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Póngase la pegatina de Tripadvisor en el culo

EL LENGUAJE DE LAS CIUDADESe-las-ciudades_deyan-sudjic_201705312332MANOLO HARO | Se le atribuye a Caín la fundación de la primera ciudad tras su expulsión de las zonas limítrofes del paraíso. Con tan señalado comienzo, qué duda cabe de que la ciudad no nacía con muy alentadores augurios. Nod se llamó y en su sustancia formativa iba la sombra del asesinato vestida con las ropas del progreso. El mito nos abre el párpado durmiente para mostrarnos el futuro de las aglomeraciones humanas, un panorama que llama a replantearse qué estamos haciendo con los lugares donde vivimos.

La idea de ciudad ha ido experimentando un proceso de decantación progresivo que ha dejado al concepto inmaterial de la polis a una distancia del mundo actual preocupante para el futuro. La polis griega fue un elemento espiritual que vio su reflejo físico en la constitución de una ciudad con espacios de intercambio ciudadano, donde a su vez la comunidad tendía vínculos entre sus miembros. Se daba lugar así a una cristalización de todo estos contactos en el arte y en el cuidado de la geografía urbana. Este, más o menos, ha resultado ser el camino de la ciudad a lo largo de milenios, con los contados hiatos de conflagraciones bélicas; sin embargo, aquella polis no existe ya, tal como pone de manifiesto El lenguaje de las ciudades de Deyan Sudjic. Su lectura nos hace colocar al autor dentro de ese grupo de individuos que surge de la necesidad humana de contar lo que se nos viene encima. Sudjic es una sombra al fondo de un cuadro de El Bosco que entre los fuegos del presente ve el baile de llamas, sugerentes o no (según cada uno), que iluminarán nuestras vidas en los muchos lustros venideros.

Las ciudades pierden sus límites en radios de cientos de kilómetros. Dentro de círculos concéntricos se atropellan polígonos, outlets, urbanizaciones con seguridad privada y almacenes logísticos. Londres, por ejemplo, es una entelequia cuyos márgenes, según el Jefe de la Policía Metropolitana, pueden situarse en Jamaica o Bagdad. Un antiguo consejero arquitectónico del Príncipe de Gales, Christopher Alexander, oponía la idea de ciudades naturales como Siena o Liverpool, cuya  complejidad en las interacciones de sus habitantes revertía en una organización rica y sutil, a la de ciudades artificiales, organizadas con la previsible sencillez de un árbol. Otro urbanista y asesor de diversos gobiernos británicos, Peter Hall, dejaba claro que las grandes obras de planificación conllevan un peligro sustancial: son caras, se emplea demasiado tiempo en llevarlas a cabo y habitualmente no funcionan. Bueno, tal vez hasta cierto punto, pero a la larga (o al menos, a la larga de ahora) el resultado está siendo nefasto. Por ejemplo, el caso de Barcelona: tras la gran inversión olímpica, vio de qué manera el empleo, el turismo y la energía creativa fueron ocupando rincones en los que antes sólo colgaban cordeles con ropa. La consecuencia actual es la imparable gentrificación (elitización por mor de la especulación, la subida de precios y la llegada de franquicias y tiendas de camisetas) que empuja a un extrarradio cada vez más lejano a la población natural y al talento. Otro ejemplo sería París, condenada a convertirse en una nueva Venecia, igual que Londres, Berlín, Roma y todas las capitales del mundo que tengan entre sus calles cualquier elemento susceptible de ser vendido masivamente.

La activista Jane Jacobs está detrás de gran parte del discurso de Sudjic. Al menos en lo tocante al compromiso con todo lo que conlleve una pérdida de la identidad urbana. Jacobs, autora del clásico Muerte y vida de las grandes ciudades, pasó, hace más de medio siglo, de la teoría a la acción en su esfuerzo por frenar el proyecto de convertir el Greenwich Village de Nueva York en una autopista y en el de hacer una limpieza profunda en el Bronx y el West Side. Robert Moses, planificador de estos nuevos trazados, no pudo llevar a cabo su idea. En la baudeleriana máxima de «el peatón es la medida» se asentaba el discurso de Jacobs. Pero ese tiempo pasó. Las ciudades de ahora necesitan de un activismo que ha que surgir de sus propios pobladores, aquellos que habrán de lograr develar las nuevas técnicas de distracción y destrucción a lo largo y ancho del mundo por parte de invisibles programadores. El trabajo de Sudjic podría tomarse como una guía para el comienzo. Una forma muy valiosa de obtener una panorámica de hacia dónde se encamina el diseño urbanístico actual es plantear una breve historia de cómo se construye el ente ciudad en la edad moderna y sus avatares hasta finales del siglo XX. En este empeño el autor entabla un diálogo con el pasado, abordando un ameno análisis del significado de lo simbólico en ciudades icónicas.

Estambul, ciudad manipulada por medio de un nomenclátor con fines políticos, muestra a un occidente mudo y cegado los deseos de Erdogan por apagar los ecos del pasado europeísta de Atatürk. Los Ángeles contienen interminables barrios residenciales que dependen de Colorado (a más de 1500 kilómetros) para tener agua. Los emiratíes tienen sus hogares pagados en Londres, París y Nueva York para cuando sus experimentos urbanos se vuelvan inhabitables. Este es el complejo mundo de ahora, lleno de paradojas que nada tienen que ver con ese supersticioso término de sostenibilidad, y que propone el nacimiento de una nueva realidad: ciudades de entre 15 y 40 millones de habitantes en las que la vida comercial y Airb’n’b amenazan con convertir los barrios en residencia de turistas y el perfil de la ciudad en un paisaje lleno de torres nacidas del ego megalómano de un arquitecto de renombre mezclado con el dinero a espuertas de los fondos de inversión extranjeros. Se lleva asistiendo desde los 90 a un cambio paulatino del modelo de ciudad, muchas de ellas consolidadas en el imaginario colectivo como urbes de perfiles reconocibles e inmutables. Nada más lejos de la realidad.

Los modelos del siglo XXI se sitúan en Asia. Singapur y Hong Kong, con su evolución particular tras la Segunda Guerra Mundial (fábricas baratas en los 60, construcción de puertos y aeropuertos en los 70, impulso educativo en los 80, consolidación de industrias creativas y culturales en la actualidad), emiten un fuerte destello que se refleja en los rascacielos especulares de Bakú, Dubai y Abu Dabi, que a su vez devuelven el reflejo hasta Occidente. El nuevo urbanismo trabaja de forma muy similar en todos los puntos cardinales. La rascalización tiene como germen casi siempre un “Museo de planificación de la ciudad” en los que parte del presupuesto (público y/o privado) se invierte en la construcción de costosas y futuristas maquetas para alabanza y gloria de un futuro mejor.

El caso de Londres resulta especialmente esclarecedor a la vez que preocupante. La conversión del polígono industrial en el centro financiero de Canary Wharf ofrece una visión clara de lo que está sucediendo en la ciudad cuando esta se toma como un tablero del Monopoly a escala humana. La dimisión en 1986 de Stuart Murphy, arquitecto jefe de la capital británica, permitió la rascalización con unos promotores a los que se les dejó hacer lo que les viniera en gana. El dinero barato de las últimas décadas ha completado el proceso, a pesar del activismo de grupos como Ocuppy o Class War, que no han frenado los proyectos de las torres residenciales en Vauxhall. El nuevo Londres contempla una zona junto al Támesis de 3100 apartamentos, 140.000 m2 de oficinas y el consabido centro comercial.

El lenguaje de las ciudades también aborda su gobierno. Disney participó en su momento en la planificación de una ciudad ideal junto al planificador Robert Moses, antes de que toda su visión del mundo cristalizara en sus parques de atracciones. Aquella ciudad Disney-Moses no contemplaba la existencia de “ociosos”, premisa con la que el capitalismo soñaba con crear núcleos de población donde no se diera la delincuencia. Está claro que el padre de Mickey supo sublimar su utopía en algo bastante lucrativo. Lo que ahora vivimos podría explicarse como un proceso de simplificación de las ciudades con ecos de Disneylandia: los proyectos urbanos deben de ser sencillos para que los entiendan los inversores extranjeros que mueven sus maletines sin pisar el lugar. La repetición a escala urbana simplifica y provoca la pérdida de diversidad y autenticidad. Las ciudades se parecen cada vez más. El dinero privado implanta espacios acotados de forma casi inapreciable, a la vez que los habitantes de estos van perdiendo la capacidad de moverse de forma natural y gratuita por ellos. Se da la paradoja de que, en Londres, el edificio que cobija el gobierno de la ciudad es privado. Hay que estar atentos a estas pequeñas señales.

Las preguntas planteadas en este libro podrían dar para unos cuantos años de encuentros entre urbanistas, promotores, inversores y, sobre todo, ciudadanos. ¿Cómo se para el ciclo que estamos hartos de ver en todas las capitales importantes? Ese que viene de la mano de artistas que revitalizan zonas deprimidas, hacen que afloren galerías, que a su vez sirven de reclamo a cafés y restaurantes y que, como paso final, trae a modernos burgueses que terminan encareciendo el barrio y convirtiéndolo en un lugar de moda para uso exclusivo de un sector muy determinado de visitantes y pernoctadores.

Los modelos se van superponiendo hasta llegar a nuestros días. Ni las ciudades donuts (centros deshabitados de noche, que sólo sirven de acomodo para la vida comercial), ni el afán de Robert Venturi y Denise Scott Brown en aprender de la cultura popular de Las Vegas, ni la agotadísima y costosa idea de ciudad jardín (que destruyó valores urbanos y que se sigue repitiendo con una versión renovada de pistas de pádel y urbanizaciones cerradas) vienen a darnos la solución. Parece que se emiten fuertes señales desde Silicon Valley, pero entra escalofrío de solo pensarlo: espacios de interactuación continua entre jóvenes narcisistas que se defienden del mundo exterior con seguridad controlada por TV.

Poe y Baudelaire tuvieron en común el hecho de reconocer que el hombre de la multitud sería el tipo humano del mañana. Supongo que no acertaron a sospechar que el gran peligro, el gusano que horadaría los pilares milenarios de la ciudad, se concretaría en la figura del turista. A este asunto le dedica Deyan Sudjic el último capítulo del libro. Ve al turista como un atentado contra el carácter y el tejido físico de la ciudad. No hay que enfundarse la camisa de agorero si afirmamos que el turismo está poniendo en grave riesgo el ecosistema urbano. Las pegatinas de Tripadvisor son la miel para las moscas. Lo más preocupante es que todos nos travestimos de turistas de vez en cuando, como si sólo lo fueran los otros.

Desconozco lo que nos depararán las décadas venideras. Es más que probable que estemos asistiendo al fin de un concepto de ciudad que ha sobrevivido durante los dos últimos siglos. Lo virtual está trazando nuevas líneas sobre los planos antiguos. Pensar la ciudad es un trabajo para virtuosos, como también lo es defenderla. Lleven el libro de Sudjic en el bolso. Puede usarse como arma de defensa personal cualquier noche. Por ejemplo, observando cualquier noche el perfil del cielo de Madrid desde Chamartín.

El lenguaje de las ciudades (Ariel, 2017), de Deyan Sudjic | 272 páginas | 19,90 euros

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