ALEJANDRO LUQUE | Es lo más natural del mundo: imagine que su familia, estando tan tranquila en un bar, es ametrallada sin piedad. Usted, que se gana la vida como tahúr, en lugar de acudir a la policía, trata de obtener un arsenal en el mercado negro, crea su propia banda vengadora y se dedica a eliminar uno a uno a aquellos asesinos. Luego es detenido, pero no dice nada porque no quiere ser un chivato cualquiera, y acata austeramente su sentencia a cadena perpetua. ¿Cómo, que es inverosímil? Ah, perdón, olvidé decir que casi todo ocurre en Sicilia. Allí las cosas se arreglan así, ya saben, la familia Corleone, los sicarios, la omertá… ¿Eh? ¿Tampoco cuela?
Bueno, pues esto es, a gruesos brochazos, lo que nos propone Malerba. Vida a muerte en Sicilia. Un título que suscitó una sonada polémica al alzarse con el premio que lleva el nombre de –nada menos– Leonardo Sciascia. Media Italia se llevó las manos a la cabeza: ¡las memorias de un criminal, obteniendo el galardón que honra la memoria del autor de El día de la lechuza y A cada uno lo suyo! No parecía cualquier cosa.
Se supo que uno de los miembros del jurado, Gaspare Agnello, dimitió en señal de protesta, lo que no impidió que la controvertida obra arrebatara el triunfo a la finalista Caterina Chinnici, hija de Rocco Chinnici, juez asesinado por la mafia en 1983. La prensa encontró una percha perfecta, los editores su reclamo ideal. Pero, ¿qué hay del libro ganador, valía la pena? Gracias a Malpaso, que se ha encargado de la edición para el mundo hispano, podemos comprobarlo por nosotros mismos.
Lo primero que comprobamos es que Malerba “entra” bien. Demasiado bien. Tan bien como se leen las novelas de kiosco, la literatura pulp más canónica: que pasen cosas todo el rato, que el lector encuentre referencias fácilmente identificables, que a los personajes los muevan impulsos básicos, elementales, como la codicia o la venganza, sin olvidar unas gotas de lujuria.
Giuseppe Grassonelli, alias Malerba [Malayerba], con la colaboración del periodista Carmelo Sardo, nos cuenta así su infancia en Porto Empedocle –la patria chica, sálvense las diferencias, de Andrea Camilleri–, las travesuras con sus amigos del pueblo, las rivalidades con los zagales de las localidades vecinas, la rígida pedagogía de los mayores. El chaval crece y emigra a Alemania, concretamente a Hamburgo, para ganarse la vida desplumando a jugadores incautos. La masacre de sus seres queridos se produce durante una visita casual del chico a la isla, momento a partir del cual la narración cambia de tono y de velocidad.
¿Y por qué, si puede saberse, aquella matanza? Malerba da algunas vagas pistas, pero para que no nos perdamos recurre a una clave infalible: el honor. ¡Estamos en Sicilia! “El honor. Este sustantivo ha sido y será la causa principal de masacres entre hombres, mujeres y niños en las tierras sicilianas”. El discurso continúa, con citas de Sciascia e incluso de Nietzsche, pero sigue sin colar. Porque, conforme vamos avanzando en el libro, entendemos que el honor y la venganza son solo excusas parciales.
Más adelante, en un giro admirable, el protagonista nos cuenta que los asesinos de su clan son mafiosos, y se dispone a hacerles frente. He aquí un monólogo sin desperdicio: “¿Pero qué coño te has metido entre ceja y ceja? ¿Combatir a la mafia? ¿Te has vuelto loco? ¡Despierta! Siglos de historia no han conseguido derrotarla y ahora llegas tú y… ¿Qué pretendes hacer?”
En otro momento, cuando alguien intenta disuadirle de este loco plan, se produce un diálogo que deja perplejo a cualquiera. “Será posible que seáis tan tozudos con vuestras costumbres y vuestros ‘valores’… (…) ¿No habéis pensado, aunque solo fuera una vez, que es precisamente el respeto hacia estas tradiciones la causa principal de vuestro exterminio?”. Como filólogo licenciado en la cárcel, Grasonelli debería saber que el lenguaje no es inocente. Y expresiones como “respeto a las costumbres”, “valores” o “tradiciones” no son sino un modo muy retorcido de dignificar o al menos suavizar nuestra percepción del hampa.
Porque, aunque tarde en decirlo, y lo diga con ambigüedad, el narrador es un hampón. No es un verso suelto, como empieza insinuando, y mucho menos un héroe civil frente al gigante atroz de la mafia. Su banda, “que los periódicos se obstinaban en llamar Stidda” según sus propias palabras, se llama justamente así con o sin obstinación de la prensa. Aunque no sea tan conocida como la Cosa Nostra o la Camorra, la Stidda es una organización que, con sus múltiples ramificaciones, ha logrado consolidarse en un área geográfica muy amplia del sur y del interior de la isla de Sicilia, especialmente en zonas donde la influencia de la mafia tradicional era menor. Y las luchas que se dan en colectivos de esta naturaleza no son por lo general, como se pretende, de índole honorable, sino que son movidas por la ambición de poder y de dinero, fundamentalmente.
Cuando Grasonelli es detenido en 1992, le toca compartir celda con algunos de esos mafiosos. “Los primeros días me sentía como pez fuera del agua”, escribe. “No era uno de ellos, aunque tampoco estaba de parte del Estado. Era enemigo tanto de la mafia como del Estado; en resumidas cuentas: no tenía identidad”. Todo suena tanto a captatio benevolentiae, como la clarividencia que va adquiriendo conforme el juicio avanza y descubre “bajezas y traiciones de uno y otro bando”. Ah, pero ¿había reglas del juego y no nos habíamos enterado? Parece que sí: “Yo mataba con un objetivo preciso y, a mi modo de ver, noble”. Cuánto daño, ay, han hecho algunas películas…
Al contrario de otros compañeros de armas, Grasonelli no quiso colaborar con la justicia. “¡Porque creía en lo que hacía!”, exclama, y ya no somos capaces de saber si es un cínico o un ingenuo. Poco importa. Estamos aquí para valorar una novela, y no para hacer juicios morales de sus personajes, reales o no.
En este sentido, concluiría en que el fallo del premio Sciascia, como afirmaron algunos denunciantes, deshonra el nombre que pretende honrar. Porque Sciascia, como todos los grandes, vivió comprometido con unas ideas y unos valores, pero antes que nada vivió comprometido con la literatura. Con la literatura grande, con mayúsculas. Esa de la que no hay apenas rastro, a pesar de contar con la asistencia de un periodista, en esta entretenida –y sí, quizá moralmente reprobable–, novela pulp.
Reseña publicada previamente en Mediterráneo Sur.
Malerba. Vida a muerte en Sicilia (Malpaso, 2016), de Carmelo Sardo y Giuseppe Grassonelli | 360 páginas | 23,50 euros | Traducción de Nicolás Pastor
Qué difícil es no sólo encontrar perspectiva suficiente para desentrañar la naturaleza de los actos, convicciones y lazos con la comunidad de un personaje como Malherbe o como un etarra de hoy, digamos, convencido de lo que hacía y ‘en contra del Estado’. Qué difícil nadar entre paradojas al filo mismo de la catarata del desastre. Pero más difícil aún es saber expresarlo.
Y Alejandro Luque lo hace en esta admirable pieza de crítica literaria, donde la ética, como reina y señora nuestra, establece las grandes diferencias.
Saludos de comienzo de curso a los que hacéis Estado Crítico.
Muchas gracias a todos.
Gracias, Ignacio, por el saludo de nueva temporada y por el comentario. Creo que si uno escribe desde la perspectiva del ‘malhechor’, cabe exigirle un extra de honestidad que no todo el mundo da. Este Grassonelli, desde luego, no lo hace, trampea de un modo incluso bastante burdo. Las memorias de Iñaki Rekarte, ya que mencionas a ETA, sí me parecen más ejemplares en ese sentido, aunque estaban un poco muy edulcoradas con una historia de amor redentora… En fin, nadie dijo que fuera fácil.