LUIS ANTONIO SIERRA | Cuando una novelista como Edurne Portela publica su tercera novela, Los ojos cerrados, y sus dos obras anteriores, Formas de estar lejos y Mejor la ausencia, han sido tan buenas, las expectativas que el lector pone en ella son muy altas. O, dicho de otra manera, la propia autora se pone a sí misma un complicado listón que superar. Sin embargo – y vaya por delante antes de entrar en faena con la novela –, esta no decepciona en absoluto.
En la literatura española hay bastantes obras – aunque no suficientes – que tienen como trasfondo tanto nuestra guerra civil como su inevitable posguerra. Los ojos cerrados viene a sumarse a dicha lista, aunque, entiendo, que aportando temáticas escasamente tratadas en otras novelas o, al menos, no con tanta profundidad. Son varias las narraciones que, como en esta obra, abordan la guerra civil desde el unamuniano concepto de la intrahistoria, esto es, el de la perspectiva de la gente corriente que construye la narrativa histórica más auténtica y verdadera. Basta con echar un vistazo a la obra de autores como Almudena Grandes, Isaac Rosa, Alberto Méndez, por mencionar algunos. Lo interesante de la novela de Portela es la localización de esa intrahistoria: un microcosmos rural, asunto poco tratado en otras narrativas intrahistóricas cuyos focos se han dirigido hacia contextos más urbanos o no tan asfixiantes, un ambiente del que, precisamente por su tamaño, es tan complicado salir, mantenerse al margen o ponerse de perfil ante los hechos que acontecen.
La llegada a esta población ilocalizable de nuestra geografía patria – Pueblo Chico – de una pareja de urbanitas que desentonan con el paisaje rural tanto por sus ropajes como por el mismo hecho de instalarse en un lugar donde ya solo viven unos pocos habitantes, es la espita que abre esta historia y que le da sentido en última instancia. Este pueblo se encuentra habitado por una galería de individuos – todos de avanzada edad como es lo esperable en cualquier localidad de lo que ahora se llama la España vaciada – que sufrieron la guerra y sus consecuencias, cada uno ligado a uno de los bandos contendientes. Las muertes inevitables en una guerra, los ajustes de cuentas ligados a cuestiones personales y ajenas al conflicto, el poder de la Iglesia, hechos tan comunes a nuestra guerra civil, entretejen las historias que va engarzando la autora en un puzle muy bien diseñado que nos va haciendo, poco a poco, entender las incógnitas que se plantean al comienzo del libro y que conforme avanza la narración van cogiendo forma y cuadrando hasta llegar al final – aunque dejando algunos flecos sueltos que obligan al lector a realizar cierta especulación narrativa.
Paralelamente a las historias de los habitantes de Pueblo Chico se van descubriendo también las verdaderas razones que han llevado a los recién llegados – Ariadna y Eloy – a instalarse en el pueblo; o, mejor dicho, las motivaciones de ella, íntimamente ligadas a la historia de estos habitantes y que él observa con distancia, con indiferencia y, si se me permite, con desdén, lo cual llevará a esta pareja de urbanitas a tomar significativas decisiones para su futuro. De cualquier forma, este asunto sobre el devenir de ambos no es lo más destacado de la novela ya que, en cierta manera, el desenlace en torno a Ariadna y Eloy se intuye pronto. El asunto que verdaderamente importa es cómo pasado y presente se conjugan entre los habitantes de este pequeño pueblo – recién llegados incluidos – y cómo a pesar del peso que todavía tienen las historias pasadas sobre los habitantes de este lugar, de sus consecuencias, Edurne Portela hace entrever la posibilidad de un camino hacia la reconciliación, hacia la cicatrización de heridas y rencores pasados. Planteada así, esta idea puede incluso sonar a cuento de hadas, sobre todo si nos da por echar un vistazo a la situación sociopolítica española. Pero, probablemente, la clave resida en un importante matiz en el que Portela insiste para que podamos ser capaces de mirar hacia el futuro sin rencor, que no es otro que el reconocimiento del otro, del dolor provocado, pero también de las víctimas, de todas las víctimas.
Para ir concluyendo con esta reseña, hay que apuntar, aunque sea brevemente, la maestría formal y estilística de Edurne Portela no solo en la confección de las diferentes historias que se dan en la novela, sino también en el desarrollo pulido y pulcro de una red en la que nada se cae, que da sentido al conjunto y que en otras manos narrativas probablemente no hubieran dado un resultado tan brillante. Es cierto que todas estas habilidades narrativas de la autora ya estaban sobradamente presentes en sus anteriores obras, pero, probablemente, en Los ojos cerrados sea donde alcanzan unos niveles sobresalientes.
Los ojos cerrados (Galaxia Gutenberg, 2021) | Edurne Portela| 208 páginas | 17,00 euros.