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Precisa cinta métrica

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Mamut

Esther García Llovet

Malpaso, 2014

ISBN: 978-84-15996-21-7

173 páginas

18 €

 

 

Sara Mesa

Una ciudad -un mundo, un tiempo- que se desintegra. Una ubicación fronteriza, terminal, confusa, formada con materiales extraídos de la imaginación y de la realidad, pero de rasgos inequívocamente norteamericanos. Una historia propia de novela negra en la que aparecen muchos de los tópicos del ‘thriller’ -que no se rehuyen, sino que se abrazan-, pero que también recrea una ciencia ficción que recuerda en ciertos momentos a Philip K. Dick. Una atmósfera de pesadilla estática, paralizante, con personajes desubicados, solitarios, amargos. Una huida, una búsqueda y el recorrido que las transita -a la huida, a la búsqueda-. Autopistas vacías, lugares de paso -moteles, pubs, polígonos, edificios semiabandonados-, amores fugaces, una fiesta del milenio -o de fin de milenio-, la negación del futuro y, simultáneamente, la posibilidad de atisbarlo a través del consumo de una droga.

Con este magma construye Esther García Llovet esta novela corta e intensa, sostenida en un lenguaje directo, crudo, magnético, que incluye ágiles diálogos cortantes como cuchillas. De esta escritora madrileña, autora también de Coda (Lengua de Trapo) y Las crudas (Ediciones del Viento), ya habíamos leído Submáquina (Salto de página), otra historia de atmósfera ‘noir’ protagonizada por Tiffani Figueroa, una ex policía que tenía un pasado tan misterioso y atrayente como lo es ahora el de Junot, el protagonista de Mamut. Todo comienza con una opresiva escena carcelaria: Junot va a esperar a un tal Gabriel Toro el día de su puesta en libertad, pero… resulta que Toro lleva un mes en la calle. ¿Dónde está? ¿Por que sus ex compañeros presidiarios hablan o callan? ¿Qué lleva a Junot a emprender su búsqueda -o su persecución- febrilmente?

García Llovet se encuentra cómoda en estas narraciones de extensión breve (ninguno de sus libros tiene más de 200 páginas), que, sin embargo, han de leerse con lentitud, pues están plagadas de detalles, matices, símbolos y de una suerte de poesía personal que impregna su lenguaje. Nos gusta mucho García Llovet y nos gusta su actitud literaria, su estilo, su poética: afirma su preferencia, como lectora, por las grandes novelas oceánicas (con Bolaño y Foster Wallace como inexcusables referencias), pero como escritora apuesta por las novelas escuetas y alusivas. Su universo narrativo, en apariencia tan apegado a la literatura de género, incluye una dosis innegable de extrañeza alentada por una especie de arcano inaccesible, de ‘fatum’ de tragedia griega, muy en la línea de Leo Perutz, otro de los escritores que ella afirma admirar.

De este modo, en Mamut, García Llovet desarrolla una paradoja, pues si por un lado tenemos elementos previsibles y pautas propias de una literatura muy pop, por el otro nos enfrentamos a una singularidad mucho más sutil y personal. No se trata de la consabida “vuelca de tuerca”, sino de una visión transversal que recorre cada una de las páginas. No poco influye en ello el trabajo sobre lo sensorial -que nos hace captar significados intuitivamente-, las repeticiones casi mántricas de palabras, y el manejo de la ambigüedad en el retrato de los personajes, especialmente en los niños y adolescentes que pueblan estos paisajes grises, fríos y desolados: “Adolescentes, quinceañeros, chavos. Están ahí, Junot. Un ejército. Niños en los graneros. Niños en los sótanos. Niños en los almacenes de las bibliotecas. Encontrándose de noche en las azoteas de los rascacielos, cientos y cientos, miles. Esperando”.

Pero creo que, sobre todo, habría que destacar el extraordinario manejo del tiempo, ese tiempo tan esencialmente cinematográfico (no en vano la autora proviene del mundo de la dirección de cine). No me refiero al hecho de que la estructura en tres partes, con saltos temporales, ofrezca cierta solución al puzzle, que también. No a la opción de situar en los 90 una fábula futurista, que también. No. Me refiero a la cámara lenta, al tiempo congelado, detenido, a la suspensión y a las elipsis, a la respiración pausada y, en ocasiones, desacompasada, a ese ritmo interno que se escancia línea a línea con elegancia y buen hacer. Es curioso: al leer Mamut me fijaba en la atractiva edición de Malpaso -con los bordes de las páginas de color amarillo vivo, la cubierta en blanco y negro, y la faja con tonos negros y otra vez el mismo amarillo chillón de los cantos- y eso me hacía pensar en una cinta métrica, una cinta de estas flexible, de costura, que representan la medida perfecta, el trabajo, la artesanía si se quiere. Una cinta métrica, sí, este libro, pero con la diferencia de que aquí se sobrepasa el mero oficio -indiscutible, por otro lado-, pues la cinta -el libro- se abre, y encierra cosas… “desde el otro lado de esta realidad, después de las cosas pasadas y de las cosas presentes”, cosas que no hay que perderse, como no habrá que perderse las cosas pasadas de esta autora de culto ni, esperemos, las cosas futuras.

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