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¿Por qué nos gusta lo que nos gusta?

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CARLOS FRONTERA | ¿Por qué nos gusta lo que nos gusta? Reconduzcamos la situación, mejor reducir la interrogante a una escala doméstica, abarcable: ¿por qué nos gustan determinados libros? Mejor así, aunque también tiene miga el asunto. Hay una convención, algunos aspectos digamos objetivables que nos ayudan a establecer que tal libro es bueno, que tal otro menudo truño. No hay unanimidad en esto, aunque sí cierto consenso. En determinados ámbitos al menos. Claro que eso no es suficiente para responder la cuestión. Existen también criterios íntimos, coincidencias entre el libro y la biografía del lector, analogías entre el momento vital de quien lee y quien es leído, esa cualidad de espejo que poseen algunos textos, tampoco tantos, la capacidad de poner palabras al ruido de fondo que perturba determinados rincones de la mente. Así las cosas, cae en mis manos, por el tino de una recomendación, Olive Kitteridge, una multipremiada novela de Elizabeth Strout rescatada por Duomo Ediciones en 2018.

Olive Kitteridge pues. De primeras, el recelo de las 348 páginas: desconfío de los libros de más de 200 páginas, me lo pienso mucho antes de atreverme con ellos. A menos que sean de autores que me tienen ganado de antemano o vengan recomendados por prescriptores en cuyo criterio confío. 348 páginas entonces. Uf. De primeras, susto. Sin embargo, el libro cae de una sentada. Se trata de una novela dividida en 13 capítulos o de 13 cuentos que forman una novela, no lo tengo claro, lo cual considero un detalle y un acierto para un lector como yo, temeroso de los tochos ingobernables. Los capítulos-cuentos, capicuentos para los amigos, transcurren en una misma localidad, Crosby, un pueblecito de Maine, y tienen lugar en diferentes épocas. Protagonizados por diversos habitantes del pueblo, cada capicuento posee la peculiaridad de que en todos se asoma, bien como personaje central, bien como secundaria, bien como extra, Olive Kitteridge, una maestra insatisfecha con su vida, amargada, resignada con lo que le ha tocado en suerte, que nunca se permite salirse de la raya y que no tarda en ganarse las antipatías del lector. Hay algunas grietas a la ternura, eso sí, y eso la salva, momentáneamente al menos. Los capicuentos presentan situaciones cerradas, lo suficientemente cerradas como para que tengan entidad propia, y se respira en ellos un olor a viejo, a banco de misa, el conformismo de un horizonte sin demasiado a la vista. Alrededor de la figura de Olive Kitterridge orbitan matrimonios fracasados sin posibilidad de ruptura, complejas relaciones materno filiales, trabajos desmotivadores y sin perspectivas de cambio, infidelidades, la tragedia de la enfermedad también y la sombra del suicido: vidas desperdiciadas, rotas, comunes, vuestras, tuya, mía. Hay un peso que ancla a todos los personajes en situaciones de las que no son capaces de escapar, un peso hecho de apariencia, de cultura, de moralidad, de culpa, de silencios atormentados, de toda esa morralla heredada que se enquista en el ánimo y no hay modo de desprenderla.

Todo el libro está atravesado por una enorme sensibilidad, la grandeza de mantener el interés de la historia sin la necesidad de recurrir a grandes proezas o grandes tragedias. Es fácil, o no fácil, es menos complicado atrapar la atención del lector cuando la historia que se cuenta es tremebunda de por sí o heroica, cuando se trata de gestas o desgracias extremas. La complejidad de lograr un efecto semejante sin ese recurso a mano, sin más mimbres que los que conforman una vida común y corriente. Tampoco hay frases efectistas ni preciosistas, como se estila en una parte de la literatura actual, poblada de frases idóneas para resaltar en las redes sociales pero que, confrontadas con la realidad, son mentira o no significan nada más allá del papel. La narración fluye con naturalidad, sin histrionismos, sin querer llamar la atención. Sin embargo, cada poco me veo obligado a detener la lectura y perder la vista, paralizado por el acierto de una reflexión o por el dolor de una idea apenas insinuada.

¿Por qué nos gustan determinados libros? ¿Por qué uno en concreto sobresale de entre todos? Aparte de por ciertas cualidades más o menos objetivables, diría que un libro nos gusta porque algo en la historia resuena con la situación de quien lee, con lo que sea que le oprime o le pesa o le hace cosquillas, esa cualidad de espejo de algunos textos, tampoco tantos. Si uno quiere saber cómo se encuentra anímica o emocionalmente, basta con que analice qué libro le ha gustado, cuál destaca por encima del resto, si es que se atreve a releer determinadas páginas de su biografía. Ahí es nada.

Olive Kitteridge (Duomo Ediciones, 2018) | Elizabeth Strout | 352 páginas | 16,80 euros | Traducción de Rosa Pérez Pérez 

 

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