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Porque no todo se arregla con tiritas

La lentitud como método

Carl Honoré

RBA, 2013

ISBN: 978-84-9006-532-7

336 páginas

18 €

Traducción de Julia Alquézar

Jesús Cotta

Hay dos maneras de resolver los problemas, porque hay básicamente dos tipos de problemas. La solución rápida para los problemas fáciles y la solución lenta para los problemas difíciles.
Me hago un corte en el dedo con un papel (una «papirodactilotomía«: perdonad el palabro, pero es que tenía ganas de colocarlo en algún sitio) y me pongo una tirita y ya está. Ese es el primer caso.
Trabajo en una empresa que hace agua por todos sitios y cuyos empleados se acusan unos a otros, agobiados por un jefe cardíaco que va gritando por los pasillos. Ahí hay que aplicar la solución lenta. Ahí no sirven tiritas ni parches ni fórmulas mágicas, sino que hay que sentarse durante muchísimo tiempo, muchísimos días y dedicándole al  asunto muchas neuronas, implicar a mucha gente de mucho tipo, unir puntos que creíamos inconexos, atender a los pequeños detalles que marcan la diferencia entre el fiasco y el éxito, ver las cosas a largo plazo, echar mano del caudal de nuestra intuición, tener la humildad de pedir perdón y rectificar, mirar el asunto desde muchos puntos de vista, pedir consejo a diestro y siniestro, buscar la raíz del problema, averiguar cuál es realmente el objetivo que queremos alcanzar y determinar por tanto qué actos de hoy pueden encaminarnos a conseguir ese objetivo mañana.
Esa es la solución lenta, que no sigue una pauta ni un método concreto, sino que consiste en todo eso: tomarse en serio y con tiempo y con bemoles el asunto. Igual que sería absurdo ponerse a reflexionar largo y tendido acerca de la tirita que me voy a poner tras la papirodactilotomía, también es absurdo poner tiritas y parches a problemas gordos y complejos por si suena la flauta.
Y, sin embargo, eso es lo que en muchísimos casos hacemos y no solo en el ámbito privado (desavenencias amorosas, educación de los hijos, la lucha personal contra las adicciones…), sino también en el ámbito público, laboral y político: leyes encaminadas a contentar al electorado más que a resolver a fondo un problema de fondo, instituir comisiones para dar la sensación de que se está haciendo algo, impartir desde los ministerios recetas facilonas, consignas ideológicas o reglamentos apresurados para asuntos tan complejos como la educación de los adolescentes, la regulación del tráfico, la contaminación, la violencia callejera, etc.
¿Y por qué nos empeñamos en dar soluciones rápidas a problemas complejos? Carl Honoré lo explica muy bien en este estupendo libro. No solo hay razones biológicas que nos llevan a buscar satisfacción inmediata, sino que también hay razones culturales.
Una de ellas es que vivimos en una época apresurada. Este apresuramiento se debe, entre otras cosas, a la presión de la sociedad industrial, de los relojes y los horarios y la productividad y todas esas cosas estresantes que marcan nuestra vida. Yo mismo, para escribir esta reseña, he luchado contra el reloj, he leído por la calle ¡y sin pisar ni un solo coprolito canino!, he escrito a salto de mata en huecos de tiempo. 
Otra razón del apresuramiento es esa nueva moral extendida por la publicidad y por cierta posmodernidad e inoculada en nuestra manera de vivir: vivir deprisa y de modo disperso, quererlo todo ahora, no soportar la frustración, el dejarse llevar, el ser espontáneo, el “no te controles”, el “mejor pedir perdón que pedir permiso”, el “haz lo que te pida el cuerpo”… Leer oblicuamente la pantalla del ordenata, la afición por el haiku y el microcuento, por las pastillas milagrosas, el horror al silencio… son otros ejemplos de nuestra vida apresurada. Incluso cierta agencia nórdica de poner cuernos entre casados, de cuyo nombre no logro acordarme, nos instaba con sus lemas publicitarios a no desperdiciar la ocasión, porque la vida son dos días, hala, date prisa, pon el cuerno ya y todo eso. Qué estrés.
Así las cosas, no es raro que nos pasemos en nuestra vida privada bregando con un problema personal sin lograr salir de él y poniendo solo parches que solo agravan el problema, y que en la vida pública tengamos que soportar problemas que nos afectan a todos y que nadie sabe cómo resolver. Sin embargo, Carl Honoré piensa que nunca hemos estado en mejores condiciones para aplicar la solución lenta, porque vivimos en un mundo donde la información fluye fácil, inmediata, casi gratuita, mucha, variada y todo eso es ideal para la solución lenta, que necesita de mucha información, de muchos puntos de vista, de muchos ejemplos prácticos. Así que se pone manos a la obra y, tras el éxito mundial de Elogio de la lentitud, nos ofrece este magnífico libro para escribir el cual ha recorrido medio mundo, ha hablado con media humanidad y ha sometido su tesis a mil abogados del diablo hasta convencerse de que es válida, verdadera y buena.
Este libro vale la pena leerlo por varias razones:
a) Porque no es ni de autoayuda (gracias a Dios) ni lo contrario, sino un libro de pensamiento o, más bien, el libro de un pensador que ha hecho lo que hacen los buenos pensadores: reflexionar sobre un asunto todo lo que puede y lo mejor que puede no para ahorrarnos el trabajo de pensar, sino para que nosotros pensemos a partir de ahí y lleguemos más lejos que él.
b) Porque no es un libro triunfalista. Los ejemplos que nos pone para cantarnos la excelencia de la solución lenta no están idealizados ni maquillados, sino bien descritos y sin ocultar las sombras. Él sabe que la realidad es dialéctica: para que existan imponentes leones, estos tienen que comer gráciles gacelas y, por tanto, lo que se gana por un lado se pierde por otro, pero, aun así, hay que apostar. Qué le vamos a hacer. 
c) Porque tampoco es buenista. El buenismo es una plaga moderna y tontorrona que consiste en afirmar que somos todos muy buenos, que con un poquito de buena voluntad va a haber buen rollo, que tampoco es para tanto, etc. Al contrario, el libro deja claro que muchas veces los problemas no tienen solución, que la mejor solución es a veces resolverlo solo parcialmente o convivir con el problema lo mejor que se puede y que, aun cuando el problema se resuelva con la solución lenta a largo plazo, ese camino no está exento de peligros y de errores, porque el mundo es complejo y porque cada uno de nosotros, igual que por dentro es un buen tipo, es también un cabroncete que se puede dedicar a poner zancadillas o a destruir los castillos de arena del otro porque es muy díver. El mayor problema en realidad eres tú, o sea, yo, y este es un problema sin solución.. Abajo las utopías y viva el realismo.
d) Porque es todo un canto a lo mejor de la democracia, que es el sistema que mejor se adapta a lo imprevisible, compleja y rica que es la vida. Lo mejor de la democracia consiste en entregar el poder real a la gente, en dar importancia a su opinión y sus problemas, en darle la oportunidad y el poder para resolverlos por su cuenta, porque los hombres somos valiosos y merecemos, pues, no solo respeto y libertad, sino también poder. Demuestra con mil argumentos meridianos cómo los problemas se resuelven mejor si el poder trata a las personas como personas y no como a votantes o expedientes que solo pueden ser ayudadas si cumplen unos requisitos sacados de los prejuicios de unos funcionarios más o menos informados y bien intencionados.
e) Porque, en vez de ser el libro de un iluminado que nos da una fórmula mágica, es el libro de un moderado que encuentra algo útil y valioso en campos, ideas, tácticas de lo más variopintas. Así, por ejemplo, a la vez que explica lo eficiente que es contar con la opinión de la gente como ocurrió en el ‘crowdsourcing‘ islandés que reformó la democracia y asombró al mundo, recalca la necesidad que hay muchas veces de una coordinación dirigida desde arriba o gracias a un líder carismático que arrastre a la gente por el camino de la solución lenta a pesar de que los beneficios no sean inmediatos.
f) Porque los ejemplos que cita de soluciones lentas exitosas no se limitan al mundo anglosajón y europeo, como vemos en tantos libros, sino a todo el mundo: Singapur, Costa Rica, Bolivia, Corea, España, etc. Existe otro mundo donde las cosas se hacen bien a pesar de todo.
g) Porque nos ilustra el discurrir acertado de la solución lenta a largo plazo mediante ejemplos de los más  complejos y variados: los mediadores escolares, el reflotamiento de una empresa de alta tecnología, el protocolo de los aviadores de guerra, las normas de una cárcel de nuevo diseño, las relaciones de pareja, los pequeños propietarios del cultivo del café, los videojuegos en Corea, la donación de órganos, y un interesante etcétera.
h) Porque el autor es un tipo simpático que no se limita a analizar los problemas que tienen otros, sino que pone ejemplos sacados de su propia vida y no para dejarse precisamente en buen lugar. Uno se siente inclinado a atender al mensaje de quien es tan falible como uno.
i) Porque, sin ser un libro filosófico y teórico, subyace en él una filosofía amable, un optimismo antropológico que no olvida nuestras sombras, pero que canta el poder de nuestras luces para alumbrar nuestro camino, y porque recupera virtudes clásicas que hoy no son las reinas de la fiesta, pero que siempre han sido las estrellas de la noche oscura del alma: humildad, paciencia, fortaleza, justicia, un poco de austeridad, pero todas regadas con la alegría de estar vivo y de ser hombre.
j) Porque, a la hora de plantear posibles soluciones, no incurre en el error de tantos consistente en tratar al hombre como una razón con patas y no como lo que es en realidad: un batiburrillo de pensamientos, conscientes e inconscientes, de impulsos, emociones, sentimientos, en fin, una mezcla muy bonita de cabeza, pecho y de lo que hay más abajo.
k) Y porque no es un libro ideológico, sino lógico, apto para todos los públicos, independientemente de la mano con que vote.
Al leer este libro, yo pensaba que el autor me iba a invitar a vivir con el ritmo de las pirámides de Egipto, ¡a mí que soy un manojo de nervios! y he descubierto que me invita sencillamente a no apresurarme, pero sin renunciar al manojo, porque cada uno cuenta con un potencial y con ese ha de salir adelante.
Todos sabemos que hay problemas que requieren soluciones lentas, pero luego no nos aplicamos el cuento a nuestra vida, porque tenemos prisa y porque no nos gusta sentarnos a pensar largo y tendido sobre un problema que nos amarga la vida. La mejor manera, sin embargo, de no amargársela más o tanto es sentarse a pensar sobre él.
Yo, por ejemplo, me he dado cuenta de que solo aplico la solución lenta a mi faceta como escritor: hablo con la gente, leo muchos libros sobre el proyecto que quiero realizar, tomo muchas notas desordenadas y evolutivas sobre las ideas que se me ocurren para el proyecto, escribo y tacho. Pero solo la aplico a eso y no a otras cosas que son más importantes que la literatura.
Así que, para empezar, he empezado a aplicar la solución lenta a ciertos problemas privados que quienes me quieren conocen bien y a ciertos problemas laborales que mis colegas y yo sufrimos. Uno de los que se puede contar es mi adicción al tabaco. Me he dado cuenta de que mi verdadero objetivo no es dejar el tabaco, sino llevar a mis nietos a hombros sin que se me salga el corazón por la boca. Para ese objetivo, el tabaco es un inconveniente. A ese objetivo de mañana tengo que encaminar mis actos de hoy. Así que voy a empezar hoy mismo. No me pondré una fecha para dejar de fumar, porque ya he comprobado que eso es una solución rápida: mientras llega la fecha, me harto de fumar y, cuando llega la fecha, soy más adicto y fracaso y vuelvo a fumar más todavía hasta la siguiente fecha. Voy a cambiar el planteamiento. Tengo todo el tiempo del mundo.

Ya te contaré, Carl. Pero, por el momento, ‘gratias tibi ago ex corde’.

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