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Poco chorizo para tanto pan

El chico del MaravillasILYA U. TOPPER | No no: el teatro Maravillas del título no es el Teatro Maravillas que a muchos de ustedes les suena. Aquel se halla en Madrid. El teatro de Lluís Llach, en cambio, está en el Paralelo, es decir en Barcelona, como sospecharán viendo el apellido del autor. No existe, por supuesto, o mejor dicho existe porque lo ha creado Llach. Es un teatro de revista, ya saben: de piezas musicales adornadas con chicas que hacen como que bailan para enseñar lo máximo de pierna, cachete o superficie tetil que la censura permite, lo cual no es mucho. Al menos no en la posguerra.

Pero la historia empieza antes: en 1929, y empieza como una –a primera vista ligeramente flemática– saga familiar en la que una familia barcelonesa, los Batrina, lega el teatro a la siguiente generación. Durante una decena de páginas asistimos a un planteamiento de personajes que parece más bien un cuaderno de apuntes de un escritor que aún no ha encontrado un estilo de narración. Pero esto cambia cuando el autor va perfilando a Mireia Ventós. La chica que, a fuerza de haberse criado entre poleas, telones y focos, trepa como los gatos y se convierte en tramoyista. Y en anarquista. Llegamos a 1936.

Si en literatura existieran premios al personaje de reparto, Mireia Ventós se lo llevaría: las escasas cien páginas en los que ella lleva ella a cuestas el protagonismo del libro, se nos harán cortas. Lástima que las demás 400 ya no le incumben y que su rol en esta historia se ciñe esencialmente a ser la madre de Roger Ventós, el barítono en el papel que corresponde al barítono: ocupar todo el escenario.

Y aquí tenemos el problema: para que un personaje lleve el peso de una narración, con los demás agrupados alrededor para hacerle los coros, necesita un perfil humano, demasiadohumano, con sus claroscuros, sus contradicciones y sus dudas: Homo sum, humani nihil a me alienum puto. Sí, incluido lo de puto. Si no se pelea con nadie –y Roger Ventós es buen chico y no se pelea nunca con nadie: es lo que se dice un cacho pan–, al menos debe estar en guerra con sus entrañas. Siquiera un poco. Unas dudas. Así fuesen existenciales, o musicales. Quizás una reflexión, hecho desde un palomar en un teatro modesto, sobre el negocio que supone la música, y especialmente la música clásica: ¿un arte destinado solo a quienes pueden pagar una entrada al Liceu? ¿Hace falta una corbata para disfrutar de Bizet?

No, de todo esto aquí hay tan poco que desaparece en las 500 páginas (de letra no muy chica: la lectura no se hace larga ni pesada). Sí hay una reflexión musical, una, sobre las formas de dar sentido –serenidad o terror– al Requiem de Faure, casualmente una de las obras clásicas que el propio Lluís Llach ha cantado, nos enteramos en internet. Y que a alguien que padece amusia congénita, como es mi caso, le abre perspectivas.

Pero ¿dónde está la trama? Hay dos: la segunda empieza en la página 300, un poco tarde, y sí, halla un cierre rotundo y preciso, insospechado, en el último, sí el último párrafo del epílogo. Chapeau. (No puedo desvelarla: si quieren, se lo tienen que leer). Pero para sostener una novela entera, esto es poco, sobre todo porque durante largas secuencias se queda totalmente eclipsada por los demás instrumentos de la orquesta. De manera que hasta no lleguemos al cierre, a ese último párrafo, creemos que la trama es la primera, la de la ascensión y caída del Teatro Maravillas. Tampoco especialmente bien resuelta, con las tribulaciones financieras propias de un teatro de revista pasado de moda puestas al lado de un barítono con sueldos de ensueño, y sin dar más explicaciones.

Para darle cuerpo, el autor ha metido un teaser de un folio escaso al principio del todo, y un segundo teaser, simplemente la continuación, otro folio, justo a la mitad de la novela: una entrevista en la cárcel. Aquí pasará algo, se nos advierte, aquí habrá un crimen, atentos. Sí, habrá, pero es poco chorizo para tanto pan.

Usted, lector –me lo conozco– posiblemente se planteará comprar el libro por las ganas de conocer más de cerca a un ídolo musical, como es Lluís Llach que, me dicen, no se prodiga en entrevistas. Ignoro si hallará lo que busca (si busca política, olvídese). Obviamente, en 2017 y en España, diseñar un personaje homosexual ya no se interpretará como una salida del armario del autor. Eso sí, es buena materia de reflexión un diálogo que plantea: la clandestinidad social que obliga a un hombre gay a estar siempre alerta de alguna forma reduce su sexualidad al deseo, le hace blindarse a la opción de vivir un amor con todas sus consecuencias, mucho más difíciles de ocultar. O al contrario: esa clandestinidad refuerza la relación de amor precisamente porque nace en y a pesar de la lucha contra las adversidades que la acompañan. Y otro detalle curioso es descubrir –Llach fue testigo de esos tiempos – que los homosexuales bajo el franquismo en España, pese a tener un pie en la cárcel, disimulaban menos y se sentían más aceptados en su entorno que los de la muy democrática Francia.

Pero el autor parece no haber juzgado necesario extender estas reflexiones sobre la homosexualidad en la sociedad a otro país que conoce bien y que juega un papel fundamental en la novela: Senegal. Si hubiera tenido el arrojo de hacerlo, quizás se hubiera estropeado la segunda trama, tan idílica. O quizás le habría salido una gran novela. Nunca lo sabremos.

El chico del Maravillas (Destino, 2017), de Lluís Llach | 508 páginas | 21,50 euros | Traducción de Victoria Pradilla

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