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Podría haber sucedido exactamente así

JUAN CARLOS SIERRA | Para mí la esencia del teatro reside en la representación sobre las tablas de un texto ideado y escrito para la escena. Esto explica que no sea yo un lector habitual de obras dramáticas, de la misma manera que no acostumbro a leer los guiones de las películas que veo. En cualquier caso, como las ocupaciones diarias me impiden acudir con la frecuencia que quisiera a salas y teatros, de vez en cuando me dejo caer por alguna librería amiga y tiro de alguna que otra obra dramática. El caso de la que nos va a ocupar en esta reseña tiene que ver con esta costumbre, subrayada además en este caso concreto por el hecho de que la obra en cuestión, hasta donde yo sé, aún no tiene presencia en escenario alguno. Así pues, por el momento El patio número 3 de Víctor Muñoz solo la podré (podremos) leer, pues a día de hoy no hay compañía, sala o empresa que se haya hecho cargo de su representación. Pero no creo que su autor tarde mucho en encontrarle acomodo en algún teatro de postín, quizá en alguno de los pocos que puedan quedar por Madrid que aún no haya sucumbido a la epidemia de los musicales; primera parada, espero, de una gira de El patio número 3  por provincias que presumo exitosa. Entonces, en alguno de esos bolos provinciales tendré la oportunidad de doblar el placer de mi lectura si el montaje está a la altura del texto original.

            Ese texto, el trabajo estrictamente creativo de Víctor Muñoz, cuenta una historia que si no es estrictamente real, sí que resulta totalmente verosímil. Recordemos que este patio al que hace referencia el título existió en la comisaría de la calle Jesús del Gran Poder de Sevilla durante los primeros meses del golpe de estado de 1936 y se convirtió en principio del fin para los presos que terminaban en él, ya que sus inquilinos indefectiblemente serían sacados de allí para ser asesinados en las tapias del cementerio de San Fernando por orden de Queipo de Llano o de Manuel Díaz Criado -o en otros lugares sevillanos y por orden de otros golpistas-. También debemos recordar, a propósito de este lugar, que la gran mayoría de esos prisioneros -creo que la palabra presos se les queda pequeña- eran hombres (hijos, maridos, hermanos,…) a quienes sus mujeres (madres, esposas, hermanas,…) llevaban el poco sustento que ellas podían recoger en una situación de dramática escasez como la de aquellas fechas. Delante de la puerta de aquel siniestro edificio estas mujeres hacían cola y, cuando les tocaba su turno, dejaban a quien estuviera de guardia las viandas cosechadas de aquí y de allá para su prisionero. En estos casos, lo peor que podría pasar era que les devolvieran el paquete con el sustento aduciendo que su hijo, marido o hermano había sido trasladado, que traducido a la realidad de aquellos días significaba que este ya no iba a necesitar en adelante sustento comestible alguno.

            La obra que nos ocupa cuenta en tres actos muy bien definidos uno de estos casos,  a medio camino entre la realidad y la ficción, como ya se ha advertido. Podemos afirmar que una historia como la que aquí se relata no necesita de más arquitectura dramática que esos tres actos. Además, acierta el autor al no enredar la trama con vericuetos temporales, ya que se limita al clásico planteamiento (acto I), nudo (acto II, necesariamente el más extenso con diferencia) y desenlace (acto III). No se debe entretener al lector/espectador ante la historia que se cuenta, cruelmente sencilla, ásperamente lineal. La sobriedad del armazón dramático ayuda a lo narrado, porque se le ajusta a la perfección, de modo que resulta totalmente coherente.

            Es por esto por lo que a veces chirría el lirismo y el simbolismo, a mi parecer excesivo, de algunas intervenciones de los personajes, especialmente de GUARDIA/MIGUEL y de MADRE/MARÍA, que son los que sostienen la narrativa de El patio número 3. Entiendo que el autor pretenda inscribir a su obra dentro de una tradición que, como señala Pablo Remón en el ‘Prólogo’, apunta a Lorca o a La Zaranda, pero comparto con el prologuista la opinión de que la obra de Víctor Muñoz se sostiene sola -es más, incluso sin este prólogo ni el epílogo de Pura Sánchez, por muy interesante que sea (que lo es)-. Esa disonancia entre el tono general de la obra y estas incursiones líricas en el habla de los personajes, especialmente en los antes mencionados, puede llegar a sacar al lector -y llegado el caso al espectador- de la lógica o de la verosimilitud del diálogo de los personajes. Sin embargo, en otros recursos dramáticos como los apartes, en algunos elementos escénicos como el pañuelo de DETENIDO/MANUEL o incluso en esta dualidad señalada con un ‘/’ en los nombres de los personajes, este lenguaje poético y simbólico se ajusta mucho mejor.

            En relación a esta forma de representar a algunos personajes, a esa dualidad antes mencionada, creemos que puede representar uno de los grandes aciertos de Víctor Muñoz. Los personajes, como monigotes zarandeados por la Historia -en mayúsculas-, se encuentran de partida despersonalizados en el texto bajo la etiqueta de sus arquetipos (GUARDIA, MADRE, DETENIDO); según avanza la obra van cobrando humanidad con su nombre de pila (MIGUEL, MARÍA, MANUEL). Se trata realmente de lo que sucede con los hechos históricos que se tratan: para hablar del golpe de estado de 1936 y de lo que vino después, generalmente se parte de abstracciones históricas, de grandes hechos bélicos, de los nombres de los grandes hombres y mujeres que fueron protagonistas de aquello, pero se olvida bajar al suelo que pisaron los que, por ejemplo, huyeron de la represalia fascista en la ‘Desbandá’ de Málaga o los que fueron encerrados en el patio número 3 que aquí nos ocupa antes de que los despacharan a una muerte segura por fusilamiento. Y es que la obra en sí se encuentra en este nivel, se arrastra por la calle Jesús del Gran Poder o por el suelo del patio número 3 de su comisaría de policía. Este es el lugar desde donde se escribe y es ahí, en su humanización, desde donde la obra cobra sentido y nos conmueve.

            Esa capacidad de estremecernos y emocionarnos de El patio número 3 la provoca y la sostiene fundamentalmente el personaje de MADRE/MARÍA, en concreto su tozudez, la de una madre que busca al hijo que le han arrebatado a partes iguales el sinsentido, el resentimiento y el odio. Este gesto irredento, impenitente, resistente -¿’resiliente‘ diríamos ahora?- parece plantearse aquí como un acto de insospechada y eficaz rebeldía. A priori una mujer sola no puede doblegar a todo un entramado golpista cruel y sanguinario, pero MARÍA acierta a ver la debilidad del sistema, que radica precisamente en su supuesta fortaleza, el terror. De modo que dentro de la oscuridad, allá al fondo, en lo más negro y sangriento de la derrota, existe una grieta por la que se cuela algo de luz. No hay que buscar, pues, necesariamente en las grandes gestas y hazañas guerreras, en las heroicidades de los libros de Historia, sino que nos salva la fortaleza de la aparente fragilidad.

El patio número 3 (Ediciones del Bufón, 2024) | Víctor Muñoz | Prólogo de Pablo Remón y Epílogo de Pura Sánchez | 95 páginas | 13 euros

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