Alejandro Luque
Lo más cerca que he estado nunca del suicidio fue aquella noche en que, creyéndome poseído por un agudo mal de amores, me bebí a morro una botella de ron, escuché 15 o 16 veces seguidas un disco de Andi Deris y me leí casi sin respirar 300 páginas de Il mestiere di vivere. Si aquello no me mataba, debí de pensar, me haría más fuerte.
No había vuelto desde entonces al que tal vez sea uno de los diarios más tristes y atormentados de la literatura de todos los tiempos. Ahora regreso a aquellas páginas que llené de subrayados, anotaciones, flechas y exclamaciones en los márgenes, donde diez años atrás creí estar leyendo mi propia miseria personal, y dudo si invitar al lector a compartir ese feroz descenso a los infiernos.
Lo primero que debo advertir es la suprema impudicia que supone el abordaje de este libro. Publicado en 1952, El oficio de vivir fue hallado entre los papeles de Cesare Pavese tras la muerte del escritor, ocurrida dos años atrás. Natalia Ginzburg e Italo Calvino se ocuparon del cuidado de la edición, labor que incluía la censura de pasajes demasiado íntimos –ignoramos dónde estaba el baremo, que suponemos alto– y las alusiones a personas vivas que pudieran quedar comprometidas. ¿Había Pavese escrito y titulado sus diarios pensando en esta trascendencia póstuma? ¿Se trataba de un desahogo de consumo privado, o sabía, como todos, que siempre hay un Max Brod dispuesto a salvar un cuaderno del fuego?
Sea como fuere, lo que se pone en manos del público es la voz más personal, más desnuda y desinhibida que quepa imaginar. Y ello implica no sólo certificar la prosa magistral del piamontés –para eso ya tenemos La playa o El bello verano–, sino también asomarse a sus humanas debilidades, mirar bajo el felpudo, husmear en la cesta de los calzoncillos. Junto a sagaces observaciones sobre literatura y lengua italiana –hay que repetirlo: qué gran lector fue Pavese– lo que encontramos es a un hombre clínicamente incapaz de ser feliz, por la sencilla razón de que no puede tener relaciones sanas y armónicas con las mujeres.
Como bien indica el traductor Ángel Crespo en el prólogo de la mejor versión española (Seix Barral, 1992), uno de los ejes alrededor del cual giran estos diarios es “la supuesta impotencia de Pavese, no precisamente fisiológica, sino temida como incapacidad de hacer sentirse satisfecha a ninguna mujer”. O, dicho, de otra manera, un desajuste profundo, una incapacidad manifiesta para pactar y alcanzar la deseable complicidad con el mal llamado sexo débil, un permanente espíritu de confrontación que una y otra vez lo humilla, lo zarandea y lo arroja a los acantilados de la desesperación.
Si logramos –lo cual no es fácil– dejar de lado los juicios morales, coincidiremos en que, como obra literaria, Il mestiere es portentoso. Su pulso sostenido, su abundancia de felices hallazgos aforísticos y su poderosa sensación de verdad bastan para arrebatarnos. En pocos libros como éste encontraremos ideas tan afortunadas sobre las angustias del creador (“Hacer poesías es como hacer el amor: nunca se sabrá si el propio gozo es compartido”), los secretos de la inspiración o el siempre inquietante paso del tiempo (“Hay algo más triste que envejecer, y es continuar siendo un niño”). Pero también queda al descubierto el hombre desengañado (“El amor es la más barata de las religiones”), cuando no el misógino recalcitrante (“De cada cien, noventa y nueve son puercas…”).
El ensayista Pavese, por ejemplo el de La literatura norteamericana, es un dechado de intuición y lucidez. El poeta de Trabajar cansa o Vendrá la muerte y tendrá tus ojos es un amo de la difícil sencillez, que nombra el misterio y toca en lo más hondo de la condición humana. El diarista Pavese también sobrecoge y perturba, pero no desde la grandeza de las mencionadas faenas, sino desde la degradación y el patetismo. Su romance, si puede llamarse así a aquella obsesión torturada, con la actriz norteamericana Constante Dowling, le llevó a escribir el 27 de abril de 1950: “Nada. Tengo carbón en el cuerpo, brasas bajo las cenizas. ¿Por qué, Connie, por qué?”. Exactamente cuatro meses más tarde, se suicidaba con una sobredosis de somníferos –y no de un pistoletazo, como tanto había soñado– en el hotel Roma de Turín, después de despedirse por escrito de la literatura, es decir, de la vida: “Todo esto da asco. No palabras. Un gesto. No escribiré más”.
El año pasado, cuando hablamos en Estado Crítico de nuestros libros preferidos, afirmé que un libro imprescindible, fundamental, es aquel que te cambia la manera de ver el mundo, el que corrige tu pensamiento sin que sea posible, en adelante, dar marcha atrás. A veces, estos libros muestran un camino que hasta entonces parecía vedado a tus ojos. Otros te enseñan cuál es el camino que no hay que tomar. Il mestiere pertenece, para mí, a los segundos. Tal vez nadie esté a salvo de arder en la llama devastadora de los celos, de pensar que el sufrimiento es un marchamo de calidad para las relaciones humanas, o de confundir el amor con la posesión o la mendicidad. Pero los padecimientos de Pavese, contados además desde altura literaria muy cercana a la genialidad, deberían servirnos de algo. Eso pensé a la mañana siguiente, en medio de una resaca atroz, con un libro emborronado tirado por el suelo y una canción de Andi Deris girando en mi cabeza: “Life is what I’m bringing/ Pain is what I’m killing…”
Ese libro me acompañó durante mucho tiempo. Me empapé de su tristeza y de esa sordidez constante, lenta.
Uno de esos libros que jamás muere.