a limpio el resultado de una investigación, parece una descortesía compartir con el lector no solo lo que se sabe, sino también lo que se ignora. Por otro lado, insistir demasiado en el riesgo que se corre, objetivo o subjetivo, me parece algo parecido a aquello que se decía de la poesía demasiado hermética: es como hacer un regalo dejando el precio puesto.
Amrani, que según reza su nota biográfica ha cubierto como reportero la guerra de Somalia, la de Afganistán, la situación actual del Líbano, la guerra de cárteles mexicanos y la primavera árabe en Yemen, llega a El Príncipe con una motivación principal: la radicalización de los musulmanes y las redes de captación de yihadistas. Es decir, lo más llamativo, por alarmante, de los muchos focos problemáticos que asolan la barriada. Pero eso, en cierto modo, es empezar la casa por el tejado, aspirar a entender una situación de enorme complejidad desovillando la madeja desde delante hacia atrás.
Porque lo que no acaba de salir de una nebulosa zona de ambigüedad es que el problema de El Príncipe ha devenido religioso solo en tiempos muy, muy recientes. Antes de eso, han pasado décadas donde la controversia era de índole política, de justicia social, de abandono de las administraciones, y en última instancia de carácter penal: delincuencia y tráfico de drogas. En la medida en que el autor de este libro, bajo el empuje de la actualidad, insiste en la cuestión yihadista, se olvida o toca solo tangencialmente el quid de la cuestión.
Que el salafismo y el wahabismo se han extendido en los últimos años de un modo extraordinario en la comunidad musulmana es una evidencia irrefutable. Otra cosa es considerar Yihad, es decir Guerra Santa, a cualquier alistamiento a una guerra que se dé en Oriente Medio. Como me da la impresión de que el censo de afines al movimiento Tabligh –unos 2.000 fieles según el libro– esté quizá inflado, a menos que se compute interesadamente a toda misión musulmana ultraortodoxa sin afiliación política. La insinuación de la financiación del yihadismo a través del tráfico de drogas, digna de atención, no viene respaldada por datos fehacientes; y lo mismo ocurre con la idea de que el Gobierno ceutí haya fomentado versiones extremas del islam para contrarrestar la influencia de Marruecos. Quiero decir que lo delicado del asunto requiere hilo fino, justo donde los medios al uso escriben sus titulares con brocha gorda.
Acierta Amrani al señalar los altos índices de analfabetismo y desempleo, y al ocuparse de algunos de los hitos recientes del barrio –el caso del taxista Rachid Wahbi, el asesinato de Munir, la figura de Kokito, la de Marquitos y la operación Cesto–, pero llama la atención que recurra tan poco –nada– a la prensa local –la que, con mayor o menor tino, lleva décadas contando la realidad de la zona– y sí preste su crédito, o al menos dé eco, a fuentes dudosas. Las conversaciones con un policía y con el presidente de la Comunidad Autónoma de Ceuta resultan manifiestamente insuficientes.
En cuanto a la entrevista con el miembro del grupo de Marquitos, debo decir que simplemente no me lo creo. No digo que el chico no exista, ni que el encuentro no se desarrollara exactamente como queda descrito en estas páginas. Pero parece tan ajustado al canon del fanático religioso, que acaba pareciendo artificial, inverosímil, para quienes conozcan la Ceuta de hoy, donde la gente está más preocupada en resolver su día a día que en la división entre chiíes y suníes, de la que sus abuelos jamás se habrían ocupado. El entrevistado dice exactamente lo que uno querría escuchar de un loco radical. Y es por eso, precisamente, sospechoso, además de –conjeturo– muy poco representativo. Lo mismo puedo decir con el encuentro en Castillejos con los takfiríes, tan contaminado de thriller que roza el despropósito.
No era el libro que muchos esperábamos sobre El Príncipe. El texto final se ha quedado corto en cuanto a la explicación de una realidad muy compleja, que tampoco se entiende sin el contexto del resto de la ciudad y su dinámica fronteriza, y ha ido quizá un poco lejos en su fantasía épica. Que la amenaza terrorista islámica es algo que ya puede quitar el sueño a los responsables de la seguridad del Estado, es una evidencia. Pero en Ceuta todavía –crucemos los dedos–, no ha producido una sola víctima mortal, mientras que en El Príncipe son cientos las muertes que se han producido en los últimos 40 años a cuenta de otras lacras, por no hablar de tantas vidas arruinadas. Todos los intentos por desentrañar el fondo del problema son bienvenidos, pero necesitamos más periodistas, más periodismo, para llegar a los porqués.
El Príncipe. Entre el yihadismo y la marginación (Península, 2016) de Almanzor Amrani | 226 páginas | 18,90 €