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Plúmbeas plumas

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ILYA U. TOPPER | Ustedes leen esta reseña porque un día se fue la luz en mi casa. Sí sí. Resulta que había intentado más de una vez hincarle el diente a Las Plumas de Salim Barakat – hermosa edición de tapa dura en un naranja encantador con algo como plumas u hojas de otoño en la portada – pero se me resistía a partir del segundo párrafo. Llegado noviembre, y habida cuenta de que el libro salió al mercado español en 2017, por lo que caduca en enero de 2019 la posibilidad de presentarlo en Estado Crítico como novedad editorial, me entró cierta aprensión y coloqué el libro en la mesilla de noche, decidido a leerme cada noche el máximo posible antes de dormirme. Era un método poco eficaz: el sueño les ganaba la mano a los párrafos con una velocidad que ni Alejandro Magno en Gránica. Pero he aquí que las lluvias de otoño destrozaron gran parte de las instalaciones eléctricas de Estambul, se cayó el sistema en mi barrio, y durante toda la jornada del viernes, obreros con el chaleco azul de Bogaziçi Elektrik estaban cavando zanjas en la calle de enfrente. Visto lo visto, sin ordenador ni internet, me instalé en la terraza, bajo un tímido sol otoñal, y avancé de golpe cien páginas. Suficiente impulso como para completar las 300 en las sucesivas noches, en parte por el método de leer dos párrafos en el tiempo que mi ordenador necesita para reiniciarse porque se bloquea cuando abro demasiadas pestañas del navegador. Y luego dicen que internet no fomenta la lectura.

Gracias a estas incidencias técnicas estoy en condiciones de aseverar que Las Plumas de Salim Barakat es un libro no totalmente desprovisto de interés. A partir de la página 170 incluso empieza a dibujarse algo así como un hilo narrativo, un escenario de una pequeña ciudad en el Kurdistán sirio: el padre comerciante de telas, la madre apicultora, las cinco hijas (la mayor fuma a escondidas), los dos mellizos de los que uno, Mem, se parece a algún caudillo kurdo de hace un siglo… Podría ser costumbrismo, pero muy pronto adquiere tintes gabrielgarciamarquesinos o incluso, y eso es superior, tintes juanrulfinos: el adolescente Mem sale por la noche a aullar con los chacales, acaba convertido en chacal hasta la madrugada, antes de volver a su azotea. Hasta que un día no vuelve.

En las últimas veinte o treinta páginas, incluso aparece algo así como una trama, gracias a la vecina, la chica de las botas militares, la que se lía cigarrillos con la hermana mayor de Mem y sueña con estudiar en la Unión Soviética. Aunque el fantasma de Mem dice que es mentira, que se inventó el proyecto porque el padre…

No, si ustedes han llegado hasta ahí, no les voy a estropear el final, en la medida en que se puede decir que haya un final. En todo caso, se lo habrán merecido. No es una prueba fácil superar 170 páginas de reflexiones de un tipo (el mismo Mem, pero en una obvia realidad paralela) a punto de suicidarse pero parado en medio del suicidio porque ha visto caer una pluma gris. Dan ganas de decirle que coja la puta navaja ya. Eso, después de vivir cinco años en Chipre sin saber cómo y sin hacer más que mirar por la ventana y soñar con que lo lleven a ver a un tipo que no existe. En medio, diálogos de  las aves que han perdido la susodicha pluma, de un hombre con un pimentero, de un río con Dios, de una abubilla con una golondrina o de dos ángeles que parecen aburrirse igual que todos los demás, porque ninguno de estas conversaciones tiene gracia ni chispa, ninguna.

Salim Barakat (Mosisana, Qamishli, Siria, 1958) es un peso pesado de las letras árabes. Se exilió tras estudiar en Damasco, primero a Líbano, acabó viviendo 16 años en Chipre y en 1999 pasó a Suecia. Leo que ha publicado 23 novelas y 21 poemarios y ha sido traducido a media docena de idiomas. Las plumas es la primera obra suya que conozco. Y tengo la impresión de que gran parte del atractivo que debe de tener en el original – por algo tiene que haber adquirido fama el autor – reside en la sonoridad de la lengua árabe. Soy capaz de adivinarla, de alguna forma, a través de la traducción (una traducción sin mácula): en árabe, seguramente, sería bello porque el árabe clásico tiene esa capacidad de convertir en oro todo lo que toca, así sea plomo.

Curiosamente, recurrir al preciosismo de las palabras es un rasgo que he encontrado en más de un poeta kurdo que escribe – obligadamente, dado que el kurdo está aún en la fase inicial de convertirse en un idioma literario escrito y difundido – en árabe clásico. Casi diríase un afán de venganza: al no poder usar su propio idioma, el poeta arrambla con todo el tesoro lingüístico del idioma conquistador y le exprime hasta el último jugo, que es mucho, para crear un texto impecable, lírico, barroco, pulido. Lo de menos es qué dice.

Me gustaría añadir que al menos, gracias a los episodios históricos dispersos por la novela como pasas en un bizcocho, usted aprenderá algo de historia kurda. Pero no es del todo cierto. Como buen patriota, Salim Barakat solo destacará los momentos heróicos de los líderes aplastados por una cruel supremacía de las potencias que los rodeaban. Siempre serán víctimas de la historia; verdugos no pueden ser, errores no pueden cometer, así es el destino de los héroes. Hasta los chacales con los que va a aullar Mem serán chacales kurdos. De los otros chacales de Mesopotamia y Anatolia, con los que tantas veces aullaban los dirigentes kurdos, ni rastro.

Las plumas (Navona, 2017), de Salim Barakat | 304 páginas | 22,50 € | Traducción de Carolina Fríaas y Almudena García.

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