JOSÉ GARCÍA OBRERO | En la pasada Feria del Libro de Madrid, que contó con la República Dominicana como país invitado, algunas páginas culturales se hicieron eco de la singularidad de unas voces que se proyectaban más allá de las limitaciones de su mercado nacional. La de Frank Báez (Santo Domingo, 1978) fue una de las que más atenciones recibieron. Báez no es un recién aterrizado en el ámbito español, pero Llegó el fin del mundo a mi barrio, publicado recientemente en Sonámbulos, le ha dado mayor visibilidad entre lectores y crítica. La originalidad de estos poemas radica, en buena medida, en esa aparente sencillez con la que se desenvuelven y bajo la que subyace un propósito más complejo. De ahí que el recuerdo de un entorno físico distante en muchos sentidos de nuestro mundo, como es Santo Domingo, se asome al reflejo de quien haya crecido en un barrio de este país durante los ochenta. Báez lo consigue estableciendo conexiones entre vivencias y espacio; una tupida red de referencias culturales populares que van desde Nostradamus a la lucha libre en televisión, pasando por los caramelos Milky Way o el “tae kwon do”, y que son próximas a las de cualquier chaval de una ciudad española en esos años. Al fin y al cabo, nos une la misma invasión de cultura pop procedente del mismo imperio: el norteamericano, en el caso de Báez acentuado por el hecho de haber tenido a su padre, como tantos dominicanos, viviendo en Nueva York. La importante dependencia cultural y económica se evidencia en versos como estos: “Tu verdadero nombre es Santo Domingo/ pero respondes cuando te llaman/ Nueva York Chiquito”; y continúa más adelante: “Nueva York te manda la manutención/ porque quiere que crezcas grande y fuerte”. En cualquier caso, Llegó el fin del mundo a mi barrio es mucho más que una mera evocación de episodios, implica un ejercicio poco habitual, valiente, de experimentación con el lenguaje, como pone de manifiesto, por ejemplo, el uso desprejuiciado de neologismos que ya forman parte de nuestro vocabulario cotidiano. El resultado final son estas instantáneas que trazan el arco de una anécdota sobre unas reflexiones de corte filosófico. Experiencias que el autor describe con fluidez y que unas veces se inclinan del lado del humor (“Mi mamá me dio amor/ pero no me dio la salsa/ y cuando se acordó/ ya había llegado el reggaetón”) y otras, depositan un poso de tristeza (“Tú inclinas la cabeza ante estos/ poemas y escribes estos versos// en segunda persona para que así/ las palabras duelan menos”). Un sentimiento que irá conquistando terreno conforme se avanza en el libro y ganan protagonismo las ausencias, especialmente la del padre.
Tal vez porque el universo del barrio pertenece a la infancia, su fin pueda pasar desapercibido a cualquiera, salvo a un poeta.
Publicado previamente en Cuadernos del Sur.
Llegó el fin del mundo a mi barrio (Sonámbulos, 2019) | Frank Báez | 68 páginas | 12 euros