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Pienso en tu mirá

Una noche en el paraísoCAROLINA LEÓN | ¿Por qué Lucia Berlin es tan asombrosa? ¿Qué tiene de extraordinaria su literatura? ¿Por qué atrapa y te deja con los pies colgando, el pelo lacio y la sonrisa boba, como si acabaras de bajar de una montaña rusa de siete loops cuando cierras cualquiera de sus cuentos? ¿Por qué un libro de cuentos –¡de cuentos!– editado en 2016 de una autora ya fallecida, a la que nadie conocía, lleva ya tantas ediciones que he perdido la cuenta? Sí, yo también caí rendida al volumen con el que Alfaguara rescató a Lucia Berlin para los lectores en lengua castellana, como Sara Mesa hace un par de años, y como algunos miles más de lectores: Manual para mujeres de la limpieza, la recopilación preparada por Stephen Emerson que se ha editado (o está en preparación) en veintiocho lenguas.

Descubrir aquellas páginas en la primavera de 2016 fue de verdad como hallar un tesoro. Una de esas raras veces en las que un lanzamiento comercial levanta expectativas que no están vacías, sino rellenas de piezas asombrosas que puede degustar cualquier lector, el que quiere entretenerse tanto como el más exigente (debería escribir lectoras, pero sé por ciencia inexacta que ha habido de todo de entre los que descendieron, noqueados, de la montaña rusa).

Si por entonces supimos que Manual para mujeres de la limpieza era una compilación de parte de la producción cuentística de Berlin –una mujer que dedicó buena parte de su vida a vivirla mientras intentaba, a partir de la treintena, escribir–, en alguna parte quedaban otros tantos relatos. La cuestión era si en Manual se habían reunido los “mejores” y el nuevo libro, que llegó poco antes de navidades a las librerías, contendría los “descartes”.

Como toda segunda parte de algo muy bueno, Una noche en el paraíso está destinado a no epatar del mismo modo. Pero el lector(a) de Lucia Berlin (y ojalá muchos nuevos) van a encontrarse una colección de cuentos con algunos elementos nuevos, y con la misma capacidad de dejar un poso duradero y tierno y ácido que el anterior. Vuelvo al principio para preguntarme de nuevo ¿por qué es tan asombrosa su escritura? Son un puñado de cuentos imperfectos, en los que la estructura no es fácil de ver, donde la historia apenas se apunta a veces, y que parecen compuestos de escenas conectadas e impresiones más que de narración ortodoxa. Pero es, me he respondido estos días preparando esta reseña, algo que es propio de la mirada de su autora: una mirada única, llana, compasiva, irónica, despiadada y humana.

Un elemento nuevo en esta colección es la aparición de varios relatos de infancia de su vida en El Paso: aventuras de pandillas infantiles, fundiciones de metal incendiando el cielo, brutalidad adulta, picaresca juvenil. Otro, un relato que quiso ser muy literario en torno a sus años en la alta sociedad chilena, como adolescente, y en el que no dejan de colarse apuntes sobre los criados, el servicio, la otra gente, que no son invisibles a su mirada. Uno más, los cuentos en los que narró su “exilio” de la vida acomodada, mientras se marchaba a estudiar a Estados Unidos, y abandonaba el destino prefigurado para casarse muy joven y tener hijos, al tiempo que era repudiada por su familia.

Esto hace que este libro funcione como un hilo de relatos sobre el desclasamiento. Pero, aún más, la colección contiene algunas de las piezas más extrañas y perfectas que ha dado Berlin en su corta (pero muy intensa) literatura: “Polvo al polvo”, donde la perspectiva de una niña cuenta el ascenso, caída y muerte de una estrella del motociclismo (no he leído en mi vida un funeral más divertido); o “El Pony Bar, Oakland”, una página con cuatro párrafos simplemente redondos.

Entre medias, otros muchos de sus cuentos que tienen como grandes bazas principios y finales gloriosos, una prosa de gran capacidad evocadora y unos diálogos mortales (para todo ello, hay que aplaudir la traducción de Eugenia Vázquez Nacarino). Para disfrutarlos, no hace falta conocer la biografía de Berlin, pero esta es en buena medida el material que surtió sus narraciones, y en ellas brilla su sutileza: a partir de “Lead Street, Albuquerque”, donde es una jovenzuela rodeada de otras parejas jóvenes y mujeres a punto de ser madres, que la tratan con cariño y paternalismo, y se ve con un crío y abandonada por su primer marido; y hasta “Luna nueva”, donde la protagonista, una mujer madura, viaja sola a México y se baña en las playas rodeada de lugareños, dejando atrás todos sus pesares y disputas por la supervivencia.

Hay algunos entre estos que destacan especialmente. “La casa de adobe con tejado de chapa”, donde intenta normalizar su vida de casada con un músico de jazz; “Tiempo de cerezos en flor”, cuando se presenta como una mamá joven paseando con un bebé por Nueva York gran parte del día; “Navidad. Texas. 1956”, donde la protagonista ha visto su casa invadida por Navidad por un montón de familiares a los que detesta, y se sube al tejado de la casa a beber bourbon. Pero, entre todos estos cuentos (de supervivencia), tengo dos favoritos: “La Barca de la Ilusión” es el nombre de otra de las casas que aparecen en la colección. Fugada a México con un marido heroinómano y tres hijos, intenta vivir la ficción de la normalidad. “Es duro, esto de vivir en el paraíso”, dice el marido entre cortar leña y desbrozar matojos, y es el principio del desmantelamiento del mismo. El relato contiene páginas y páginas de descripción de la vida, a secas, de una familia que persigue cierta paz, hasta que “algo” comienza a pasar y una se da cuenta de que lo que sigue no era lo importante, pero una vez más Berlin (o su personaje) tiene que quemar barcos, puentes y barandillas para seguir adelante.

El segundo es “Mi vida es un libro abierto”. En él ensaya una perspectiva narradora doble, algo que usa poco. Una vecina ve la vida de la protagonista desde fuera, y la protagonista la cuenta desde dentro. Vuelve a ser una mujer divorciada con un montón de chicos que intenta pasar por adulta, responsable, “normal” y ser aceptada en una comunidad a la que acaba de llegar. Pero se lía con el “macarra” del pueblo al que saca veinte años. Y todo lo demás.

He dicho que sus cuentos no son perfectos, pero muchas de estas narraciones se parecen a las mil películas que hemos visto sobre los 50-60-70 en Norteamérica con personajes perdidos, desahuciados, en busca de una identidad, en pos de un sentido; muchos de sus relatos recuerdan en ambientes y temas a los de John Cheever (a pesar de que se codeó con Carver, creo que con el otro comparte más en tonos). Su mirada mestiza, desclasada, siempre en más de dos tierras, la hace única también respecto a Grace Paley, Cynthia Ozick o Joyce Carol Oates (son de otra pasta, ni mejores ni peores). Y la inmersión literaria que hizo con su propia biografía, contada a trozos, reflexionada desde distintos ángulos, desenterrándola desde la edad adulta y conectando pedazos de su experiencia anómala (ni mujer liberada ni ángel-del-hogar, ni bien posicionada ni mantenida ni autónoma, madre de cuatro hijos que se fue haciendo por el camino, ex-alcohólica y amante de la vida sin freno, profesora de literatura y escritora a pesar de todo) es un fenómeno en sí mismo.

Pero: además de todo esto, sus cuentos estallan en la cara, y es por culpa de su mirada. De su mirá.

Lo hicieron en 2016 y lo volvieron a hacer hace unos meses. Sólo me gustaría que nadie se perdiera esta colección por considerarla “segunda parte”, y verá cómo se lo pasa en grande con Lucia Berlin riéndose de sí misma y teniéndose lástima y esparciendo esa mirada que no he encontrado en ninguna parte. Ancha como el paisaje de Texas y como la vida que le tocó vivir, que supo transformar en literatura. De la más gustosa, electrizada y fulgurante.

Una noche en el paraíso (Alfaguara, 2018), de Lucia Berlin | 288 páginas | 19,90 euros | Traducción de Eugenia Vázquez Nacarino

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